La forma inicial.
Conversaciones en Princeton
De los muchos
oficios a los que Ricardo Piglia se dedicó a lo largo de su vida -escritor,
crítico, ensayista, traductor, editor- no hay duda que es el de profesor en el
que más cómodo se encuentra. Las once conversaciones que forman este libro, la
mayoría, publicadas en revistas académicas, cuando no, en compilaciones
críticas, son una muestra de un género que logra convertir la entrevista en un
intercambio apasionado de ideas, mucho más afín a la tarea intelectual, que
encuentra en el diálogo con un interlocutor -imaginario o no- la posibilidad de
ser de la escritura.
Muchas de
estas conversaciones tuvieron lugar en la academia norteamericana, el espacio
“contra-público”, como él lo define, de autonomía en relación al poder del
Estado y de los medios masivos, que descubrió cuando el espacio público en la
Argentina se volvió irrespirable, sobre todo para un intelectual formado en la
segunda vanguardia, la de los 60, que tornaba indistinguible la política de la
poética, y que se planteaba como único modo de intervención “la espada, la
pluma y la palabra”. Fue ese otro espacio, la universidad norteamericana, el
que le permitió reconfigurar su lugar en el campo político y literario
argentino, después del quiebre estructural que se produjo mundialmente a mitad
de los 70, con la derrota de los proyectos de cambio como el que él mismo
sostenía desde la militancia en el maoísmo y desarrollar los temas que elaboró
y difundió en los años siguientes en las universidades de Princeton, Harvard y
Buenos Aires, siguiendo la consigna de Joyce: “silencio, exilio y astucia.”
Lo cierto
es que el nuevo mapa político lo encontró reflexionando sobre la historia
argentina (su primera vocación) en el interior del juego literario, en la idea,
tomada del historiador de la literatura Jean Pierre Vernant, de que “la forma
es la historia misma” (de la que su novela Respiración artificial
resulta una muestra acabada) y llevando al ámbito de lo privado, la escritura,
lo que hasta unos años antes debatía públicamente desde revistas literarias
como Los Libros.
Desde ese
mismo lugar concibe la crítica, como una hermenéutica, válida si construye
conceptos a partir del análisis de los textos que sirvan para entender el
funcionamiento de lo social. Es en esos términos en que plantea su análisis de
la novela corta, ligando esta forma narrativa, la nouvelle, al secreto, al que vincula con la máquina estatal y el
poder político, como aquel que sabe y oculta y a la vez hace hablar.
Su trabajo
como editor de literatura policial respondió también a una necesidad de
intervenir en el debate acerca de qué es la literatura realista, un debate que
en los 60 estaba a la orden del día y que encontró en el policial una
respuesta, en la medida que trabajaba lo social como enigma desde el corazón
mismo de un género popular y que le permitió descubrir a la vez un modelo de
relato como investigación que tomó para su propia ficción.
El ethos
que guía su trabajo pedagógico es enseñar el modo de leer propio de los
escritores, como una forma de desvío con respecto a la crítica académica, que
tiene su antecedente en Borges (y esperemos no despertar los sentimientos de
propiedad amenazada de María Kodama), “el más extraordinario lector de
vanguardia”, que habla de un modo de usar los textos, de posicionarse frente a
la tradición y de reordenar el canon para hacer la diferencia. Y como buen
maestro que contagia su pasión por el conocimiento, nos manda a todos a
investigar (“alguna vez habrá que estudiar…”) objetos tan extraños como “la
presencia del peronismo en el concepto borgeano de la realidad”. Un desafío
lanzado en un tiempo dominado por el sistema-mundo capitalista, desde una
práctica improductiva y anti-social como es la praxis literaria, quizás su modo
de concebir hoy la utopía.
Publicado en diario Perfil, 5/7/15