Eclipse
Según el diccionario de nuestra
lengua, una de las definiciones de “eclipse” es la desaparición
repentina o transitoria de alguien o algo. También es la forma
exquisita que John Banville eligió para hablar del dolor. Pero
además, es una historia de fantasmas, un género en el que la
literatura inglesa (británica, sería más preciso) ha sabido
transitar con mucha maestría y en el que esta novela se inscribe,
teniendo en Henry James uno de sus mejores antecedentes.
“Al principio era una forma” dice
Alexander Cleave, su protagonista, un exitoso actor de teatro
clásico, tratando de explicar la dimensión de la angustia que lo
habita, a partir de una crisis que lo dejó mudo y temblando sobre el
escenario, por la que decide abandonar su carrera y su extenuado
matrimonio y volver a la casa de su infancia, una ruinosa y desolada
casa de campo, plagada de recuerdos ingratos, bajo un cielo brumoso,
en un clima gélido y una geografía que, al igual que en Cumbres
borrascosas, diseña el paisaje de la desolación. O del terror
clásico. Porque su casa paterna era un hotel de paso que su madre
regenteaba y que sus inquilinos, viajantes de comercio y parejas
clandestinas, transitaban como fantasmas silenciosos. Nada más
aterrador que el nido invadido.
Y es en ese ambiguo estado entre el
sueño y la vigilia en el que el protagonista se deja arrastrar,
convencido de haber vivido en la impostura y en la pura
representación de sí, cuando se enfrenta a la aparición del
fantasma de una mujer y el de un niño, descubriendo en esa imagen
algo “dolorosamente familiar.” Con el catolicismo de la Irlanda
rural y el paganismo de las creencias campesinas como entramado, se
dibuja una historia en la que la doctrina cristiana provee los
elementos que conforman un ambiente ominoso y funesto, y el relato
referirá el cumplimiento de un destino que se anuncia en señales
como las que se leen en una redacción infantil escrita por Cass, la
atribulada hija del protagonista: “Mi mamá me mima mucho. Las
cosas pueden salir mal.”
Y en ese escenario con personajes
perturbadores como la loca del pueblo que juega con muñecas, el
hipnotizador del circo cuya sonrisa tiene la forma de una herida, o
la propia Cass, cuya dolencia mental la transforma por las noches, en
una muñeca autómata, la luz “irrealmente clara” contrastará
con las sombras, convirtiéndolo en un escenario sobrenatural, con la
palabra “resplandor” -que para los lectores actuales está
definitivamente asociada al género de terror- como la que mejor
delinea la paleta de Banville en esta novela, y que subraya, en el
rojo de la sangre sobre la nieve en una escena donde Cass cae
mientras patina, el terror que proyectan los cuentos de hadas.
Lejos de encontrar las respuestas en
su pasado o de librarse de una vida de pantomima, dos nuevos
inquilinos –padre e hija- invaden su casa encantada, y lo llevan a
descubrir en sí mismo las marcas de una vida de artificio, como las
que el teatro barroco mostró y que tuvo en Hamlet -la obra
con la que el protagonista logró su consagración- su más trágico
modelo y lo llevan a enredarse en una serie de sustituciones (y de
superposiciones) entre padres e hijos reales y espectrales. Y fue
representando una obra que habla de una sustitución -la que llevó a
cabo Zeus para acostarse con la esposa de Anfitrión- la que
desencadenó la crisis que lo alejó para siempre de los escenarios.
La última novela de este autor que
nos acaba de visitar, es un texto sombrío, intenso y plagado de
referencias a la literatura clásica y universal, pero escrito con el
espíritu (o el fantasma) de Góngora, en aquel soneto en el que
barrocamente presenta al sueño “autor de representaciones, / en su
teatro, sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto
bello”. Chapeau!
Publicado en diario Perfil, 31/5/2015