lunes, 1 de junio de 2015

Los colores de la tristeza

Eclipse

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Según el diccionario de nuestra lengua, una de las definiciones de “eclipse” es la desaparición repentina o transitoria de alguien o algo. También es la forma exquisita que John Banville eligió para hablar del dolor. Pero además, es una historia de fantasmas, un género en el que la literatura inglesa (británica, sería más preciso) ha sabido transitar con mucha maestría y en el que esta novela se inscribe, teniendo en Henry James uno de sus mejores antecedentes.
“Al principio era una forma” dice Alexander Cleave, su protagonista, un exitoso actor de teatro clásico, tratando de explicar la dimensión de la angustia que lo habita, a partir de una crisis que lo dejó mudo y temblando sobre el escenario, por la que decide abandonar su carrera y su extenuado matrimonio y volver a la casa de su infancia, una ruinosa y desolada casa de campo, plagada de recuerdos ingratos, bajo un cielo brumoso, en un clima gélido y una geografía que, al igual que en Cumbres borrascosas, diseña el paisaje de la desolación. O del terror clásico. Porque su casa paterna era un hotel de paso que su madre regenteaba y que sus inquilinos, viajantes de comercio y parejas clandestinas, transitaban como fantasmas silenciosos. Nada más aterrador que el nido invadido.
Y es en ese ambiguo estado entre el sueño y la vigilia en el que el protagonista se deja arrastrar, convencido de haber vivido en la impostura y en la pura representación de sí, cuando se enfrenta a la aparición del fantasma de una mujer y el de un niño, descubriendo en esa imagen algo “dolorosamente familiar.” Con el catolicismo de la Irlanda rural y el paganismo de las creencias campesinas como entramado, se dibuja una historia en la que la doctrina cristiana provee los elementos que conforman un ambiente ominoso y funesto, y el relato referirá el cumplimiento de un destino que se anuncia en señales como las que se leen en una redacción infantil escrita por Cass, la atribulada hija del protagonista: “Mi mamá me mima mucho. Las cosas pueden salir mal.”
Y en ese escenario con personajes perturbadores como la loca del pueblo que juega con muñecas, el hipnotizador del circo cuya sonrisa tiene la forma de una herida, o la propia Cass, cuya dolencia mental la transforma por las noches, en una muñeca autómata, la luz “irrealmente clara” contrastará con las sombras, convirtiéndolo en un escenario sobrenatural, con la palabra “resplandor” -que para los lectores actuales está definitivamente asociada al género de terror- como la que mejor delinea la paleta de Banville en esta novela, y que subraya, en el rojo de la sangre sobre la nieve en una escena donde Cass cae mientras patina, el terror que proyectan los cuentos de hadas.
Lejos de encontrar las respuestas en su pasado o de librarse de una vida de pantomima, dos nuevos inquilinos –padre e hija- invaden su casa encantada, y lo llevan a descubrir en sí mismo las marcas de una vida de artificio, como las que el teatro barroco mostró y que tuvo en Hamlet -la obra con la que el protagonista logró su consagración- su más trágico modelo y lo llevan a enredarse en una serie de sustituciones (y de superposiciones) entre padres e hijos reales y espectrales. Y fue representando una obra que habla de una sustitución -la que llevó a cabo Zeus para acostarse con la esposa de Anfitrión- la que desencadenó la crisis que lo alejó para siempre de los escenarios.

La última novela de este autor que nos acaba de visitar, es un texto sombrío, intenso y plagado de referencias a la literatura clásica y universal, pero escrito con el espíritu (o el fantasma) de Góngora, en aquel soneto en el que barrocamente presenta al sueño “autor de representaciones, / en su teatro, sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”. Chapeau!

Publicado en diario Perfil, 31/5/2015