martes, 25 de julio de 2017

Páginas de una no antología

Del mundo que conocimos 

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Un escritor que forma parte del canon de una literatura nacional bien puede elegir los cuentos con los que armar una “no antología”: un recorte de su obra guiado por la pura subjetividad a pesar de que “no todas las páginas cuentan con mi aprobación crítica”. Mojones, algunos y otros, saltos al vacío, marcaron para este autor recientemente fallecido, un recorrido vital, es decir literario, que empieza por “La madre de Ernesto”, uno de sus primeros cuentos y más famoso, sobre la experiencia de lo abyecto, aquello “monstruosamente atractivo” que perturba un orden, al que nada le es familiar y que se construye sobre el no reconocimiento de los límites. Es el territorio de la complicidad y la traición, de lo ambiguo y tenebroso, que reaparece, como en el universo del gótico, en “El candelabro de plata”.
Y el dream team con el que la literatura de Castillo dialoga es la generación de escritores que lo precedió: Borges, Cortázar, Arlt, Onetti, a la que responde con una grafía propia con la que logra momentos de intensidad única como en “Patrón”, el relato de una venganza sexual que encuentra en “Emma Zunz” su correlato en el corpus borgeano.
Pero no es el único. Si “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos” en “Triste le ville” (una cita de Triste-le-Roi, la escena del crimen en “La muerte y la brújula”), un hombre, por un error atribuido al azar, encuentra un boleto de ida que lo llevará a vivir la muerte de su doble y antítesis.
Y en otra zona de su literatura, la que lo emparenta con Onetti, encontramos la serie del escritor maduro e inactivo y la muchacha, y en ese encuentro se jugará su proyecto literario: alcanzar “el resplandor efímero de la belleza y su verdad”, asimilando la figura de la Poesía a la de la Muchacha. En “Los ritos”, el recuerdo luminoso de una joven relatado a la mujer conquistada la modela y embellece, a la manera de una escultura cincelada. O en “Carpe diem” (tópico clásico de la juventud efímera), la confesión de un hombre de su último encuentro con una muchacha venida de no se sabe dónde que vuelve a bajar del tren con el mismo vestido, construye una escena onettiana a la que le da una vuelta de tuerca: sabiéndola muerta, es en la belleza de la escena donde encuentra la prueba de su existencia.
La tristeza, el cansancio, el alcohol parecieran ser las marcas de la lucha del personaje con la escritura, de la que Castillo cuenta en el prólogo haber salido, en una ocasión, a través del ajedrez, esa metáfora del policial de enigma, cuyo orden abstracto se le revela “mucho más hermoso que la vida”. Como en “La cuestión de la dama en el Max Lange”, un policial clásico narrado desde el punto de vista del asesino, donde el interrogante sobre cómo acosar a la dama, deviene, para el marido engañado, la posibilidad de vengar, en la figura del otro la infidelidad, cuando descubre en ella la forma invertida del amor.
Y de los reversos borgeanos, pasa a las formas del fantástico que Cortázar tan bien explotó: los pasajes temporales y espaciales. En “Las panteras y el templo”, el pasaje de la literatura hacia la realidad textual será el relato de cómo la escritura vampiriza una escena ritualizada del género de terror, la del hombre que mira a una mujer rubia dormida en el momento de asesinarla.
El último elegido, “La fornicación es un pájaro lúgubre”, dedicado al “anciano fauno” Henry Miller (y plagado de frases que no pasarían la prueba de un curso básico de crítica feminista) retoma el tópico de la literatura como remanso de la realidad, aquello incorruptible, como el descubrimiento del sexo por parte de una muchacha. Y si bien pareciera no haber pasado del todo la prueba del tiempo, forma parte de un corpus cuyas mejores versiones se ganaron sobradamente el adjetivo de “clásicos”.

Publicado en diario Perfil, 23/7/2017


lunes, 10 de julio de 2017

Retrato frente al espejo en tercera persona

Reflexiones sobre Christa T.

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Una inquietud atraviesa este relato: la de alcanzar el conocimiento de una persona en “el intento de volverse una misma”. Y la autora, que comparte con la protagonista nada menos que el nombre propio, deja asentado en las primeras páginas que su personaje es ficticio y que fue construido a partir de fragmentos de diarios íntimos, cartas y papeles personales, una elección que, además de inscribir al personaje en la serie literaria, le permite acercársele hasta lograr que se le revele.
Con una prosa que hace de la elipsis su principio constructivo y de poderosas imágenes visuales, el origen de las escenas recordadas, la narradora reconstruye la corta vida de su amiga, Christa T., en el intento de capturar la fugacidad de una vida que una impiadosa enfermedad le impidió compartir y que a través de la escritura se propone despedir.
Los años de la adolescencia en los finales del nazismo, los de juventud en los comienzos de una Alemania partida en dos mundos irreconciliables y los de la revelación de todo lo perverso que podía esconderse detrás de las palabras transformadas en consignas, son el espejo donde la narradora mira a su amiga mirándose a sí misma (y la oscilación deliberada entre la primera y la tercera persona da cuenta de esta indeterminación) y como en un laberinto de espejos, descubrirla en sus manuscritos y recrearla.

Si hay un color para la tristeza, seguramente es el azul “pálido y familiar que sólo parece pertenecernos a nosotros”, que la narradora reconoce en el cielo de la campiña alemana como en viejos cuadros conocidos, el color que tiñe la paleta de esta extraordinaria narradora capaz de transformar el duelo en una obra de arte.

Publicada en diario Perfil, 2/7/2017