Las ciudades invisibles
El caballero inexistente
El vizconde demediado
El barón rampante
Si una noche de
invierno un viajero
Cinco
son los títulos de la extensa obra de Italo Calvino que las
editoriales Grupal y Siruela acaban de coeditar en nuestro país. Los
tres que publicó durante la década del 50, El
vizconde demediado, El barón rampante y
El caballero inexistente,
pertenecen a una zona de su literatura con la que incursionó en lo
maravilloso, bellísimas fábulas atemporales en las que parodia el
mundo de posguerra que le tocó vivir y al que interrogó con su
escritura.
El
vizconde demediado, de
1952, cuenta la historia del vizconde de Terralba, quien fue partido
en dos por un cañonazo en la guerra con los turcos y cuyas dos
mitades continuaron viviendo por separado. Alienación y dicotomía
son los blancos de este texto, cuando la mitad radicalmente mala
deja, a su paso, todos los objetos del mundo partidos al medio y la
otra mitad, ciegamente buena, beneficia a los explotadores al “hacer
el bien sin mirar a quién”. El humor, ese procedimiento que
aligera y a la vez critica, le permite narrar las escenas macabras de
los campos después de los combates o la peste y sólo cuando las dos
mitades se enfrentan a duelo, surge la humanidad del vizconde, cuando
se asume en su incompletud.
Otra
reflexión sobre el ser es la que aparece en El
caballero inexistente, de
1959. Agilulfo, caballero del ejército de Carlomagno, de lustrosa
armadura aunque vacía, que frente al caos de lo real, se ajusta a un
estricto sentido del orden y del método, pone en escena la nada que
subyace a los estandartes, a la gloria de los ejércitos imperiales,
a los títulos y honores, exhibe la barbarie que se agazapa en la
cultura y si la novela de caballería es la exaltación de un pasado
imposible, es en el futuro donde Calvino invita a un nuevo
aprendizaje del ser.
Levedad
y distancia son algunas de las “propuestas para el próximo
milenio” que elige para la estructura de sus narraciones con las
que intenta distanciarse del mundo sin dejar de tenerlo en cuenta y
quitarle el peso y la gravedad que cercenan la capacidad de juego y
creación. Como gran narrador e inventor de mundos posibles, elige
inscribirse en la vasta tradición oral de los relatos orientales que
nutrió toda la literatura europea medieval y renacentista. Y
encuentra en la extrañeza de los relatos venidos de ese “continente
imaginario” que significó China para los europeos, el punto desde
donde mirar su propia ciudad en Las
ciudades invisibles de
1972. Presentadas como una serie de relatos que Marco Polo le hace al
melancólico emperador Kan sobre las ciudades de su propio imperio al
borde de la disolución, ordenadas en doce series entramadas,
responden a un modelo de ciudad de la que se deducen todas las
ciudades posibles, según su ideal de construcción literaria de
hallar la forma perfecta, cristalina, visual y liviana que le permita
volver a mirar el mundo y recrearlo.
Cultor
de la ironía como distancia crítica y de la estética borgeana,
finge que el texto que escribe ya fue escrito por otro y que el suyo
es una prolongación de aquél y concentra todas sus reflexiones,
experiencias y conjeturas sobre la ciudad en la racionalidad
geométrica de sus tramas, conformando unos micro-relatos poéticos
en los que la ciudad se convierte en una experiencia antropológica y
vital, multiplicada en las cientos de versiones de esa ciudad-tapiz:
ciudades gemelas, colgantes, subterráneas, paralelas, minúsculas,
eróticas, infinitas.
Pero es
en Si una noche de invierno
un viajero, de 1979, donde
Calvino desarrolla su teoría de la lectura reconociendo su deuda con
la literatura de masas en lo que tiene de novelesco -remontando sus
antecedentes a ese tratado de la compulsión a escuchar que es Las
mil y unas noches- y con la
estética borgeana en cuyo cuento “El acercamiento a Almotásim”
admite su inscripción, cuando propone una literatura ”que haga
pasar las angustias y misterios a través de una mente exacta y fría
como la de un jugador de ajedrez”.
Teniendo
como protagonista al Lector que se enfrenta a diez comienzos de
novelas apócrifas escritas por autores inexistentes, resulta una
suerte de autobiografía en negativo del autor empírico, de todas
sus posibilidades de escritura.
Texto
metaliterario, expone los procedimientos de la literatura de masas
para atrapar al lector a la vez que sostiene, junto con Borges, que
una estación de tren puede ser todas las estaciones o que todos los
combates son el mismo combate y reproduce en sus dilaciones la
discontinuidad de la vida, el más acá de la literatura.
Si a Calvino la literatura que le
interesa es la que persigue la exactitud y la inmanencia de una
figura geométrica, busca en la imagen concentrada y relajada de una
mujer que lee a su lector ideal, aquél capaz de ir al encuentro con
lo que está a punto de ser y al autor ideal, aquel que escribe “como
un animal construye su guarida”, una suerte de lugar vacío capaz
de transmitir lo escribible que todavía no fue escrito. Leerlo hoy
nos confirma en la experiencia de encontrarnos con una voz que viene
de lo no dicho todavía.
Publicado en diario Perfil, 6/10/2013