lunes, 9 de diciembre de 2013

Mensajes desde el futuro








Medio siglo se cumple el año próximo de la muerte de Ezequiel Martínez Estrada, un intelectual que “tuvo la infrecuente costumbre de ser un hombre libre” y la editorial Interzona, adelantándose a la efeméride, comenzó a publicar algunos de sus libros, entre ellos, Epistolario con la correspondencia que mantuvo con Victoria Ocampo y Mensajes, una recopilación de textos que son una muestra cabal del pensamiento de un iconoclasta que distinguía independencia de neutralidad y que exhortó a sus contemporáneos a no confundir los principios con las tácticas, la moderación con la cordura, ni la fe en los ideales con las consignas.
En la relación que a lo largo de los años mantuvieron Martínez Estrada –un hijo de inmigrantes, empleado y profesor de secundario- y Victoria Ocampo, descendiente de aquellos que fundaron el país (“mi tía abuela, cuya estancia es actualmente la ciudad de La Plata”), las diferencias ideológicas y de clase no obstaculizaron el cariño desinteresado ni el reconocimiento de los valores en el otro que para sus contemporáneos pasaron desapercibidos. Como la singularidad que él reconoce en la escritura de Victoria capaz de conjugar las dos vertientes de las que se nutrió, la americana y la europea.
Pero las diferencias no se limitan al origen social. Si para Victoria Ocampo, todas las fatigas de la dirección de la revista Sur se vieron recompensadas por el privilegio de “haber pasado la vida haciendo exactamente lo que me gustaba hacer”, Martínez Estrada padeció en su cuerpo y en su salud los estragos de una posición vital que lo ubicó en el lugar de crítico implacable de su país y que lo apartó de toda forma de sociabilidad mundana en las que ella descollaba. Basta leer el autorretrato escrito a pedido de ella, donde se reconoce como una “madriguera de complejos” y en la que describe su afición en la infancia por las herrerías, quizás el lugar donde adquirió ese estilo contundente y definitivo, como el hierro cuando sale de la fragua, que “a cada martillazo aumentaba la oscuridad”, para construir una obra que se pensó a sí misma como una denuncia de los invariantes históricos, económicos y sociales que percibió en el Facundo y en las Bases de Alberdi.
Hablar “de desierto a desierto” es la base sobre la que la amistad entre estos dos personajes excéntricos en relación a su mundo se afirmó, instalándose, con esta metáfora, en una larga tradición cultural que viene del liberalismo, de leer a la Argentina en términos de páramo cultural.
La distancia social se lee en la prosa enérgica de Victoria cuando intercede en el cuidado de la salud de su amigo, gracias a las relaciones que la vinculaban con lo más selecto de la sociedad. O cuando describe los problemas que el trabajo de traducción le generan, con un dejo de tilinguería -sobre todo por la fascinación un tanto ingenua que le provoca la literatura inglesa- que nos hablan, sin embargo, de su convicción auténtica sobre la importancia de la cultura libresca.
En tanto, las diferencias políticas no se hicieron esperar: el golpe del 55 contra el gobierno peronista encontró a Martínez Estrada, una vez más, enfrentado a la mayoría de los escritores de Sur, incluida su directora, quien decidió no publicar una carta pública de este último, criticando a aquellos que apoyaron la revolución libertadora, demostrando que su falta de complacencia incluía a su protectora, a pesar del cariño y la devoción que le profesaba y que lo llevó a ubicarla en la misma serie que Sarmiento y Groussac en cuanto a su proyección cultural.
Su exilio voluntario en México y luego en Cuba no hizo más que predisponer a sus pares en su contra, quienes lo acusaron de “profeta del odio” y anti-patriota por haber mostrado en su Radiografía de la pampa, “la imagen inevitablemente sombría del esqueleto, las vísceras y las glándulas del país”. Su escritura “en carne viva” como la definió Victoria, exhibe todo el dolor de una lucidez enceguecedora que hacía arder aquello que miraba.
Como cuando ubica, en uno de los textos de 1944 reunidos en Mensajes, al nazismo como enfermedad propia de la era industrial y sostiene la necesidad de reconstruir la conciencia de todos, que es el lugar, sostiene, donde la guerra se ganó.
En el Día del Escritor, fustiga a sus pares por ser “asalariados del fisco” en lugar de señalar, como Zola en J´accuse, los abusos del poder de turno, recordándoles que las mejores obras de la literatura argentina nacieron de proscriptos. Porque escribir, para él, es escribir contra algo y dejar en los lectores un fermento de insubordinación para evitar la ceguera que lleva a celebrar como una muestra de democracia lo que no es más que opresión enmascarada.

No dejar de sorprender la actualidad de los planteos de este auténtico “maestro” para sus alumnos del Colegio Nacional, que como Walter Benjamin, busca en el pasado -cuando señala como faros a Moreno, Monteagudo, Echeverría, Sarmiento y a Alberdi- los modos de iluminar el futuro.

Publicado en diario Perfil, 8/12/13

lunes, 2 de diciembre de 2013

Un fantasma que retorna

Marxismo y crítica literaria
Terry Eagleton


¿Por qué un texto escrito a mitad de la década del 70 -cuando la idea de utopía estaba en el horizonte de posibilidades- a partir de un seminario sobre crítica literaria que reunía a los intelectuales marxistas anglosajones en la exclusiva universidad de Oxford, se reedita hoy en castellano? Su autor lo explica en el prólogo para esta edición cuando afirma que la teoría marxista, a pesar de su derrota política, sigue siendo el único modo de entender y transformar los problemas que el capitalismo produce, hoy, globalmente, aún cuando el clima cultural actual sea muy diferente al de 1976, cuando fue publicado por primera vez este trabajo, en los inicios de una crisis que hoy se ha profundizado catastróficamente.

Pero plantear el cambio radical de un sistema político no es lo mismo que intentar definir qué es la literatura -o qué debería ser- y revisar los postulados de la teoría marxista en los estudios literarios es encontrarse con el resbaloso vínculo entre base económica y superestructura (donde estarían ubicadas las producciones culturales e ideológicas) que el marxismo vulgar (en palabras de Eagleton) convirtió en una relación mecánica, al malentender lo que sus fundadores, Marx, Engels, Lenin y Trotsky, habían propuesto, cuando definieron la obra de arte como un fin en sí mismo, la imagen de lo que sería en un futuro un trabajo no alienado.

Pero mucho más pantanoso es el camino que va del arte a la ideología. En este punto, las polémicas se multiplicaron a lo largo del último siglo y de esto es, en principio, de lo que trata este libro. Partiendo de una concepción material de la cultura que busca en los productos del arte las huellas de sus condiciones de producción, se enfrenta con la antigua teoría del reflejo, recuerda los ominosos tiempos de la imposición del realismo socialista como poética oficial de la U.R.S.S., critica los planteos de Lukács en su etapa marxista y recupera al Lukács hegeliano (el de la Teoría de la novela), recorre las contribuciones sobre ideología y literatura de Althusser, Macherey y Goldamnn, ligadas directamente con la manera compleja en que forma y contenido se relacionan.

Pero es en la dimensión industrial y mercantil de la cultura donde Eagleton encuentra las mejores formulaciones de la teoría marxista en el siglo pasado, de la mano de Benjamin y de Brecht, quienes entendieron el arte como producción social.

Con su escritura didáctica y profesoral, Eagleton describe la teoría benjaminiana en lo que tiene de superadora en relación a la crítica marxista tradicional que se pregunta por la posición del arte respecto de las relaciones de producción de su época, mientras que Benjamin encuentra al arte inmerso en ellas, ya que depende de técnicas específicas de pintar, de publicar, etc., que a su vez determinan la forma de la obra. El arte revolucionario será, entonces, aquel que tense los límites de las fuerzas productivas heredadas creando nuevas relaciones entre el artista y su público, como el paso de la contemplación al estado de shock, en sintonía con lo que Brecht proponía para el teatro, un espectador comprometido y no un tranquilo consumidor. En ambos la mirada está dirigida al futuro (atravesada por el experiencia de las vanguardias históricas) y opuesta al conservadurismo de Lukács que sólo veía fragmentación en el arte de sus contemporáneos.

Eagleton se propone, hoy como ayer, sacar la teoría literaria a la calle y demostrar que lejos de ser una técnica de interpretación, consiste en una herramienta para comprender las relaciones entre las obras y el mundo ideológico del que forman parte y para ello propone volver a las fuentes del marxismo, para desembarazarlo de tanta vulgata, porque en última instancia, nos recuerda, “toda batalla es, entre otras cosas, una disputa de ideas.


Publicado en diario Perfil, 1/12/13