jueves, 15 de noviembre de 2012

Sueños de neón


Crónicas del asfalto

de Samuel Benchetrit




Las crónicas del asfalto son el desmesurado proyecto de su treintañero autor de escribir su autobiografía en cinco volúmenes. En éste, el primero de la serie –El tiempo de las torres- desde el título, una clara parodia a los grandes relatos de aventuras, narra su infancia y adolescencia en la “banlieu” parisina (el extrarradio, para la insufrible traducción española, el conurbano, para nuestra tradición).
Desde el sótano hasta los techos, teniendo como eje el ascensor, cada uno de los habitantes de la torre se muestra, gracias al talento narrativo de su autor, con la dosis justa de realismo crudo y ternura que su propia experiencia con la materia narrada le proporciona.
Jugando con las posibilidades gramaticales que la segunda persona le ofrece en una dialéctica del distanciamiento y la cercanía y en la mejor tradición del objetivismo francés, construye el relato de su vida y a la vez pinta el mundo. Un mundo particular, el de la periferia de un país central, donde conviven pequeños miserables (en algún lugar, la referencia a Víctor Hugo no es inocente), sobrevivientes, dealers, lúmpenes, extranjeros indeseables excluidos de los saberes prestigiosos y policías corruptos y donde el único marco institucional lo da el PC francés.
Dos momentos condensan la novela: el capítulo en que describe su propia casa, donde la segunda persona del singular se dirige a un interlocutor que es el propio narrador cuya subjetividad desbordada reduce la distancia hasta dejar en la superficie el puro sentimiento, lo que en términos deleuzianos se definiría como bloques de afecto.
El segundo momento, hacia el final, de máxima distancia, es el capítulo donde un desubicado astronauta cae por error en la terraza del edificio y le describe a su lejano interlocutor en la NASA el lugar donde se encuentra, el mismo que el narrador captura con su cámara fotográfica momentos antes de abandonar el barrio para instalarse en París.
“Saqué la cámara y apunté hacia el barrio que se extendía delante. La impresión fue que en el momento de disparar se meterían dentro de mí los edificios, el cemento, los neones, las persianas metálicas, los graffitis, los solares, las fábricas, la gente y el mundo entero”. Pintar la aldea y el mundo pareciera ser la frase que a este texto le calza a la perfección.

Publicado en diario Perfil

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