viernes, 30 de noviembre de 2012

Las maquinarias de la noche


A un siglo de Las fuerzas extrañas
de Leopoldo Lugones

Cien años acaban de cumplirse de la primera edición de Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones, un libro de cuentos que, leído desde hoy, continúa sorprendiendo en muchos sentidos y que marcó el rumbo de la literatura de ficción científica en la Argentina, tanto a sus contemporáneos como a las generaciones siguientes.
Si la efeméride es un buen leitmotiv para la publicación de un autor o de un libro, mucho mejor si se convierte en hallazgo feliz, en redescubrimiento y deja el lugar de la excusa para permitir el encuentro con un libro raro en más de un sentido.
Publicado en la mitad de su carrera cuando Lugones ya era un escritor consagrado, diez años después de ser presentado en Buenos Aires por Rubén Darío como “la nota más vibrante en la poesía argentina”, no tuvo la repercusión que su obra alcanzó y que lo llevó a ocupar un lugar de privilegio en el campo intelectual argentino como ningún otro escritor logró jamás.
Texto raro, excéntrico como los saberes que convoca (todo el variado mundo del esoterismo, la quiromancia, la radiestesia, la homeopatía), Lugones construyó en estos textos una figura a la medida de su relación delirante con la ciencia: la del sabio marginal, iniciado en el saber maldito. Seguidor de la secta científica fundada por Elena Blavatsky, el espiritismo fue, a decir de Ricardo Piglia, la única visión del mundo a la que Lugones se mantuvo fiel durante toda su vida.
Los cuentos reunidos en este libro (algunos de ellos, de antología) abrieron el camino a un género que había comenzado con Eduardo Holmberg pero que Las fuerzas extrañas consolidó, imprimiéndole una marca que podemos encontrar en algunos de sus contemporáneos como en Horacio Quiroga y sus personajes afiebrados, y más tarde en el astrólogo de Roberto Arlt, en los “dobles” amenazantes de los personajes cortazarianos o en el protagonista de “La trama celeste” de Adolfo Bioy Casares, un médico homeópata que, influenciado por sus lecturas de esoterismo y literatura celta, decide recorrer la pluralidad de mundos posibles.
Pero las fuerzas que estos personajes desatan operan sobre sus propios cuerpos que se convierten en el laboratorio de sus alucinadas teorías. En el cuento “La fuerza Omega”, su protagonista, obsesionado por la potencia del sonido, revela sus propias capacidades para dirigirlo y descubre, fascinado, los alcances de su descubrimiento, junto con la muerte.
En “Un fenómeno inexplicable” (quizás el mejor de la serie), el relato, desarrollado en un clima claustrofóbico digno de Poe, pone en escena la tragedia del conocimiento, en el que el misterio y su develamiento convierten al sabio en un desesperado. Su protagonista, un inglés viudo y solo, impulsado por “el veneno de la curiosidad”, se somete a la experiencia del desdoblamiento para descubrir, al borde la locura, que su otro yo es un mono. Tema del “doble”, tópico fantástico que tiene un borde científico y antidarwiniano: el mono es, como Mr. Hyde, el otro maldito.
El drama del conocimiento, el saber compulsivo acerca de lo humano empujan a estos personajes a quebrar los límites, a cometer lo que los griegos (tan admirados por este autor) designaban “hybris”, un arrebato del ánimo que la tradición judeo-cristiana castigaba bajo la forma del pecado de la soberbia.
El intento de materialización del sonido, en sintonía con una concepción del mundo pandeterminista para la cual entre todos los hechos hay una relación directa, lleva al protagonista de “La metamúsica” a buscar las correspondencias entre el pensamiento y las leyes del universo, encegueciéndolo literalmente cuando consigue objetivar la nota de sol mayor y transformarla en luz.
Partiendo de la hipótesis de que “el mono es un hombre degradado” el protagonista de “Yzur” dedica obsesivamente su vida a intentar devolver el lenguaje a su mono, al punto de utilizar métodos extremos para “arrancarle la palabra”. La humanización del mono se confunde progresivamente con la deshumanización del amo, uno de los pocos vocablos que aquél pronuncia antes de morir.
Hay que animarse a atravesar los largos párrafos donde Lugones despliega una erudición abrumadora acerca de los temas que intenta comunicar en forma imperativa, con el objeto no sólo de divulgar las teorías teosóficas, sino de darle verosimilitud a unas historias alucinadas que tematizan, en última instancia, la cuestión del poder, de las fuerzas de la naturaleza como poderosas máquinas de muerte, de la búsqueda desesperada del ser humano por comprenderlas y controlarlas. Quizás sea ésta la matriz ideológica de un pensamiento vacilante y controvertido como el de Leopoldo Lugones.

 
Lugones no sólo señaló un camino a los “modernos” en palabras de Rubén Darío, sino que ocupó un lugar excluyente en el recién conformado campo intelectual argentino, lugar incómodo para un jovencísimo escritor llamado Borges con ansias de tomar posesión de ese espacio. Su libro Lugones es un ajuste de cuentas con el maestro, en el que disfrazó de homenaje lo que quería ser una crítica con la cual corroer el pedestal que la generación anterior le había construido y desplazarlo, pero que no le impidió despedirlo con esta hermosa cita final: “Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte.”

Publicado en diario Perfil 26/11/2006

Deseo y electricidad


Los electrocutados
de J. P. Zooey



Un hilo recorre este texto caótico y coherente como un laberinto: un hilo de cobre, el que conecta, en ondas eléctricas, a la humanidad, transmitiendo información a través de un mar electrificado, tal la definición de internet que da el narrador. Pero sus anacrónicos protagonistas, el profesor de “Historia de las Ideas Menores” de la Universidad Virtual Tebeo, Dizze Mucho, y su hermana Oidas (nombres que reivindican la conversación por sobre el mensaje) se comunican a través de cartas manuscritas, escuchan discos de vinilo y miran videocasetes. Tienen una misión autoimpuesta desde la infancia: descifrar el significado del universo y mantenerse simbióticamente unidos. Y tienen algunas pistas: la imagen del transbordador Columbia desintegrándose en el aire como un pájaro de fuego, el sonido del violín en un adagio de Bach, el signo de interrogación que forma la cola de un gato yéndose o los grafitis (otra forma premoderna de comunicación) que la secta de los Humanistas esparce por la ciudad.
Las infinitas hipótesis acerca del origen del universo (como la teoría de Tales, reelaborada, acerca de la electricidad como principio de la vida; o la de un poeta ruso futurista y ornitólogo, de los hombres descendiendo de pájaros psicóticos; o la definición de los gatos como divinidades que vinieron a instalar en la tierra la interrogación; o la frase de Lenin, “el comunismo es soviets más electricidad” y el cerebro como una red neuronal, que llevó a desarrollar la red de redes) son utilizadas por un periodista desocupado, J. P. Zooey, para elaborar sus personales teorías sobre el origen de la humanidad con el primer acorde eléctrico que dieron los Beatles en 1960 y que ambos se usurpan haciendo del autor de esta exquisita reflexión sobre la humanidad, una alucinación colectiva.

Publicado en diario Perfil

Amor y anarquía


La princesa Casamassima
de Henry James



Si bien Henry James no necesita muchas presentaciones, ésta es una de sus novelas menos conocidas que pertenece a una zona de la narrativa del siglo XIX que piensa la política en términos de conspiración y en la que se podría ubicar a Los demonios de Dostoievski, a El agente secreto de Conrad y sobre todo a La educación sentimental de Flaubert, donde la tensión entre conservadurismo y anarquismo marca la conciencia de sus personajes que se resisten contra el estado, deploran la sociedad industrial y añoran el mundo rural, deambulando alrededor de las grandes ciudades.
Y fue en ese escenario privilegiado en que las tensiones del capitalismo moderno se muestran, la Londres de fines del siglo XIX, donde James encontró, según cuenta en el prólogo, el tono y el personaje (“atormentado y atento”) precisos para esta historia. En su planteo sobre la construcción del personaje, afirma que éste debe concentrar la significación de la obra, tendrá que percibir con claridad su situación y, como Hamlet, como Lear, tener los sentidos alerta y ser responsables de su historia.
Hyacinth Robinson, el héroe de este relato (que disputa el protagonismo con la princesa del título) es un hijo bastardo de un noble inglés y de una prostituta francesa que muere en la cárcel por haber asesinado al padre del niño, dejándolo al cuidado de una modista del Soho londinense, por entonces uno de sus barrios más miserables. Este doble linaje lo señala desde su nacimiento, destacándolo entre los de su clase y configurando un tipo de personaje propio de la novela inglesa (herencia del romanticismo), misterioso, temperamental, de origen desconocido y oculto, figuras del doble, ambivalentes y desgarradas.
La poderosa influencia de un exiliado francés sobreviviente de los sucesos de la Comuna, el “estoico ardiente” Poupin, lo llevará a involucrarse en una organización internacional revolucionaria y sellar un pacto con su propia vida pero el encuentro con la princesa Casamassima, una noble italiana fascinante y hermosa le hará olvidar los motivos por los cuales prometió entregar su vida, los mismos que impulsan a la princesa a abandonar sus privilegios y sus caprichos para abrazar la causa de los desposeídos.
Todos los tópicos de la novela inglesa surgida a partir de 1850 con el tema de fondo de la revolución industrial se pueden rastrear en este texto desde el naturalismo de sus personajes con rasgos caricaturescos como Poupin (en francés, poupée es muñeca) con sus discursos encendidos y estereotipados hasta los de la novela psicológica, propia del momento en que la burguesía se consolida, en que se expone el desgarramiento de los personajes que no se comprenden a sí mismos o la novela de educación en que la realización del héroe tiene un sentido de misión. El tiempo histórico atraviesa estas novelas que es indisociable de la transformación del protagonista. La decepción vendrá cuando el personaje internalice la imposibilidad de ingreso en el mundo social porque sus aspiraciones son, siempre, más amplias que el mundo. Esta inadecuación lo lleva a la desilusión, a la pasividad, a resolver los conflictos dentro de su alma atormentada que sigue ligada a sus propios valores, porque el género novela, a partir de este momento, pertenecerá a un tiempo en que el sentido de la vida se ha vuelto un problema aunque sigue buscando la totalidad.
Hyacinth, tironeado entre el anhelo de destruir la sociedad y el deseo de conservar los productos de la civilización y disfrutar de sus privilegios, se vuelve incapaz de asumir el sentido de sus actos, se convierte en personaje de una farsa manipulado por una mujer majestuosa e inalcanzable y por un brillante líder revolucionario.
Los diálogos jamesianos, intensos, penetrantes, se inscriben en lo que Bajtín definió como las dos tradiciones de la antigüedad clásica de las que surge la novela: los diálogos socráticos y la sátira menipea (una especie de panfletos en verso, de carácter político y religioso). De ahí la importancia del diálogo para este género (que este autor lleva a un nivel de elaboración muy alto) y de la confesión, el autoanálisis: la verdad es dialógica, al personaje se lo conoce mediante él, se lo obliga a descubrirse. El mismo personaje del doble porta una conciencia dialogizada, distintos puntos de vista conviviendo en una misma mente.
Una lectura atenta merece la descripción de la ciudad que, contemporáneamente, Marx eligió para estudiar los engranajes del capitalismo: Londres, con sus ruidos, su paisaje industrial, su variedad de grises y los olores de sus calles, donde deambula una muchedumbre heterogénea, los ganadores y los perdedores del liberalismo en estado puro.

Publicado en diario Perfil

El reino de la sinrazón


La religión surrealista
de Georges Bataille



Siguiendo con la exquisita costumbre de traducir y editar textos “menores” de autores renombrados, la editorial Las cuarenta publica tres conferencias que Bataille dictó en los años 47 y 48 frente a un auditorio de notables como Klossowski, Mircea Eliade y Jean Wahl.
En sintonía con su concepción de la filosofía como un discurso inacabado, un trabajo colectivo, más exactamente una contribución, en estas conferencias seguidas de debate, Bataille despliega las líneas principales de su andamiaje teórico, que iluminan y descolocan, empujando al pensamiento al borde de lo aceptable.
Comienza cuestionando la dicotomía espíritu/materia que desde Platón privilegia el primer término y que desplaza la noción de lo sagrado a la de razón como el espacio de lo trascendente, mientras que para Bataille como para Sade, lo sagrado es pura inmanencia, sólo se dirige a la destrucción del objeto, al desencadenamiento de las pasiones, a la unión con su yo primitivo.
En este sentido encuentra coincidencias entre el surrealismo y la religión primitiva como “el acto más sencillo” que proponía Breton, el de acometer a la masa y matar indiscriminadamente. Pero mientras que para el mundo primitivo este acto sagrado tenía una función regeneradora, para el surrealismo carecía de funcionalidad, lo cual le confirió el carácter escandaloso que investía a todas sus acciones.
Bataille toma del surrealismo su propósito de explorar el fondo salvaje del hombre antes de que fuera sometido por la necesidad del trabajo, para elaborar su crítica a la trascendencia de los objetos que en el capitalismo llega al extremo de su autonomización y advierte sobre el desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas frente al cual la única posición que cabe, concluye, es la paradoja de destruir lo que se ha realizado.

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Teatro como en el teatro


La experiencia dramática
de Sergio Chejfec



Esta es una historia de anti-héroes, de personajes descentrados, extranjeros de un mundo privado y reducido, Félix y Rose, compañeros -quizás amantes, poco importa- de ruta en las caminatas semanales o en algún café de la ciudad, donde las conversaciones se encadenan al ritmo de sus pasos.
Y quizás sea la palabra “personaje” la clave de este relato. Para Félix, los mapas en línea que consulta conforman la totalidad de un espacio a recorrer por un punto en la pantalla, mientras que sus paseos semanales devienen fragmentos de una realidad complementaria. Rose, como actriz vocacional, busca en sus recuerdos la experiencia dramática definitiva capaz de ser representada en la clase a la que asiste. El pasado, para ella, tendrá la forma de las indicaciones de un libreto y la ciudad con su arquitectura y sus carteles publicitarios, el decorado de una escena donde los personajes actúan su vida. El narrador, que toma la dimensión tanto de un espectador como de un actor -aquel que habla en lugar de los otros- refiere las historias desvaídas y opacas que Rose cuenta, como en un monólogo que es casi una letanía, del abandono y el aislamiento en el que su marido ha decidido vivir. Como Bartebly, elige la inacción y en ese actuar siempre del mismo modo, se funda su personalidad. Como la escena trágica del duelo del marido por la muerte de su hermano que Rose imagina sobre un escenario, en que la vida en común es el guión, la pareja, sus protagonistas, la rutina diaria, los ensayos y la personalidad de ambos, la forma de encarnar un personaje.
Porque, concluye Rose como un personaje barroco, el mundo se divide entre quienes actúan y quienes no, que se desplazan por la vida con naturalidad mientras que los primeros cargan con la responsabilidad de representarlos.

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El poder de nombrar


Ordeno y mando
de Amélie Nothomb


“La filología lleva al crimen” afirmó Ionesco, escritor para el cual el lenguaje es todo menos inocente y que constituye uno de los lugares por donde transita la escritura de Nothomb, sobre todo en sus versiones donde el humor desdramatiza y aligera la fascinación que la muerte provoca en sus criaturas y donde el lenguaje, en su capacidad de nombrar (y por lo tanto de inaugurar mundos), ocupa el primer plano.
Unas horas después de escuchar en una reunión la advertencia de un desconocido acerca de la culpabilidad que supone ser testigo de una muerte accidental, Baptiste Bordave se encuentra frente al cadáver de un misterioso personaje, Olaf Sildur, un multimillonario sueco que se presenta en su casa pidiéndole entrar para hacer una llamada telefónica pretextando un desperfecto en su auto.
Frente al descubrimiento del origen y del brillante estado financiero del muerto, y sobre todo frente al misterio de su profesión, decide sustituir su identidad por la de aquél (¿qué es un sujeto, sino una suma de gestos?) abandonando una vida intrascendente de hombrecito gris para asumir el riesgo de un futuro desconocido, que pronto se le revela como un paraíso donde el confort y la amabilidad de la anfitriona, la hermosa esposa del finado, son tan inagotables como su cuenta corriente y su bodega.
Convencido de ser el blanco de un complot, comienza una pesquisa en el interior de la agenda telefónica del muerto, imaginando vidas posibles a partir de los nombres y en la línea del policial como ficción paranoica, desplegando hipótesis descabelladas, mientras reinventa su vida junto a la bella esposa del sueco a la que llama Sigrid (siguiendo el mandato que su propio nombre –Baptiste- le habilita) que por ser hija de una madre amnésica, jamás supo el nombre que le habían asignado.
“Las mentiras tienen un curioso poder: el que las inventa las obedece” concluye Baptiste en la piel de Olaf mientras maneja con rumbo desconocido junto a su nueva/antigua esposa con la que inaugurará una vida dedicada a la compra de las obras de arte que su gusto les dicte y a la ingesta ilimitada de champagne. Todo el imaginario infantil se juega en este texto que elige la invención, el “¿dale que…?” por sobre el mundo del trabajo y la producción y que se niega al empleo del tiempo, en una historia bien contada, con más ligereza pero con menos sutileza que en sus novelas anteriores.

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El cuerpo de la letra

Todos los cuentos
de Francisco Urondo



Dos fueron los libros de cuentos que Urondo publicó y que la editorial Adriana Hidalgo edita juntos: Todo eso, de 1966 y Al tacto, de 1967, cuando su autor ya tenía una obra poética y periodística consolidada y una trayectoria política que incluía la gestión cultural durante el gobierno de Frondizi y que se encontraba a las puertas de su radicalización definitiva.
Los años 60 vieron surgir a la segunda oleada vanguardista, en la que arte y política, fusionados, aceleraron la historia y produjeron, en el campo literario argentino, un tipo de escritura atravesada por lo generacional que fue acompañada por la industria del libro, donde se ponía en escena, en un registro realista, espacios de lo cotidiano -el bar, tanto urbano como de provincia- y figuras del escritor bohemio y politizado, como una referencia de época precisa.
Urondo, sin ser la excepción, escribe sus cuentos, sin embargo, desde una voz poética propia con la que narra la experiencia vital, donde los relatos engañosamente anecdóticos son intervenidos por incrustaciones líricas, imágenes y metáforas que enuncian la densidad de los temas que aborda: la muerte, el sexo, el amor, el despertar sexual, los terrores infantiles, la soledad.
El primero de los tres largos cuentos de Todo eso comienza con la escena mítica en Urondo y motor de la narración: la reunión de amigos en un bar y la conversación, con grandes dosis de vodka, que fluye alrededor del tema de la mujer, el arte y la política, muchas veces condensados. En este texto, el encuentro con la mujer deseada y largamente buscada se transforma, como en La cartuja de Parma (referencia literaria y modelo de comportamiento amoroso) en un remedo del amor.
En el segundo cuento, “El amor del siglo” y a la vez título de la novela que el protagonista escribe, irónicamente, sobre el fracaso de su matrimonio, la frase citada de Freud, “repito para no recordar” ilustra su derrotero amoroso: el abandono reiterado de su esposa y la serie de mujeres, desde dactilógrafas a estudiantes de sociología (en la que se pueden apreciar los cambios sociales) narrado desde la lógica política sesentista. “Estalló la primera bomba de realidad” anuncia el narrador al hablar de su primera separación. “Se está jugando”, advierte, al caracterizar la actitud de una mujer en una escena de seducción.
El país, la patria (sus lugares, sus paisajes) y la mujer, los dos grandes temas en Urondo, aparecen fusionados y narrados desde la experiencia física. Enamorarse, como comprometerse políticamente, será una experiencia de la destrucción, como la que sufren las parejas de la literatura, “capaces de morir por amor pero incapaces de vivirlo”.
En el tercer cuento, la película La Strada (una historia de amor desencontrado con la mujer como síntesis de lo femenino) es el modelo sobre el que se recortan las historias amorosas del grupo de amigos y compañeros de trabajo a punto de abandonar el gobierno que los convocó.
Las fiestas, el alcohol siempre excesivo, los viajes acelerados por el interior del país, la historia sangrienta de las luchas políticas, la visita a la primitiva ciudad de Santa Fe, el sitio arqueológico donde se encuentran los huesos de los fundadores, “el testimonio más concreto que he conocido de la muerte y de la memoria”, anticipan tanto el fin de una época histórica, la de la ilusión desarrollista (“adiós belle époque”) como los tiempos acelerados y violentos que se avecinan. (“Hay que hacer pronto la revolución... reventaríamos si no la hacemos.”)
Los cuentos de Al tacto, aunque formalmente diferentes, de dos o tres páginas de extensión, retoman los mismos temas: la imposibilidad del amor, la política latinoamericana, la explotación de los campesinos, el paisaje de la infancia, humanizado y evocado en cada uno de los nombres de los animales y los árboles que lo pueblan (“El Colastiné, siempre vigoroso, estaba flaco... y la costa blanda y sometida.”) y entramado en las leyendas campesinas en las que hombres y naturaleza pierden el límite que los distingue.
Y el amor por una mujer, que en este texto se concentra en aquella por la cual aprendió a escribir sólo para nombrarla: Lola, la tía elegida como madre, a la que le dedica el cuento “Adiós”, la despedida más desoladora que se pueda ofrecer a una mujer querida a punto de morir.
Si los cuentos de Urondo llevan la marca del tiempo de su enunciación, exhiben, además, un tipo de escritura poética que se evidencia en el ritmo, en el encabalgamiento de las frases, en la fluencia del relato: una matriz poética con la que construye una obra narrativa, lírica y periodística en la que, imbricados, corpus literario y cuerpo biográfico, se exponen, sin distinción.

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miércoles, 28 de noviembre de 2012

La comedia del arte

La Divina Mímesis
de Pier Paolo Pasolini



“La muerte efectúa un fulmíneo montaje de nuestra vida” afirmaba Pasolini en un texto sobre cine que el traductor y responsable del prólogo, Diego Bentivegna, elige como epígrafe de una obra publicada veinte días después de haberse encontrado el cadáver de su autor. Y montaje es la palabra que mejor define a un trabajo póstumo organizado por su editor (desde el ordenamiento cronológico de los manuscritos hasta el título) de textos escritos en los años 60, un esbozo donde las ideas nuevas se superponen a las anteriores.
Con esta forma inacabada y de palimpsesto, Pasolini emprende la escritura de un texto cuyo horizonte está marcado por La Divina Comedia y por el trabajo teórico de Erich Auerbach, Mimesis, sobre la representación en la literatura occidental. De ambos, toma su concepción de la lengua como heterogeneidad y de mezcla de estilos, en la que se inscribe en forma militante.
Siguiendo el modelo del viaje por el Infierno dantesco, recorre en compañía de un guía -objeto de deseo homoerótico- el campo cultural y político italiano signado por el fascismo, el triunfo del capital, el conformismo de la cultura de masas y la destrucción de la cultura campesina que Pasolini recupera en el uso del dialecto friulano (su lengua materna) frente a la imposición del italiano como lengua hegemónica.
Conciente del lugar marginal de su escritura considerada “grotesca y repugnante” postula una poesía despojada, realizada en la pulsión por lo real en sus formas más bajas, una poesía que contamine la realidad, donde el yo que escribe y el mundo representado sean inextricables.
La mirada hace estallar los colores del paisaje y convierte en imágenes cinematográficas las escenas que desgarran al yo que escribe en un continuo entre lenguaje y cuerpo, en el que el texto escandido por las comas produce una lectura cortada y se pronuncia a favor de una lengua a la vez culta y vulgar, capaz de “iluminar el barro”, con la que Dante describió el Infierno y que Pasolini llama la lengua del odio, una lengua que se sustrae a las exigencias de la comunicación, pura en su falta de funcionalidad, como la mercancía que produce el poeta, imposible de ser objetivada.
Coherente con la idea de contaminación de lenguajes, agrega la “Iconografía amarillenta”: una serie de fotografías donde su universo se despliega no para ilustrar el texto, sino como un estadio más de una obra en progreso.

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Liberación sexual o dependencia


Michel Foucault y la condición gay
de Rubén H. Ríos


La obra inconclusa de Foucault, la Historia de la sexualidad, de la cual se publicaron tres tomos de los seis proyectados por su autor, se constituyó en una herramienta central en los estudios gay/lesbianos, la teoría queer y el feminismo, lo que llevó al autor de este ensayo a analizar esta obra y las repercusiones que en estas teorías generó.
En el primer tomo, La voluntad de saber, Foucault descubre el origen de un fenómeno propio del siglo XIX, la proliferación de saberes acerca de la sexualidad (entre ellos el psicoanálisis) en los comienzos del cristianismo, donde se conformó una scientia sexualis opuesta al ars erótica de las culturas orientales. Mientras la primera tiene como objeto la verdad del sexo, esta última apunta al arte de producir placer. Foucault se pregunta el porqué de esta diferencia, revelando que, tanto el cristianismo como la moral burguesa, su continuación, lejos reprimir la sexualidad, produjeron una serie de discursos y prácticas generadoras de mecanismos de poder que penetran los cuerpos, a los que llamó “dispositivos de sexualidad”.
La homosexualidad, según esta lógica, es el resultado de la “implantación de las perversiones” operado por el dispositivo de sexualidad de la scientia sexualis. La forma que propone Foucault de liberar al movimiento gay es afirmarse a partir de la propia identidad sexual y crear nuevos usos de los placeres por fuera de la genitalidad, descubriendo nuevas zonas de intensidad en el cuerpo.
En el segundo volumen de la obra, El uso de los placeres, encuentra que en la Antigüedad, las prescripciones con respecto al sexo tendían a la moderación, al dominio de sí. Evitar dejarse esclavizar por las pasiones corresponde a una moral que rechaza la hybris, el exceso. La libertad, mediante el dominio de sí, evitaría los abusos de poder. Foucault toma esta ética pagana de los placeres en la formulación de su programa para la liberación sexual del movimiento gay.
Si la voluntad de saber, heredera de una voluntad de verdad occidental coloca al sexo como la esencia del sujeto, en el pasaje de lo gay a lo queer estaría la posibilidad del abandono del sujeto homosexual a otro de identidad no sustancial, permitiría correrse de la dicotomía hetero/homo y de la definición de este último término en relación al primero como su par “defectuoso”. Con estas premisas, Foucault inauguró el amplio campo de los estudios queer.

Publicado en diario Perfil

Lógica y representación


Destrucción del edificio de la lógica
de Noé Jitrik



Escalante, un viejo profesor de filosofía que acaba de perder su trabajo, pide un café en el bar de su barrio mientras observa discutir a una pareja y a un taciturno parroquiano que toma una ginebra. Su condición de desocupado y una frase del acervo peronista pintada en una pared, “la organización vence al tiempo”, lo llevan a reflexionar sobre el empleo del tiempo, las notables coincidencias entre Hegel y Perón acerca de la imposibilidad de pensar más allá de lo real (nuestro caudillo, en su afán didáctico-simplificador, lo expresaba diciendo que la única verdad es la realidad) y las similitudes entre el vagar y el pensar o, dicho de otro modo, entre la práctica cartonera y la filosofía.
Algunos párrafos más tarde, el lector verá surgir de la propia herramienta de trabajo de Escalante, su pensamiento, personajes que, como conejos salidos de una galera, aparecen y desaparecen, poniendo en cuestión la realidad de lo representado, objetivo de una narración cuya aspiración es la de ser registrada por un observador puro, fantasma de un relato sin finalidad.
La arbitrariedad del lenguaje para designar aquello que nombra se manifiesta en este texto en la construcción de los nombres propios: todos los personajes: la pareja –una prostituta y su cafishio-, el parroquiano (que resultó crítico literario y taxidermista!), el empleado del bar, el dueño del hotel de citas, el policía y sus alumnos, llevan en el apellido las dos primeras sílabas de Escalante.
Así como la historia pareciera habitar sólo en la cabeza del protagonista, los personajes se generan a partir del nombre propio, formando un paradigma y conformando un relato que, por haber sido escrito, reclama para sí el mismo estatuto de realidad que lo real, con perdón de aquella máxima peronista que lo desmiente con tanta convicción.

Publicado en diario Perfil

Retazos de hombres


Parte doméstico
de Oliverio Coelho



Hombres derrotados de antemano, madres abusivamente amorosas, artistas acechados por la pérdida del don son algunos de los tópicos que organizan los tres grupos de cuentos en que el libro se divide, y que se enlazan a través de una de las escrituras más exquisitas de la producción argentina actual.
“El umbral”, el relato que encabeza la primera parte –Servidumbre-, pone en escena una fantasía distópica en la que un ejército de hombres desahuciados deambula por una ciudad en ruinas a la búsqueda de las últimas mujeres vivas, que, como las antigüedades que el protagonista colecciona, son reliquias de un mundo desaparecido. Más de un vínculo lo liga a la novela de Carlos Chernov Anatomía humana, en la que se despliega una teoría de los géneros como representación de rasgos repetidos hasta la naturalización, como aquella que empuja a los hombres (un “ellos”, habitantes del “afuera”) a repetir el mandato de apropiarse de una mujer hasta aniquilarla y que el protagonista se niega a seguir.
En “Vigilia”, el más felisbertiano de sus cuentos, un triángulo formado por un matrimonio de paranoicos que ha dejado de hablarse y un joven esclavizado, desata una carrera persecutoria en el laberíntico departamento que habitan donde el placer de espiarse y escucharse los empuja al límite de la locura.
El control y la vigilancia que sobre hombres debilitados ejercen mujeres depredadoras se acentúa en el cuento “Los demonios”, donde una erotizada madre anciana que comparte la cama matrimonial con su aniquilado hijo, lo envuelve con su mirada que se autonomiza del cuerpo, para convertirse en objeto de negociación entre el hijo y un fotógrafo nazi para quien los cuerpos, como un botín, resultan meros objetos de posesión.
La mirada sobre el propio rostro reflejado en los múltiples espejos (otro de los objetos privilegiados en todos los relatos), capaz de individualizar cada rasgo y modificar la imagen de deterioro es uno de los temas de “Otra mujer”, el relato que encabeza la segunda parte, -Mujeres indelebles-. Un paquete con cartas enviado por error a un solitario que recibe la visita puntual de una joven mujer adquiere el peso de una vida prestada como las historias que inventa a partir de ellas y que alteran hasta sustituir los rutinarios encuentros de los viernes.
En “Caracas”, un cincuentón hambreado y endeudado mira, en un registro casi fotográfico, a una joven que observa los cuadros en un museo, y como cazador-cazado, termina siendo objeto de la serie de fotografías sobre rostros de hombres dormidos que ella colecciona.
“La presa” es quizás el más perturbador de toda la serie, donde un joven manco, especie de Frankenstein que encuentra el placer en la exhibición de su cuerpo fragmentado y excesivo, es objeto del amor incondicional y opresivo de su madre, figura que se reduplica en el cuadro de la virgen rolliza con el niño famélico que se alza en la iglesia donde se confiesa. Allí conoce a una viuda que lo obliga a comerse una presa de pollo viejo y grasiento como el que le cocina su devota madre en la escena con la que se abre el cuento. El extrañamiento con el que descubre el cuerpo femenino (de una perfección notable) lo lleva a experimentar la falsedad del placer del otro.
En “Sun-Woo”, relato que pertenece a la tercera parte, -Las fechas del don-, un escritor mediocre y seductor, después de recibir la indiferencia del tradicional mundo cultural francés, se dirige al extremo oriente, escenario futurista, donde descubre la crueldad y la castidad de que son capaces las mujeres coreanas, cuando resulta objeto erótico de una sofisticada mujer que lo encierra en su departamento y como una “mantis religiosa” lo somete a una experiencia de placer y de dolor en el límite con la destrucción.
En “El don”, el más descarnado de los relatos acerca de la pérdida del talento como enfermedad, un músico de culto se interna en una clínica en Japón para recuperarse de este mal y de su adicción a las mujeres. Luego de un encuentro con una desigual pareja, donde el erotismo es dominado por el voyeurismo y la impotencia, descubre, en un arrebato de llanto liberador, que el talento, como las mujeres amadas, como la muerte, son un instante en el pasado al que no debería aferrarse.
En el último de los relatos, “La muerte del crítico: clase B”, un escritor borracho o su reverso, mata en un accidente de auto, dominado por una percepción alcoholizada, al crítico literario que destruyó su producción y con el que su mujer lo engaña. De culpable a víctima (o su reverso), promete a su arrepentida mujer lo que ella siempre deseó: no intentar convertirse en escritor nunca más, una frase con la que paradójicamente se cierra el libro y que esperamos quede para su autor sólo en el plano de la ficción.

Publicado en diario Perfil

Retrato de una dama


Renacida. Susan Sontag. Diarios tempranos, 1947-1964
David Rieff (editor)



Impulsado por el afán de proteger la intimidad de su autora, David Rieff decidió editar los diarios personales que su famosa madre escribió desde muy temprano, a los 14 años y hasta el final de su vida, adelantándose a la publicación que la Universidad de California -la propietaria de todos los archivos de Susan Sontag- pudiera hacer en el futuro, gesto con el que, a la vez que preserva, deja expuestos los aspectos más íntimos y dolorosos de su madre.
El título que eligió para el primer tomo de sus diarios, Renacida, está tomado de una de las primeras entradas en las que ella se hace conciente del momento liminar que atraviesa, de corte con el agobiante espacio familiar y de construcción de una vida futura basada en los principios de la libertad individual y de la confianza en la inteligencia y la ampliación de la cultura como bienes supremos.
Y es en este cruce entre una formación cultural clásica y totalizadora (“deberás saberlo todo” se impone en una de las entradas) y una mirada lúcida y actualizada sobre el arte contemporáneo donde se inscribe y donde la palabra “renacida” adquiere, a partir de su deseo omnívoro de saber sobre literatura, historia, filosofía, ciencia, arte, el sentido que se le daba a los artistas en el Renacimiento.
El poderoso deseo intelectual va de la mano del no menos poderoso y culpabilizador deseo homosexual con el que se las tendrá que ver hasta bien entrada la juventud. Una autocrítica despiadada que la pone en cuestión socavando su confianza la acompaña durante este largo período de formación y contrasta sorpresivamente con la brillantez de sus intervenciones críticas que la hicieron famosa.
Las listas, la forma discursiva preferida por Sontag, (de conciertos, de libros para comprar o leer, de obras de teatro vistas, de citas literarias, de palabras, de escenas vividas, de dadaístas alemanes, de proyectos de escritura, de bares gay, de deberes como madre, de normas de comportamiento) proliferan organizando su “enciclopedia”.
“Leo diligente, obediente, plásticamente” escribe en una de las entradas. Sus iluminaciones como crítica (de artes plásticas, de teatro, de medios, del paisaje urbano) forjadas aquí, moldearon su estilo como escritora y si el diario aparece como el espacio de creación de sí misma, le permite a la vez experimentar con los materiales de los que estará compuesta su fecunda obra.

Publicado en diario Perfil

El malentendido creativo


Piazzolla el mal entendido
de Diego Fisherman y Abel Gilbert

















Uno de los sentidos del verbo “sintonizar” es “hacer vibrar al unísono”. Y éste parece ser el propósito del trabajo que Diego Fisherman y Abel Gilbert (ambos, periodistas y músicos), después de varios años de sumergirse en el “universo Piazzolla” para intentar develar los mecanismos que lo conforman, encararon. Un trabajo de contextualización cultural en sentido amplio de su obra, poniéndola a la luz de la historia política argentina, a pesar de la postura del músico de manifiesta despolitización.
Jugando con los múltiples sentidos del sintagma “mal entendido” afirman lo que Fisherman venía planteando en sus anteriores trabajos sobre la música popular, acerca del malentendido como motor de la cultura o su condición de posibilidad y de cómo una lectura errónea o sesgada de la tradición permite la aparición de nuevas formas.
La revolución que Piazzolla produjo en el anquilosado mundo del tango (donde su particular forma de tocar el bandoneón –el rubato, ese atrasarse en el tiempo para luego recuperarlo, aprendido del sincopado del jazz- que tuvo más importancia que lo escrito en la partitura) lo ubica, según los autores de este texto, junto a Charlie Parker, D. Gillespie y T. Monk, los introductores del be-bop en el jazz, a los creadores de la bossa nova en Brasil o a los que subvirtieron la música popular en Londres en los 60.
Las fuentes con las que logró esta renovación, inventando un sonido con el que hoy se identifica a Buenos Aires, eran las de su época: el tango de las grandes orquestas de los 40, Bach y el barroco, el cool jazz, las comedias musicales norteamericanas y más tarde el jazz rock y el rock progresivo. Lo novedoso fue el cruce que produjo entre estos géneros de tradición popular y lo que la convención llama “música clásica” y a la que los músicos populares toman como ideal a alcanzar. En este sentido, Piazzolla hace su consabido viaje de estudios a París en pos de una formación clásica y con el propósito de convertir al tango en música. Con el tiempo logró un estilo personalísimo conformado con todo lo que su música no es: ni jazz, ni clásico, ni tango, ni progresivo, fundado en el desplazamiento como estrategia para encontrarle un sonido a la ciudad de la segunda mitad del siglo que el tango, con su mirada nostálgica hacia una escena plagada de malevos, farolitos y percantas, ya no le podía ofrecer.
Los autores descubren en esta lectura desplazada de los materiales, en esa invención de genealogías, un punto de contacto (y no el único) con la estrategia borgeana de invención mítica de Buenos Aires. Quizás no sea Borges, cuya ciudad instalada en ese espacio premoderno, “las orillas”, estaba más próxima al siglo XIX que a las primeras décadas del XX, el escritor más cercano a Piazzolla sino Roberto Arlt, quien anticipó una ciudad ultratecnificada y febril que encontró varias décadas después, en el sonido punzante de su bandoneón, la música que mejor le calzaba.
Los autores describen el largo camino que Piazzolla hizo desde el momento en que su padre le regala un bandoneón hasta convertirse en el autor de la música elegida por la realeza europea para su ceremonia de casamiento, y se preguntan por las condiciones de posibilidad de su surgimiento. La contradictoria sociedad que lo creó era profundamente conservadora y a la vez deslumbrada con las novedades; defensora a ultranza de una melancólica música que reforzaba su idea de identidad y rechazaba cualquier cambio mientras disfrutaba de una poderosa industria editorial, de un centro de vanguardia como el Instituto Di Tella y de una educación pública de excelencia.
La larga y minuciosa reconstrucción biográfica que queda registrada en la extensa biliografía citada, en la atenta escucha de su dispersa discografía (cuya edición crítica hizo Fisherman), en el análisis de sus formas de composición y en el cruce de datos muchas veces inventados sobre su vida sirve de excusa para desarrollar los conceptos acerca de la música de tradición popular que aparecen en los trabajos anteriores de este autor y las teorías que pensaron la relación entre lo erudito y lo popular, entre lo bajo y lo alto, los diálogos, intercambios y apropiaciones que se producen entre las dos instancias, desde Mukařovský y el Círculo de Praga, pasando por Benjamin y la escuela de Frankfurt, Bajtín, Eco, Eagleton, Jameson y siguen las firmas. En ese sentido, Piazzolla es un artista paradigmático cuya formación oscila entre la música que escucha durante su infancia en Nueva York, los trucos que aprende escuchando atentamente a Troilo hasta que entra en su orquesta, los solos de improvisión de los grupos de jazz de los 50 y el estudio casi sistemático que emprendió con Ginastera y la famosa Nadia Boulanger en París. Los comienzos de la década del 60 lo encontraron decidido a patear el tablero de la escena musical porteña y a hacer del tango la figura de la modernización, llevando los presupuestos de la música culta (como el valor dado por la dificultad en la escritura o la escucha más cercana a la contemplación que al disfrute) a todas sus producciones y a los diferentes grupos que armó.
Volver a escuchar a Piazzolla después de recorrer el itinerario que proponen Fisherman y Gilbert es un pequeño lujo a los que no tienen acostumbrados con sus trabajos periodísticos donde la crítica cultural se nos revela como una de las formas posibles de la pasión.

Publicado en diario Perfil

La experiencia imposible


Residuos
deTom Mc Carthy




¿Cómo recuperar el sentido de la propia existencia cuando la memoria ha quedado reducida a fragmentos? Con este interrogante, el protagonista de este relato que ha sufrido un accidente que lo dejó en coma, con el cuerpo y la memoria destrozados, emprende la utópica tarea de recuperar su conexión con el mundo. El desajuste entre su cuerpo y su mente lo lleva a sentirse irreal y falso aunque pronto descubre cuánto de artificio esconde el comportamiento de cualquier grupo humano.
Cuando un desconocido ente lo indemniza con ocho millones y medio de libras a cambio de negar la existencia del accidente, una búsqueda metafísica lo lleva a encontrar en el número ocho (la figura del infinito) la cifra de la perfección y en el núcleo de palabras como “especulación” (la capacidad de imaginar futuros escenarios, según una de sus acepciones) el mecanismo que borgeanamente su mente adoptó durante el coma.
Experimentar el mundo a partir de su recuperación será para él transitar infinitas veces un mismo circuito trazado en ocho por las calles de su barrio e imaginar escenarios donde la experiencia se transformará en simulacros construidos por una mente atravesada por la tecnología.
El azar, culpable del accidente que sufrió por estar en el lugar donde estaba “como una ficha sobre la aterciopelada cuadrícula verde de la mesa de una ruleta” y de su consecuente riqueza, lo lleva a tener un déjà vu, cuando distingue una grieta en la pared del baño de un amigo que le trae el recuerdo que desde la grieta se abre al edificio completo (con sus habitantes, sus sonidos, sus olores) donde en algún momento, real o imaginario, se sintió auténtico.
El impulso de recuperar esa sensación, de reconstruir su mundo privado, lo convierte en una máquina obsesiva de recordar detalles infinitesimales (como el movimiento preciso del brazo de una vecina al sacar la bolsa de basura o el color exacto de las baldosas iluminadas por los rayos del sol) y contrata a una empresa dedicada a desarrollar cualquier proyecto imaginado por quien lo pueda pagar, para reconstruir literalmente aquellas coordenadas de espacio-tiempo. Repetir, hipnóticamente, las escenas, cientos de veces, como un estado al cual regresar una y otra vez, lo liga directamente al placer de los juegos infantiles en los que, como en sus recreaciones, no se trata de imitar sino de repetir el acto hasta el infinito en busca de la inmediatez perdida.
Las escenas recreadas (que recuerdan a las organizadas por el protagonista de Las hortensias de Felisberto Hernández) convierten a los participantes en autómatas obligados a reproducir infinidad de veces bajo su estricta supervisión el guión proyectado, similar al que repiten los empleados de la cadena de cafeterías a donde concurre, en un mundo (real o imaginario) que parece haber clausurado los derechos laborales para rendirse a los caprichos de los dueños de las acciones en alza.
Realidad y representación (o autenticidad y copia) se complejizan cuando exige, en un gesto de omnipotencia infantil, una maqueta a escala del edificio con sus habitantes y cambia los muñecos de posición mientras ordena a los recreadores hacer lo mismo. Al observarlos desde su ventanal, descubre que la distancia los hacía ver del mismo tamaño, en un juego de espejos en el que los simulacros se multiplican.
La obsesión cada vez más persistente por dominar la materia lo lleva a recrear distintos sucesos en los que los límites entre realidad y representación de desdibujan, como las reconstrucciones forenses de los asesinatos que él se empeña en reproducir.
Si el accidente, el devenir, es lo que modifica la materia, intentará detener el tiempo disminuyendo la velocidad de las escenas y descomponiendo los movimientos hasta el límite de la parálisis, como forma de expandir el instante y lograr la fusión con la pura experiencia, de tocar la esencia del “suceso real que él ni siquiera puede contar” (el accidente del cual no tiene memoria) como forma de lograr “estar al otro lado de algo”.
La invasión cada vez mayor de los sucesos recreados sobre la realidad (la última escena rehace, a la manera de un talk-show, el asalto a un banco en el mismo edificio del banco, después de renunciar a recrearlo en la réplica construida con ese fin) difumina los límites de una realidad contaminada por sucesos que, como los objetos en Tlön, se reduplican a uno y otro lado, hasta el momento demencial en que suceso y recreación colisionan.
Pero “todo es sólo un trocito de historia repitiéndose” dice el estribillo de una canción de moda que le recuerda que el suceso jamás ocurrió por primera vez, es sólo un eco de un eco de un eco recreándose infinitamente a través de todos los mundos posibles.

Publicado en diario Perfil

En un cielo de diamantes


Sueño profundo
de Banana Yoshimoto



Tres son los relatos que nos ofrece esta escritora japonesa casi desconocida para nosotros en los que sus protagonistas habitan un espacio liminar, aquel que separa la vida de la muerte -un espacio donde el tiempo está suspendido, en el que sólo pueden habitar los muertos-vivos-, para construir el gran relato de la soledad, de la imposibilidad de comunicación, de la distancia insalvable entre los humanos. Por ese motivo será la mirada de los personajes y no su discurso la que construya las escenas y la que delinee unas figuras que cobrarán vida, como un objeto pictórico, a partir de los efectos de la luz.
Terako, la narradora de “Sueño profundo” vive sumida en la inmovilidad que la convierte en una “bella durmiente” y sólo despierta con el sonido del teléfono cuando su distante novio es quien llama. El suicidio de su mejor amiga que amenaza con atraparla la confina a un mundo de silencio y de inactividad. Y es este mundo improductivo, poblado de heroínas lésbicas de cuentos maravillosos el que genera la escritura. Porque no son pocas las alusiones a la literatura maravillosa y a los relatos tradicionales a los que este texto apela para delinear con la sutileza y el refinamiento de los grabados japoneses, personajes femeninos como los que habitan en el relato “La noche y los viajeros de la noche”. En éste, las melancólicas mujeres que recuerdan al hermano muerto de la protagonista, deambulan por un paisaje invernal, como espectros de una historia de fantasmas.
Fumi-chan, la protagonista del último relato, “Una experiencia”, entregada cada noche a la bebida, escucha antes de dormir una melodía que, como la música del flaustista de Hamelin, amenaza con llevársela. El encuentro con un personaje que la pone en contacto con un ser del otro mundo le va a permitir reconciliarse con un pasado en el que el desamor fue la base del triángulo amoroso del que formó parte.
Si hay un tópico que recorre los tres relatos es el de la pasividad, la ensoñación, ligado al mundo de la noche y de la oscuridad frente a la realidad del trabajo, del intercambio, de la producción. Estos textos se ubican claramente en el primero, donde “me parecía que la noche y todo lo demás brillaban en la palma de mi mano con todo su valor”, quizás estas pequeñas joyas sean la marca del estilo de su autora.

Publicada en diario Perfil 25/02/2007

viernes, 23 de noviembre de 2012

Poéticas de lo real


Los ídolos a nado. Una antología global
crónicas de Carlos Monsiváis



“Ficción real” se define en la solapa al género en el que Monsiváis sobresalió y en el que publicó más de cincuenta libros donde se encuentran los textos publicados en esta antología en los que expone todo el barroquismo y la desmesura que atraviesa la cultura mexicana. Desde las marcas dejadas por la revolución, los cantantes románticos, los discursos líricos del subcomandante Marcos, la momumentalidad del muralismo hasta el fervor masivo hacia la poesía modernista y su máximo representante, Amado Nervo, cuyo velatorio duró seis meses. Tamaña desmesura parece haber encontrado al cronista indicado, dueño de una prosa exuberante y apasionada y de una mirada ampliada sobre la realidad que sólo la literatura (y en su caso, la poesía) hace posible.
Comienza la antología con un ensayo sobre la cursilería (para su autor, sinónimo del ser nacional) o lo cursi, aquello que nos acostumbramos a llamar “kitsch” y a entenderlo como un modo de apropiación cultural. Desde una perspectiva autóctona, él lo define como un lenguaje público que atraviesa las clases y recuerda que fueron las vanguardias culturales las que delimitaron el territorio de lo cursi donde ubicaron a la poesía rimada modernista y los valores tradicionales provincianos. Sólo percibiendo el alto valor cultural que tenía la poesía en los comienzos del siglo XX se entiende el impacto que los cantores románticos (como Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, a los que le dedica sendos ensayos) tuvieron en todo Latinoamérica. Su hipótesis es que la poesía (con mayúscula) funcionó como una forma de conjurar la barbarie, la vestimenta de la desposesión la llama y la canción romántica, con sus tríos y sus mariachis, la banda de sonido de las masas de este continente durante varias décadas, hasta la aparición del rock.
En un doble gesto, a la vez que incorpora en su textos a los autores analizados, recupera, para su gozo, (“oigan, sus discos todavía se consiguen”) la música que pone en escena las voces desgarradas, el desborde del estilo: los corridos, las rancheras, los boleros, que es su propia banda de sonido. Las letras completas de algunas de ellas despiertan el recuerdo de sus melodías adictivas (“No la lean como literatura, cántenla como poesía popular”). Es que la vida sin el melodrama, que es la puesta en escena del sentimiento desbordado, sería un acta notarial, agrega.
Otro ejemplo de desmesura pero esta vez en el lenguaje es el estilo que inventó Mario Moreno, Cantinflas, ese personaje salido del teatro de variedades, “creador de un habla abierta a todo menos a los significados”. Surgido en un contexto de analfabetismo generalizado, según Monsiváis, es el iletrado que se apropia del habla como puede y desvela el lenguaje burocratizado y demagógico de la izquierda en el poder.
La muerte del muralista Siqueiros le permite hacer un recorrido exhaustivo por el siglo XX mexicano siguiendo la vida acelerada de quien fuera miembro del comité central del PC (del que salió eyectado), fervoroso creyente de la capacidad del arte para subvertir la realidad al que considera un arma de lucha (“El Machete” se llamó la revista que dirigió), combatiente heroico de la Guerra Civil Española y menos heroico participante de un atentado fallido contra Trostky, perteneció a la generación, según Monsiváis, de los grandes constructores de lo nacional, esa mitología.
Pero si hubo un acontecimiento que impactó en la realidad mexicana y al que le dedica el texto más largo es la marcha de los zapatistas hacia el DF en el 2001, el “Zapatour”, un verdadero encuentro entre el colectivo indígena y la sociedad civil, donde asiste, conmovido, al espectáculo impensado del compromiso de cada uno de los grupos heterogéneos (en su mayoría jóvenes) que recibieron a las más de sesenta etnias, de sostener y darle consenso al EZLN. Si un millón de personas colmaron el Zócalo, varios millones más de todos los continentes demostraron, con su presencia, (algo similar a lo que había generado la revolución cubana) que el racismo de las concepciones paternalistas sobre los indígenas ya no tiene espacio. Los discursos (“ese alimento tenaz de las comunidades imaginadas”) escuchados por la multitud en el silencio más compacto devienen programas de acción política y reformulan la tradición de izquierda en un país donde las vanguardias iluminaron su destino, y que exhibe una de las realidades más desiguales y violentas del mundo.
Muchos fueron los intelectuales que pensaron a Latinoamérica como la “patria grande”, tradición en la que se inscribe Monsiváis. Sus crónicas son de lectura obligada para quienes quieran entender qué es lo que se juega en los procesos culturales de este lado del Atlántico.

Publicado en diario Perfil

Más que humano


Los cuentos siniestros
de Kobo Abe



Si Kafka hubiera nacido en Japón y hubiera sido atravesado por la experiencia de la Segunda Guerra, habría escrito estos cuentos siniestros, en los que personajes sin nombre, perdedores de todas las batallas cotidianas habitan un mundo fantasmagórico y deslocalizado y un tiempo circular y asfixiante que no les pertenece.
En “El pánico”, un desempleado recibe un ofrecimiento para trabajar en una misteriosa empresa y al aceptarlo, ingresa en una pesadilla que resultará la prueba para ser aceptado en la empresa cuyo objetivo es robar, basado en principios marxistas como el que sostiene que la propiedad es un robo.
La mutación como monstruosidad es otro de los temas recurrentes. En “El perro”, un pintor vanguardista conoce la decadencia personal y artística cuando se casa con una objetivada modelo de su atelier, cuyo perro, superando en inteligencia a su dueña, exhibe, perturbadoramente, los difusos límites que separan a los humanos de los animales y los objetos.
La especulación acerca del futuro de la raza humana se tematiza en varios de sus relatos, en uno de los cuales vemos a un aterrorizado hombrecito, representante de los destinados a convertirse en alimento de la clase dominante, solicitar clemencia, basándose en el anacrónico concepto de “derechos humanos”.
En “El huevo de plomo”, un sabio puesto a hibernar despierta, por una falla en el mecanismo, ochocientos mil años después, frente a un estadio de la evolución en la que los humanos han devenido en vegetales, y divididos entre los que apuestan y los que trabajan, consideran a éstos el último eslabón de la cadena evolutiva.
El peso muerto de las tradiciones es el tema de “La casa” -quizás el más oscuro de la serie- donde el señor B. vive con un ancestro al que apenas alimenta y al que encadena dentro de su mohoso cuarto cuando se muestra, como la imagen más acabada de lo siniestro, “aquello que debió haber permanecido en secreto y sin embargo ha salido a la luz", asustando a su pequeña sobrina.
La aparición de un cadáver en el departamento de A. es la excusa para narrar la experiencia física de la paranoia, cuando éste se descubre enredado en la penosa tarea de demostrar su inocencia, casi un imposible para un personaje dominado por la indecisión.
Actuales y eternos como los clásicos resultan los cuentos de este autor, un verdadero hallazgo dentro de la exquisita literatura japonesa contemporánea.

Publicado en diario Perfil

Conferencias en Japón


La antropología frente a los problemas del mundo moderno
de Claude Lévi-Strauss


La antropología bien podría ser definida como la ciencia de los viajeros. La encontramos en los cronistas que acompañaron a Alejandro Magno a Asia, a Jenofonte, Heródoto y Marco Polo; en los historiadores y filósofos árabes del siglo XVI, en los monjes budistas chinos y japoneses, ya que en el gesto de salirse de sí es donde se funda la posibilidad del conocimiento, que aunque parezca una perogrullada, la historia demuestra haberlo olvidado todas las veces.
En el año 1986, Lévi-Strauss dio tres conferencias en Japón -inéditas hasta hoy en castellano- donde, además de expresar su especial interés por el modo en que la cultura nipona se integró a la civilización global sin perder su especificidad, intenta demostrar cómo la antropología puede ayudar a encontrar soluciones a los problemas que se le plantean a las sociedades actuales.
“Se han de observar primero las diferencias para descubrir las propiedades” sostenía J. J. Rousseau, definiendo los principios de la antropología moderna, esas regularidades que el observador atento distingue de los exotismos, como las reglas de parentesco o las prohibiciones alimentarias, el denominador común que el estudio de lo que se llaman sociedades “primitivas” -aquellos agrupamientos humanos que carecen de escritura y de medios mecánicos- permite comprender: las formas de socialización de la humanidad durante el 99% de su historia.
La distancia que separa al antropólogo de estas sociedades resulta imprescindible para investigar lo que toda sociedad tiende a naturalizar y que se enraíza en el inconsciente de los individuos.
Frente a lo que hoy es motivo de debate en los tribunales internacionales y que genera contradicciones de orden psicológico o moral como la procreación artificial, el antropólogo contrapone el caso de las comunidades ágrafas que privilegian el parentesco social por sobre el biológico. La filiación está perfectamente reglamentada, practican la procreación asistida como forma de evitar la esterilidad y hasta eligen engendrar, por parte del hermano menor, en nombre del hermano muerto, sin que les cause el espanto que le genera a nuestras sociedades la inseminación con el esperma congelado de un antepasado difunto, ya que para estas sociedades, todos los hijos son la encarnación de un ancestro que elige revivir en ese niño. Quizás encontremos en estas prácticas una anticipación metafórica de las técnicas modernas.
Los problemas que el desarrollo industrial provoca y que se debaten en todos los foros internacionales, toman otro cariz a la luz de la antropología que sostiene que los modos de producción propios de las sociedades primitivas (caza y recolección, horticultura, agricultura, artesanía, entre otros) no son fases sucesivas de un único modo de desarrollo, al punto de haberse descubierto restos de actividad minera durante la prehistoria, lo cual destruye la idea instalada en nuestra sociedad de constituir el grado más alto de desarrollo.
El progreso no es ni necesario ni continuo. Se mueve mediante saltos, o mutaciones, como lo llaman los biólogos, y cambia de dirección, como los dados que se despliegan en la mesa, formando una combinación que no siempre es favorable y lo que muchas veces tomamos por progreso no es más que una vuelta sobre su propio eje.
Lo que la sociedad industrial llama progreso, insiste, es la imagen deformada de las destrucciones que debió llevar a cabo en las sociedades subdesarrolladas para alcanzar su desarrollo actual. Para nosotros, la auténtica barbarie.
Si bien para la ciencia actual el cosmos tiene una historia, para la mayoría de las personas, el acontecimiento que le dio origen y que ocurrió por única vez aparece como un gran mito, lo cual justifica el interés de la antropología en el pensamiento mítico, ya que aporta al conocimiento del funcionamiento de la mente humana.
En cuanto a la idea masivamente aceptada de que la raza determina la cultura, la antropología ha proporcionado muchos argumentos en su contra, ayudada por los genetistas que reemplazan la noción de raza por la de stock genético y demuestran que son las formas de socialización que según sus necesidades adoptan los hombres y mujeres de una comunidad, las restricciones impuestas para reproducirse, las relaciones que establecen con sus vecinos y por lo tanto los intercambios genéticos que se puedan dar, lo que moldea la selección natural. Por lo tanto es la raza una función de la cultura y no al revés. Las barreras culturales se anticipan a las barreras genéticas, ya que las culturas imprimen su marca en el cuerpo a través de gestos, modas, estilos e incitan a repudiar las costumbres y creencias alejadas de su sociedad.
El gran desafío de la humanidad para Lévi-Strauss, frente a la tendencia dominante de constituirse en una civilización mundial de la mano de la expansión de la comunicación, es encontrar la manera de armonizar las diversidades, mantener dialécticamente las diferencias, como última oportunidad de sobrevivir al pensamiento único.

Publicado en diario Perfil

Clarice Lispector

Narrar en estado de trance



“Afirmo la palabra en el vacío descampado:
es una palabra como fino bloque monolítico que proyecta sombra.”

En 1946, en los comienzos de su carrera literaria, cuando Clarice Lispector publica su segunda novela, La araña, habían pasado cinco años del suicidio de Virginia Wolf, escritora de la que pareciera contemporánea, por el modo en que transgredieron, ambas, los principios de la narrativa, desdibujaron las fronteras entre los géneros y generaron una ruptura en la percepción de la realidad desde una concepción de vanguardia. La literatura era para ellas sinónimo de la propia percepción y el lenguaje, el modo de transportarse al interior del objeto para coincidir con lo que él es.
Siguiendo la línea de las novelas que felizmente están siendo reeditadas en estos meses (ver recuadro): La araña, de 1946; La pasión según G.H., de 1964; Agua viva, de 1973 y La hora de la estrella, de 1977, podríamos trazar un recorrido a través de este corpus donde el primer texto y el último (La araña y La hora de la estrella) formarían un continuo y La pasión según G.H. y Agua viva otro, en el que define su arte poética. En el centro y pivoteando entre ellos, podríamos ubicar a Un aprendizaje o el libro de los placeres, cuya esperada reedición llegaría a fin de año.
Tanto La araña como La hora de la estrella ponen en escena un tipo de personaje inusual en su literatura: muchachas delgadas hasta la desnutrición, campesinas, sucias e iletradas, una “ella” en estado de precariedad y abandono. De Virginia, la protagonista de La araña, se dice que “vivía a la orilla de las cosas”. Pensar era, para ella, sinónimo de ver (“pensaba en un solo trazo fugaz”) y componía figuras con barro desde una mirada que liga el cuerpo a la materia. Crear y existir eran su ser en el mundo.
La edad adulta y la experiencia de la ciudad no modificarán su manera de situarse frente a la realidad, enunciada en forma sesgada en las cartas que le envía a su hermano, que “aunque contasen la realidad, ella no la entreveía en los momentos en que la sufría”. Su forma de estar en el mundo la “hacía sentir que vivía en una naturaleza muerta”. Los hechos sólo le daban la idea de repetición de lo que sucedía, y su explicación sólo le llegaba a través de los sentidos, como si “el pensamiento de las cosas saliera de las cosas como el perfume de la flor”. Las analogías y las exquisitas metáforas que esta autora compone, como el extrañamiento del lenguaje forzando la gramática a que exprese lo que ningún sistema de signos puede abarcar: la complejidad de lo real, están al servicio de una teoría de la percepción que desarrolla a lo largo de su obra y que tiene más de un vínculo con la filosofía de Bergson según la cual la intuición, la memoria y la percepción son los tres ejes sobre los que se sostiene la cognición.
Para Virginia/Clarice, la verdad es lo fugaz que sólo se llega a captar “entrecerrando los ojos” y la memoria, la propia duración, el material para inventar hechos más reales que la cosa rememorada. Los hechos del presente, lo que vivía, se iban agregando a su infancia, resignificándola.
Para Bergson el presente no es, sino que actúa. Es el pasado, que ha dejado de actuar, el que es, la sustancia de lo real, la verdad. Sólo mediante la intuición (ese “entrecerrar los ojos”) podemos salir de nuestra propia duración -lo que conserva y acumula el pasado en el presente- para captar la existencia de otras duraciones. Es que, tanto para Lispector como para Bergson, pasado y presente coexisten. Recordar es responder a la invocación de un estado presente y el recuerdo se actualiza en función de un nuevo presente del cual ya es pasado.
Y fue la visión fugaz de una muchacha nordestina en plena calle, según la propia autora, el disparador del personaje de Macabea, la protagonista de La hora de la estrella, donde Lispector aborda al “otro” social con una mirada que no lo redime sino que se abre a él, en oposición a la literatura realista.
Ella construye un narrador hombre, Rodrigo S.M., novelista, intermediario entre la autora (que suscribe la dedicatoria con su firma autógrafa) y la protagonista, una dactilógrafa, tres instancias de la escritura para narrar la historia del desamparo de su protagonista y de la propia escritura que se pregunta cómo comenzar (interrogante constitutivo del acto creador). El narrador concentra el peso de la narración como una puesta en escena del acto de escribir y el tiempo de la escritura prevalece por sobre el tiempo del relato, creando un efecto de simultaneidad entre los hechos narrados y la escritura. Exhibe su no saber acerca de la historia de Macabea, que le “sucede”, que adivina, mostrando su fragilidad frente a los hechos con los que lidiará para construir una historia de silencios, de preguntas, hasta lograr darle el nombre real a la cosa, sin ornamentos, que es, para esta autora, la tarea de escribir: hallar “la verdad que se encuentra en un presagio y no en los hechos”. La fabulación creadora, según Deleuze, no tiene nada que ver con un recuerdo. El artista desborda los estados perceptivos y los pasajes afectivos de lo vivido. Es un vidente, alguien que deviene.
Con un comienzo in media res, cuenta una historia que es casi nada, sin hechos, adelgazada, como su protagonista, un personaje que no sabe de sí, incompetente en su trabajo, invisible para los otros al que “sólo su autor ama”.
El encuentro con una mentalista (figura del narrador como adivino de su historia) modifica tanto su futuro como su pasado (que para Bergson, coexisten) y al salir al encuentro con su prometido destino muere atropellada por un Mercedes Benz que se da la fuga, en un final que nos recuerda que no existe la redención para ella ni para esa “resistente raza enana obstinada que un día tal vez reivindique el derecho al grito.”

Que en el comienzo era el verbo es el motivo religioso que Lispector hizo propio y que en La pasión según G.H. se enmarca en lo que la crítica llamó una experiencia de los límites (y todo comienzo lo es) y del misterio (adjudicado no sólo a su obra sino a su persona) que en este texto está subrayado en el trabajo con el lenguaje, cuando la gramática no alcanza para expresar “la vida me es” o “nada me existe”. Quizás sería más acertado definir a este texto como un tratado de ontología escrito en estado de trance.
La anécdota, que podría ser leída como la miniatura de un relato de viajes, cuenta el proceso de transformación de la protagonista, por la vía mística, de su identidad, cuando descubre dentro de su departamento, en el cuarto de la criada (un mundo ajeno) una cucaracha a la que finalmente come. Mundo de lo humano y lo animal se funden en un contacto con la naturaleza viviente que pone en cuestión todos lo órdenes, aún la norma lingüística. Es lo que Deleuze define como obra de arte: un bloque de sensaciones, un compuesto de perceptos y de afectos (es decir, lo que se conserva y desborda las percepciones que se tienen del objeto y las afecciones o sentimientos de quienes las experimentan) donde el afecto es el devenir no humano del hombre, que no es imitación de un animal, vegetal, etc., sino contigüidad, una zona de indeterminación, donde sólo el arte, en su empresa de co-creación, puede entrar.
En la dedicatoria a sus lectores nos advierte de la dificultad de su lectura y nos invita a una aproximación gradual y penosa en la que, tanto el yo como la percepción y la escritura se proponen como un continuo sin forma. “Perdí durante horas mi montaje humano” dice G.H., sabiendo que perderse es sólo para encontrarse con lo desconocido. “Encuadrar la monstruosa carne infinita” y “resistir la tentación de inventar una forma” es la manera como se propone abordar su material deshaciéndose de las visiones previas que le cierran el mundo. Toda una concepción del artista como visionario, como lo definía Deleuze, aquél que experimenta con sus materiales, “que no celebra algo que ya pasó, sino que confía a la oreja del porvenir las sensaciones que encarna”, que preanuncia los signos, propia de las vanguardias, se juega en este texto. El artista será aquel capaz de enfrentarse al horror, dispuesto al despojamiento, a recorrer caminos nuevos buscando lo indecible, “aquello que, en verdad, apenas llamo pero sin saber su nombre”.
Poniendo en cuestión su identidad, descubre que el ser es previo al nombre propio y a todos los actos, visiones y representaciones que construyen una identidad y la suya propia, la de una mujer profesional, independiente, perteneciente a la alta cultura es percibida como una cita, una representación de su clase, “un yo entre comillas” que comienza a perforarse. El no saber de sí contamina su yo hasta hacerlo estallar. “Finalmente me levanté de la mesa de la cocina, esa mujer”.
Mirar la cucaracha frente a frente le permite encontrarse con el detalle. La mirada ampliada humaniza al insecto, lo convierte en espejo de sí misma, la seduce y repele y la obliga a permanecer en el cuarto desconocido, “laboratorio del infierno” (como su propia escritura), para llegar a una zona de contacto con la vida más allá de lo humano, lo inmundo, el acto de comer la cucaracha, que le abre las puertas a todas las posibilidades no humanas del ser humano: metamorfosis, devenires, virtualidades.
“Dame tu mano:” nos pide G.H./Lispector. Si nos dejamos conducir, veremos que “en los intersticios de la materia primordial está la línea de misterio y fuego que es la respiración del mundo… y llamamos silencio”. “Cuando atravieses mi oscuridad te encontrarás al otro lado contigo” nos dice la narradora/visionaria/bruja. Deleuze afirma que “El artista es creador de afectos, en relación con los perceptos o las visiones que nos entrega. No los crea sólo en su obra: nos los entrega y nos hace devenir con ellos”.
La literatura ideal será, para Lispector, aquella que abre un abismo entre la palabra y lo que designa, gran tema de esta novela, para la cual “El nombre de la cosa es un intervalo para la cosa”. Define su teoría estética: “No quiero la belleza, quiero la identidad. La belleza sería un añadido” y ajusta su búsqueda: “El contacto con la cosa tiene que ser un murmullo” como una plegaria, como una glosolalia, aquellas primeras articulaciones verbales del bebé.
El otro texto en que su arte poética se convierte en protagonista es Agua viva, donde se pone en escena nuevamente a una mujer artista, una pintora que decide tomar la palabra para captar lo que esta autora define como el “instante-ya”: la materialidad del presente. Se propone escribir como quien esculpe el tiempo (imagen con la que Tarkovski definió al cine) y pide de la lectura una mirada única que capte el instante. “Intento mezclar palabras para que el tiempo se haga… enviando una flecha que se clava en el punto tierno y neurálgico de la palabra”. Una escritura que se piensa pictórica, imagen pura o sonido, ya no prosa poética sino que reclama un pacto de lectura poético. Algunos años después, los músicos Cássia Eller y Cazuza recogieron frases tomadas de este texto para componer la canción “Que o Deus Venha”: “Soy inquieta y áspera y desesperanzada./ Aunque amor dentro de mí yo tenga./ Sólo que no sé usar amor./ A veces me araña como si fueran agujas. / Corro peligro como toda persona que vive. / Y lo único que me espera es exactamente lo inesperado.”
“Pero el instante-ya es una luciérnaga que se enciende y se apaga” como un yo que late y que lucha desesperadamente contra la escritura que ocupa más instantes que lo que intenta ser captado. “Más que el instante quiero su fluir” dirá, en consonancia (una vez más) con V. Wolf, que se propuso registrar el tiempo en su materialidad más pura y que en Lispector se condensa en la imagen de la sangre menstrual que gotea, conjugando tiempo y género.
Narrado en 2da. persona del singular, en presente del indicativo (el verbo de la pura acción), construye un yo creador, vivo (“Me encarno en las frases”) para quien escribir “es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra pescando lo que no es palabra”.
Conciente de la soledad de su proyecto, de su carácter de iniciada, se propone entrar en contacto con “el invisible núcleo de la realidad”. “Voy a entrar en el misterio” anuncia a su interlocutor y se interna en el espacio entre el sueño y la vigilia, en el umbral de la vida, en el nacimiento o, desde su mirada femenina, en el amamantamiento, con las preguntas que se hacía de niña y que no fueron respondidas.
Para Deleuze el artista es aquél que tiene una percepción ampliada y sesgada de la realidad, cuyo trabajo lo agota. (“Percibo lo oblicuo de la vida” confiesa esta autora. “Estoy cansada, me ocupo del mundo”. “Con los ojos me ocupo de la miseria que vive ladera arriba”). Es el que crea lo que todavía no existe, objetivo de este texto para el que Lispector concibe un género nuevo, el neutro (“Voy a volver a lo desconocido de mí misma y cuando nazca hablaré de él o ella. Mientras tanto lo que me sustenta es el aquello que es un it”) y reinventa la gramática, como en la escena del final, de una irrealidad y libertad totales, donde imagina referentes desconocidos para este nuevo lenguaje.
“Lo que escribo continúa y estoy hechizada” dice Lispector cerrando este texto alucinado y sin forma, sin principio ni final, en los límites de una obra escrita con las vísceras, con el corazón, con la voz y el silencio, con la sangre menstrual, con sensaciones de una intensidad agobiante y que condensa cuando afirma:
“Así, el más profundo pensamiento es un corazón latiendo”.

 
La obra de Lispector nunca pasó desapercibida en nuestro país. Las reediciones se vienen sucediendo desde la década del 70, aunque no en forma sostenida. Es por eso que durante muchos años sus libros eran casi inhallables, cuestión que comenzó a revertirse a partir de este año.
Con el antecedente de la publicación de Revelación de un mundo en el año 2004, el libro de las crónicas que esta autora escribió desde 1967 a 1973 en el Jornal do Brasil, la editorial Adriana Hidalgo publicó en abril de este año la segunda parte, Descubrimientos, con crónicas inéditas hasta el momento.
Dirigido también a un público más especializado (los alumnos universitarios de literatura brasilera) las editoriales Corregidor y El cuenco de plata elaboraron un plan de edición que incluye, de la primera editorial, las novelas La araña y La hora de la estrella (recién publicadas), Un soplo de vida (que sale en estos días), Un aprendizaje o el libro de los placeres (a fin de este año) y que cierra con los libros de cuentos La vía crucis del cuerpo y La legión extranjera, el año próximo. Son parte de la colección “Vereda Brasil” cuyas ediciones incluyen trabajos de especialistas e investigadores académicos.
El cuenco de Plata, por su parte, acaba de publicar La pasión según G.H. y Agua viva, los dos libros más programáticos de Lispector, y proyecta publicar a fin de año los cuentos de Lazos de familia y en el 2011, la novela Viaje al corazón del día.
Que así sea.

Publicado en diario Perfil