martes, 22 de julio de 2014

Políticas de la lengua

Escritos sobre el lenguaje


Atento a la formación inicial de Gramsci como catedrático -brillante- en Lingüística, Diego Bentivegna, responsable de la edición de los textos de este autor, (que fue escribiendo, algunos, como apuntes sobre trabajos de otros, la mayoría, desde la cárcel), recupera un aspecto central de la elaboración política que su lectura confirma: la importancia que Gramsci le atribuyó al estudio del lenguaje en toda su complejidad (la cuestión de la enseñanza, la normativa, el habla dialectal, los procesos de formación de las lenguas, el vínculo con su tradición, en definitiva, la lengua en relación con la clase y el poder) consciente de que lengua y sociedad no son términos individuales sino que, por el contrario, la lengua constituye una metáfora de lo social.
Si bien los vientos de la historia lo llevaron a abandonar los estudios académicos para enrolarse en las filas de la militancia activa, del periodismo partidario y de la producción teórica, sus planteos conjugan lo más avanzado de los estudios lingüísticos de la escuela italiana (Croce, Gentile, Bartoli) con la visión clasista del marxismo y de haber continuado, habría llegado seguramente a las mismas conclusiones a las que arribaron por esos años los formalistas rusos respecto de los modos en que se producen los cambios lingüísticos, desde una perspectiva histórico-cultural, opuesta a la que, contemporáneamente desarrollaba Saussure, operando sobre la lengua como un sistema inmanente.
La mezcla y las transformaciones que realizan los hablantes serán para Gramsci la base sobre la cual analizar, desde una concepción política del lenguaje, los fenómenos de la comunicación desde la que se opuso a la idea de “italianizar” a todos los hablantes, cuando la centralización política de Italia avanzaba. Es en relación con la lengua materna -el dialecto- que el aprendizaje de la lengua oficial se enriquece, dirá, pensando en un proyecto político de cambio social y cultural en función de los intereses de las clases populares.
Distingue de la gramática normativa, una gramática no escrita, como todo aquello que los hablantes consideran legítimo y que circula a través de los medios masivos y que, como toda relación de lenguaje, se da en términos de conflicto. Por lo tanto, concluye, la norma es una construcción hegemónica y es este mismo concepto de hegemonía el que lo lleva a destacar el rol de los intelectuales en esta construcción, como agentes organizadores de la cultura.
En sintonía con las formulaciones de Brecht y Benjamin, analiza el impacto de los medios masivos en la difusión de una lengua particular que se deberá (tomando como ejemplo la difusión del dialecto toscano en los siglos XIV al XVI) a la actividad productora de escritura, de tráfico y de comercio de los hombres que la hablan, y como lingüista perspicaz, incluye todas las formas en las que la lengua se reproduce, como las canzonettas y las arias famosas cantadas por el pueblo una y otra vez. Los procesos lingüísticos, recuerda, se dan sólo desde lo bajo hacia lo alto y jamás se mantienen fijos sino que cambian junto con los hablantes, motivo por el cual un idioma artificial e impuesto desde arriba como el esperanto, sólo puede defenderse desde una posición conservadora.
Como historiador de la lengua y políglota advierte sobre aquellas teorías que no rastrean todas las dimensiones de un vocablo para demostrar su verdadero origen, oponiéndose a la tesis de la monogénesis, tan apreciada por los sectores católicos, que Gramsci pulveriza con ejemplos que cita de memoria por las condiciones materiales de encarcelamiento en las que se encuentra.

Pero no es la filología la que lo convocó finalmente sino la historia, a la que estaba vitalmente comprometido y frente a la cual no tuvo escapatoria.

Publicado en diario Perfil, 20/7/2014

martes, 1 de julio de 2014

Preferiríamos no hacerlo

Con el sudor de tu frente. 
Argumentos para la sociedad del ocio


En el origen de la extraña costumbre de trabajar que tenemos los humanos está la maldición bíblica que la divinidad nos impuso por haber querido conocer más, y que paradójicamente, sólo es posible alcanzar mediante la contemplación y la reflexión.
Entre anarquista -por explotador- y aristocrática -por ser propio de las clases subalternas-, la crítica al trabajo ha atravesado los discursos a lo largo de la historia, a pesar de lo cual sigue siendo una posición minoritaria asediada desde la lógica de la productividad y el progreso, que hoy ha comenzado a estar en entredicho.
Inspirado en la editorial anarquista londinense Freedom Press, de la que toma varios de sus trabajos publicados, este libro deconstruye los fundamentos ideológicos de la cultura del trabajo -como el que ensalza sus bondades, muy conveniente para quienes viven del trabajo de los demás-, denuncia el control sobre el tiempo -categoría líquida si las hay- que el capitalismo alcanzó cuando inventó el reloj, modelo en escala de la maquinaria de la revolución industrial, y aboga por la desaparición del trabajo como modo de disciplinamiento, sea en beneficio de la acumulación de capital o de un estado colectivizado.
Frente a las semejanzas entre los modos de esparcimiento en la sociedad capitalista y el trabajo, donde, tanto el placer como el espíritu están ausentes, Adorno opone a la productividad, creatividad y juego, para enarbolar el derecho a la pereza.
Muy atrás en la historia, en los Diálogos de Séneca, se oyen las críticas a la deshumanización que éste encuentra en la urbe más avanzada de su época, la Roma imperial, olvidada de los preceptos de la filosofía griega, para quien los ociosos son los únicos que están libres para la contemplación y por lo tanto, para saber vivir, como enseña el Tao, sobre la quietud. “El elegido vive para no hacer nada” afirmará Oscar Wilde, porque la vida tiene como finalidad el ser y no el obrar.
No muy alejada de esta concepción del ocio opuesta a la ocupación constante y pendiente de un presente esquivo, está el concepto de ocio actual, que se ha subsumido bajo el dominio del consumo, por lo que el tiempo de trabajo y el que dedicamos al descanso, ya no tendrían muchas diferencias, de la mano de la desmaterialización de la economía virtual, lo que sus analistas conciben como una compresión del espacio-tiempo, no muy diferente a la denunciada por Séneca.
Consumir entretenimiento está tan alejado de experimentar como conectarse y comunicar, de producir sentido. Es lo que leemos en la apología de los holgazanes que hace Stevenson, quien afirma que mirar y escuchar con atención y con una sonrisa en los labios nos hará mucho más inteligentes (y felices) que encerrarnos a estudiar. Fatigarse es valioso, nos dice Bertrand Russell, sólo porque permite el ocio de los que no trabajan y no porque sea digno, como han predicado los ricos mientras se cuidaban de mantenerse a salvo de esa virtud.
En una de sus aguafuertes, Arlt nos regala una clase de “filología lunfarda”, distinguiendo la palabra “fiaca” (“Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo”) del verbo “esgunfiarse”, referido a los vagonetas que se desmarcan del culto al trabajo que los inmigrantes enriquecidos representaban por aquellos años. Y el sustantivo “squenun”, referido a los “filósofos de azotea” que han decidido tomar vacaciones eternas, de los que “se tiran a muerto”, aquellos que, haciendo que trabajan, viven de los demás.

Para los que preferiríamos no hacerlo aunque no nos quede más remedio, conviene no olvidar los “Consejos a los criados” que da Jonathan Swift para boicotear las obligaciones y tomar venganza de los empleadores y tener siempre a mano los versos de Lessing: “Debemos haraganear en todo, salvo en amar y en beber, salvo en haraganear.”

Publicado en diario Perfil, 29/6/14