jueves, 15 de noviembre de 2012

Y el arte es un juguete


El divorcio
de César Aira



"El mejor Cortázar es un mal Borges" declaró Aira en alguna entrevista, revelando de esa manera los contornos de su literatura. El divorcio, por el momento su última novela, pone en escena a un profesor de literatura argentina que ha leído a Borges, sesgadamente, en traducciones, y se entrega a borgeanos juegos con el espacio-tiempo huyendo de un presente de inestabilidad emocional (de ahí el título) en Rhode Island para arribar al porteño barrio de Palermo Soho en el “reverso navideño del clima”.
Sentado en el bar del Gallego (toponímico preferido por los argentinos) asiste al único incidente que sucede a lo largo de las ciento veinte páginas cuando una masa de agua desproporcionada y compacta cae del toldo del bar sobre Enrique, centro y origen de todos los relatos, y escande los capítulos en los que se despliegan las historias de los personajes que asisten asombrados a la escena de la mojadura. La morosidad y el detalle con que la narra (el agua ya no le cala los huesos sino las células) contrasta con el relato de las azarosas e inverosímiles vidas de los personajes de la novela poniendo en tensión el tiempo de la narración y el tiempo del relato, unas de las formas que Aira eligió para quitarle verosimilitud al texto y hacer de éste puro discurso literario.
Si en un abrir y cerrar de ojos puede caber una pluralidad de mundos, la primera historia que se desarrolla es la de Leticia, antigua compañera de colegio de Enrique con la que vivió el incendio de su escuela, un laberinto de espacios duplicados y reversibles como los de Escher, donde el incendio se transforma en espectáculo de luces y sonidos, subrayando lo que el capítulo exhibe como tema: la representación y el artificio. Las corridas de los niños por el edificio en llamas se continúan en el interior de una maqueta del colegio, reproducción perfecta y en escala, donde las escenas se reduplican en una puesta en abismo. Paredes de cartón, vidrios de papel manteca o muebles de papel maché reproducen una realidad en miniatura para deleite de los alumnos que, como un ejército de Blancanieves, juegan a huir del incendio de papel glacé en ese simulacro de realidad.
Cuando el protagonista reconoce en el empapado Enrique al dueño del hostal temático (otro escenario para el simulacro) donde se hospeda, diseñado a partir del motivo darwiniano de la evolución, comienza la historia de Jusepe, un marginal aprendiz de escultor y del viejo Mandam. Cuando el Municipio le encarga una escultura, el viejo, devastado por el alcohol, comienza una lucha afiebrada por imprimir en la piedra las formas que se le resisten, mientras avanza la noche y la escena se ilumina con una vela que Jusepe prende. Las sombras fantasmales que el viejo proyecta sobre las paredes son su auténtica obra: una pantomima expresionista del arte como imposibilidad.
Cuando una voz maternal convoca al chorreante Enrique, comienza la historia de su madre, determinada por el azar, el error y la sinonimia. De igual nombre que su abuela, la dueña de una importante empresa cuyo directorio termina preso por estafa y obedeciendo el mandato familiar, se hace cargo de la dirección, a los catorce años. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones de un manual de procedimiento, dirige con éxito durante cuarenta años la empresa familiar, como una autómata, sin equivocarse y sin llegar a conocer jamás los mecanismos del negocio. El libro cobró para sus antiguos empleados la dimensión de un objeto mágico, concluyendo, borgeanamente, que todos los libros son el manual y que todos los hombres poseen la clave para descifrarlo que no es otra que el dispositivo del lenguaje.
Una pausa de la imagen en términos cinematográficos, lleva al narrador a reflexionar sobre el paisaje político del lugar donde se hospeda y su relación con el tiempo. Con un realismo a la manera de Aira, mediado por la ironía, describe a Palermo Soho como el centro de un mundo posible donde el dinero ha dejado de ser un problema, el consumo chic de bienes materiales y culturales se modifica al ritmo de las modas, un espacio-tiempo irreal sostenido por la burbuja del superávit comercial, en el centro del cual se halla el lugar donde Borges marcó su territorio literario.
La frivolidad, liviana como las burbujas, le tiende una trampa a Enrique quien se enamora de una joven etérea y misteriosa, un ser sobrenatural enviado a la tierra para cuidar que a los ricos no les falte hielo para sus bebidas que, cuando la abraza, se transforma en una catarata que lo inunda.
Finalmente todo sucede en un abrir y cerrar de ojos. Sólo que el tiempo (esa “máscara que se pone la eternidad para seducir a la juventud”) puede descomponerse hasta lo infinitesimal y convertirse en un instante eterno.

Publicado en diario Perfil

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