lunes, 22 de diciembre de 2014

Un escritor de perfil

Mike Buc
Entrevista con Mike Amigorena



Mike Amigorena no necesita grandes presentaciones. Su presencia en el horario central de la TV argentina se encarga del asunto. Constructor de un personaje difícil de encasillar -se presenta vestido y maquillado, subrayando la ambigüedad de una imagen extravagante- recuerda, con una voz grave y pausada de actor de radioteatro, cada vez que lo entrevistan, el paisaje cuyano del lugar donde nació. Y como los contrastes parecen ser su fuerte, acaba de sacar un libro que, a la manera de un perfil de Facebook, conjuga fotografías familiares, frases manuscritas como sentencias, con dibujos y pinturas propias que arman el rompecabezas de un artista que encontró en la performance el lugar donde mostrar lo que tiene para decir.

¿Cómo surgió la idea de armar este “buc”? ¿Participaste en el diseño?
La idea de armar este objeto de diseño, este libro-objeto surgió a partir de la necesidad que tenía de diseñar algo. Yo pensaba que podía ser un llavero o un porta-algo y la verdad es que se me ocurrió diseñar esto que son pliegues impresos con diferentes estados de reposo. Puede ser un centro de mesa, un móvil, etc. y participé del diseño, claro está, de la mano de Juan Pablo Cambariere, que es un diseñador gráfico y experto en tapas de libros. Yo plasmé mi idea y él la supo interpretar y el resultado está a la vista.

Autobiografía, diario íntimo, objeto impreso, performance ¿cómo definirías este libro?
Bueno, esto no es un libro, sino más bien es un objeto. Así lo definiría a Mike buc. Puede ser también una especie de cartilla para el baño.

Sos actor, sos músico ¿el dibujo, la fotografía son para vos otra posibilidad de expresión?
En realidad no soy actor ni músico, soy un artista entretenedor que hago lo que siento, eso es básicamente lo que se me viene a la cabeza. Tengo ganas de ser actor, entonces me comprometo con la actuación hasta que termina esa película, ese contrato o lo que sea, para después volcarme a otra disciplina como la pintura y entonces pinto, expongo y luego hay un vacío de eso, tiene que pasar un tiempo y voy a otra disciplina.

Lo mejor de ser famoso es que no te cobran, lo peor es que pagás por ello” se lee en una de las páginas/entradas. ¿Cómo vivís este “pacto con diablo” teniendo en cuenta el perfil alto que tenés?
Ser famoso lo vivo como parte de mí. No me acuerdo cómo era cuando no era famoso. La verdad es que trato de convivir, trato de respetar mi intimidad no exponiéndome y cuando me expongo, bueno, estoy dispuesto a eso. Pero cuando necesito paz o sosiego, directamente no salgo, me recluyo en mi casa o en algún hotel.

En una de las fotos estás vos con cara de prontuario rodeado de tres policías muy sonrientes. ¿Dónde fue tomada?
Hay una foto donde estoy con policías, sí. Bueno, esa foto me la tomé en la vereda de mi casa, en Maipú. Pasaron los policías, yo estaba en la vereda, en cueros y la verdad es que se asombraron, no lo podían creer, me preguntaron si se podían sacar una foto conmigo, les dije que sí y me sacaron la foto y yo opté por la postura de detenido, me puse serio y con las manos para atrás.

Y aunque no lleva dedicatoria, intuimos que en su infancia provinciana estarán los destinatarios de este libro singular.


Publicado en diario Perfil, 20/12/2014

lunes, 15 de diciembre de 2014

Escenas de pederastia

Nunca lo digas a nadie


A comienzos del año pasado, una noticia incómoda llegaba a las portadas de los diarios: el actor fetiche de Herzog, Klaus Kinski, había sometido sexualmente a su hija mayor durante toda su infancia y adolescencia. Desmesurado, mesiánico, intratable eran los adjetivos con los que el mundo del cine y sus admirados espectadores lo caracterizaban y con los que la cultura de masas viene diseñando, desde sus comienzos, la figura del genio. Su muerte no hizo más que cristalizar esta condición, que su hija se propuso derribar con la publicación de este libro de memorias que en su idioma original lleva el inquietante título de Boca de niña.
Una boca que ha decidido abrirse y ajustar cuentas con el mundo adulto que la desprotegió y no pudo ofrecerle un lugar para que sus pedidos de auxilio pudieran ser formulados.
Ya desde sus primeros recuerdos vemos a “Babbo”, como lo llama su hija, apareciendo como un torbellino cargado de regalos y exigiendo, insaciable, el amor de su pequeña niña frente a la indiferencia –y más tarde la ceguera- de su madre. Las cartas que le envía a ésta cuando todavía era un actor desocupado (“¡Esos cerdos cabrones del Burgtheater siguen sin querer hacerme un contrato fijo! … Tienes que suplicarles, tienes que decirles que soy un genio.”) muestran al mismo personaje que el cine de Herzog explotó y que a sus sufridas mujeres (hijas o esposas, diferencia que él no registraba) les tocó soportar en innumerables escenas de iracundia tanto en público como en privado.
Muñequita, princesa, ángel mío, son los vocativos con que su padre nombraba la trampa de un amor que desconoce el límite del deseo del otro y que lo convierte en el amo de las vidas de su mundo privado. “Mi padre me dijo una vez que se consideraba un zar. Y que por eso nos puso nombres rusos” recuerda su hija en este registro puntual de los catorce años en que fue su objeto de deseo, cumpliendo el pacto de silencio que, como buen pederasta, estableció: “¡Es lo más normal del mundo! Pero no puedes decírselo a nadie. ¡Es nuestro secreto! ¡A nadie! ¡o iré a la cárcel!”.
Los caprichos y arbitrariedades crecen de la mano de su fama y su cuenta bancaria. Como un tirano de la Antigüedad, ordena, manda y elige por todos, desde el menú hasta la ropa que compra en los lugares más exclusivos para luego obligarla a permanecer como un maniquí “rodeada de modistas … para estrechar, ceñir y acortarlo todo, … siguiendo las órdenes de mi padre.”
Los modales en la mesa serán otra forma de disciplinamiento en que la menor transgresión puede convertir la comida en una pesadilla: “Comemos sobre un mármol de color rojo sangre. … Durante toda la comida, observa nuestra postura, nuestras manos, cómo utilizamos los cubiertos. No se le escapa el menor movimiento. Hoy, yo soy su víctima.”

La escena tan temida se repite una y otra vez en habitaciones de casas y hoteles cada vez más suntuosos, junto con los ataques de pánico, la sensación de alienación y una culpa infinita que ni la catarsis de la confesión ni el encuentro con su vocación de actriz pudieron mitigar. Quizás este libro, escrito veinte años después de la muerte de su padre, hayan ayudado a reconstruir su subjetividad partida.

Publicado en el diario Perfil, 13/12/2014

lunes, 1 de diciembre de 2014

Poesía del instante

Haikus de las cuatro estaciones
En las versiones de Arturo Carrera


Si nos atenemos a su definición formal, el haiku es un poema breve, casi siempre de diecisiete sílabas distribuidas en tres versos de cinco, siete y cinco sílabas con una referencia directa o indirecta a la naturaleza, y que su inventor, el poeta-monje japonés Matsuo Bashô, en el siglo XVII, describió como un camino al Zen. Pero si nos atenemos sólo al aspecto formal, el haiku será un texto poético cuya condición de posibilidad es ser un haiku, y en esta tautología, cualquiera que se someta al rigor del conteo silábico será capaz de producirlo.
Pero nada de eso encontramos en esta exquisita forma poético-existencial, que, al igual que el ideograma, enlaza, en la casi inmediatez del trazo, un dibujo con una idea. Porque es el instante, “lo que está sucediendo en este lugar, en este momento” según su iniciador, y que portará indefectiblemente las marcas del tiempo, los estados de la naturaleza, lo que lo constituye. (“El año se va / yo oculté a mi padre / mis propios cabellos grises”).
Como texto que no representa sino que designa o señala, reproduce, según Barthes, en el gesto de mostrar, el asombro infantil. (“El humo / dibuja ahora / el primer cielo del año”). Sus imágenes, más cercanas a las de las artes plásticas que a las del lenguaje, captan el movimiento que se insinúa en el gesto corporal, aquello que deviene en el instante de ser plasmado.
Ante la imposibilidad de su traducción (y sacando partido de ella), el poeta Arturo Carrera eligió hacer sus propias versiones, desatendiendo la exigencia métrica para dejarse atrapar por el ritmo, la respiración y el sonido de unos textos en los que descubre “no sólo las cosas y su sentido sino la música o pasión que alguien experimentaba por las cosas y su sentido.”
Organizado según las cuatro estaciones del año, reúne estas pequeñas joyas escritas por Bashô y sus seguidores, que puestas en serie, podrían recorrerse como un libro de estampas que prescindiera de textos. Pequeños universos (o intervalos de universos como los define en el prólogo) que se recortan del contexto, estos textos unimembres sin sujeto ni acción, grietas en el discurso de la prosa y de la narración, nos ponen frente a la “transparencia del mundo” que para su traductor, sólo el monje y el poeta son capaces de vislumbrar.
Algo de la experiencia mística se pone en movimiento con la lectura de estos haikus, la misma que la fenomenología reclamaba cuando afirmaba que la imagen poética repercute en nosotros, en aquella región que existe antes que el lenguaje, expresándonos y convirtiéndonos en lo que expresa. (“Noche larga / el ruido del agua / dice lo que pienso”).

Desaprender lo aprendido proponía Bachelard para captar la imagen poética, como forma de recuperar la sorpresa que impide que la conciencia se adormezca, porque el poema, nos recuerda, es un redoblamiento de la vida, no una copia, (“En este mundo efímero / el espantapájaros también / tiene nariz y ojos”) sino que nos hace revivir el instante de una manera nueva y pictórica y nos da la posibilidad de un nuevo choque, haciendo que la vida sea desbordada por el imagen poética, que no podrá ser explicada por aquélla ya más.

Publicado en diario Perfil, 29/11/2014

martes, 25 de noviembre de 2014

La vuelta al mundo arcaico

La canción de Amina




En el universo adulto, las culturas ancestrales -el otro absoluto- sólo tienen interés para los antropólogos o los documentalistas. En el mundo infantil, en el que todo lo que existe puede ser motivo de curiosidad, un día en la vida de una niña del pueblo de los bambuti (los pigmeos, como los llamamos en Occidente) puede transformarse en la mayor de las aventuras. El cine de entretenimiento sabe de esto y lo ha explotado, muchas veces desdeñando la verdad histórica, lo que no es el caso de la colección “La vuelta al mundo” de la editorial Uranito, que cuenta historias inspiradas en estas culturas.
El paisaje, sabemos, se transforma en protagonista cuando reviste para sus personajes un carácter existencial, en las culturas contemporáneas y en las arcaicas. De eso tratan estas historias. La pequeña Amina (que en su lengua significa: digna de confianza) se convierte en la heroína, cuando gracias a una idea inspirada en las voces que escucha del bosque, su hábitat, salva a su comunidad de ser comida por los cocodrilos.
La ilustración, valiéndose de los matices que paleta del verde le ofrece, da cuenta de la importancia y el valor que el bosque tiene para esta historia, como lugar antropológico y fuente de vida.

El libro incluye un gran apartado con información sobre el lugar donde viven los bambutí, en el centro de Africa, en la república del Congo, sobre su lengua, sus modos de socialización, sus rituales y ceremonias, más un glosario con las palabras que aparecen en el cuento de una de las culturas quizás más alejadas de la nuestra, consciente de la necesidad de cuidar su entorno vital, mucho más que nuestras civilizadas e hiperdesarrolladas sociedades.

Publicado en diario Perfil, 23/11/2014

lunes, 17 de noviembre de 2014

El oficio más noble del mundo

Entevista a Antonio Ventura Fernández


Editor con varias décadas de oficio, inauguró, en ese renacimiento de la vida cultural española que fue el “destape”, con las colecciones de libros infantiles y las publicaciones especializadas que dirigió, un modo de entender la lectura de fuerte impacto en el ámbito escolar en su país. Invitado este año al Filbita, compartirá su experiencia como editor de libros ilustrados de poesía y dará diferentes talleres invitado por la editorial El pequeño editor.

En el comienzo de su carrera están la docencia y la animación a la lectura. ¿Qué le enseñaron sus alumnos a su futuro oficio de editor?

Mucho más de lo que yo imaginé. En aquella época nunca pensé que iba a ser editor, pero lo que sí me encontré enseguida fue que los materiales escolares (y estoy hablando del año 77, acababa de morir el dictador) no valen y los libros de literatura están obsoletos. Entonces me digo que hay que buscar materiales nuevos para que los muchachos se acerquen a la lectura como algo placentero. Y ahí tuve la suerte de que fueron los años donde se publicó todo lo que durante años había estado prohibido y además la enorme curiosidad que tenían aquellos chavales fue maravillosa al punto que según ellos aprendían, iba yo aprendiendo la didáctica de la promoción de la lectura. Y quizás el ejemplo más evidente de esto fue la creación de la revista Babar que nace como una publicación escolar de un trabajo con dos grupos de alumnos y ellos mismos al acabar lo que en aquel momento era la primaria, dijeron ¿qué va a pasar ahora con Babar? Eso realmente me sorprendió.

¿Cuáles eran sus criterios a la hora de asesorar a editoriales como Alfaguara o Anaya? ¿Cómo conviven el objetivo comercial con el pedagógico y el literario?

En aquella época había una cierta, yo diría, ingenuidad desde la perspectiva de cómo funcionan las oficinas de marketing hoy. Mi trabajo con Alfaguara por un lado era el de lector de confianza de la editora y por otro lado estaban las políticas de promoción sobre todo el catálogo que tenía Alfaguara que era inmenso y llegó a ser el mejor que hubo en España de literatura infantil y juvenil. Estoy hablando de una colección, entre la naranja y la roja de unos cuatrocientos títulos, donde estaba lo mejor de la literatura occidental, una cosa impresionante. Los materiales que hice de apoyo brindaban al profesor herramientas didácticas para el aprendizaje de la lectura literaria. Por ejemplo recuerdo un libro maravilloso de Christine Nöstlinger que se llama Filo entra en acción, y la guía didáctica que yo preparé para ese libro nació de la experiencia mía en el aula. Yo recuerdo que cuando tomaba un grupo nuevo de muchachos que llegaban al curso ya conocían el libro a través de sus hermanos mayores o de oídas. Y preguntaban ¿vamos a leer “Filo en acción”? Porque es una cantidad de propuestas en una forma honesta que la Nöstlinger pone sobre la mesa... Esto ha evolucionado para mal, desde mi punto de vista, fundamentalmente porque la mayoría de la literatura juvenil que se publica hoy es mala.

¿Qué diferencias encuentra entre los libros que se leían cuando Ud. era chico y los que se editan hoy?

Bueno, cuando yo era chico, en España no había libros. Yo nazco con la dictadura, en el 54, en un país donde se pasa hambre, pero cuando yo termino el magisterio, todavía no había muerto el dictador pero ya empieza a haber publicaciones intermitentes de cierta calidad en literatura infantil, estoy hablando de editoriales pioneras en España donde descubrimos los primeros textos de Gianni Rodari. En mi infancia, por el contrario, nada.

Revisando el catálogo de la editorial que Ud. dirige, El jinete azul, se advierte un “maridaje” entre la poesía y las artes plásticas. ¿Lo estético le ganó a lo didáctico?

Siempre. Lo didáctico fue central en mi trabajo como maestro y como asesor, pero cuando tuve la oportunidad de crear mi pequeña editorial era evidente que solamente podía hacer una oferta estética. A mí me parece que ese objeto que llamamos libro-álbum es un soporte privilegiado para el desarrollo de la sensibilidad, porque por un lado está ofreciendo un discurso gráfico y por otro lado está dando una historia que los niños más pequeños, a partir de esas imágenes, aunque no sepan leer, la pueden construir de la mano de su mamá o de su abuela.

¿Cómo ve el panorama latinoamericano?


Creo que hay un segundo escenario que abrieron en su momento personajes como Graciela Montes o María Teresa Andruetto y pensando en el portugués, Lygia Bojunga Nunes o Ana María Machado, serían el equivalente. Entonces, creo que es un territorio muy fértil y además hay algo que a mí siempre me ha dado envidia y es que los españoles tenemos una mirada nacional. Ustedes en cambio tienen una mirada trasnacional y eso es una riqueza que se está notando ahora no sólo en la literatura sino también en la ilustración.

Publicado en diario Perfil, 16/11/2014

viernes, 31 de octubre de 2014

Esperada reedición

Los cuentos del Chiribitil









Un desván, un pequeño lugar para guardar trastos, un cuchitril, nos informa el diccionario que es un chiribitil, y en la elección del nombre se juega el lugar marginal y de poco prestigio que la literatura infantil tuvo y que para cierta crítica quizás todavía conserve. Para los creadores de esta colección -el núcleo duro del Centro Editor de América Latina, Boris Spivakow, su jefe de arte, Oscar Díaz, junto con sus directoras, Delia Pigretti y Graciela Montes- pioneros en la idea de considerarla un género con peso propio, la literatura para chicos pedía a gritos una renovación profunda, tanto en los modos de abordar los temas, como en el tono, en el lenguaje y en los personajes, una literatura que, refuncionalizada, estuviera más cerca de Tom Sawyer que de las fábulas de Saramago, del juego que de la ejemplaridad.

Los primeros cuentos surgieron entonces de un concurso que organizó la editorial para descubrir nuevos autores de narrativa infantil. Era el año 1976 y muy pronto la censura determinó que uno de ellos, “Los zapatos voladores”, –uno de los diez primeros títulos que hoy vuelven a las librerías- promovía valores peligrosos como la solidaridad entre los trabajadores y la resistencia al poder, cuestión en la que no se equivocaban.

En sintonía con el principio rector de su fundador –más libros para más- los 50 cuentos de la colección (como las restantes 77 colecciones que el CEAL publicó en sus treinta años de existencia) se vendieron en los kioscos a muy bajo costo, que, con formato de revista y contenido literario, habla de un proyecto de divulgación de la cultura con muy pocos antecedentes en el mundo.

Diez años antes, en sus comienzos, la misma editorial publicaba “Los cuentos de Polidoro”, el antecedente inmediato de los Chiribitiles, una exquisita colección de textos clásicos para los muy pequeños dirigida por Beatriz Ferro, con adaptaciones más que libres y con ilustraciones de una riqueza plástica formidable. La idea había comenzado en Eudeba, editorial que Spivacow dirigió desde 1958 y de la que renunció con todo su equipo cuando Onganía intervino la universidad en el año 1966, y de alguna manera continuaba el proyecto que él mismo había desarrollado en los 50 en la editorial Abril, la colección “Bolsillitos”, con la que comienza una historia que encontró en la colección “El pajarito remendado”, en los años 80, su mejor heredera. Dirigida por Laura Devetach para la editoriral Colihue, (una de las autoras publicadas en el Chiribitil), su nombre fue tomado de uno de los títulos publicados allí y que relata una historia clásica, otra vez, de resistencia al poder.

Hoy Eudeba, gracias a la tenacidad de Violeta Canggianelli, una abogada especialista en derechos de autor y fanática lectora de los Chiribitiles, que llevó la idea de la reedición de estos textos cuando descubrió que su pasión era compartida por muchos que guardaron religiosamente sus ejemplares por más de treinta años, logró convencer a Eudeba, que se dedicó durante dos años a la reconstrucción de los textos y a la restauración gráfica de las ilustraciones, ya que los originales (como muchos de sus autores) eran inhallables.

Los diez primeros títulos reeditados: Así nació Nicolodo; Nicolodo viaja al país de la cocina; Teodo; El cumpleaños de Cristina (los cuatro, de Graciela Montes y Julia Díaz); Los zapatos voladores (de Margarita Belgrano y Chacha); ¿Dónde estás, Carabás? (de Paulina Martínez y Julia Díaz); Negrita y los gorriones (de Susana Navone de Spalding y Delia Contarbio); El señor viento Otto (de María Rosa Finch y Ayax Barnes); Tío Juan (de Martha Mercader y Juan Noailles) y Los juguetes (de Alicia Digon y Delia Contarbio) nos dan una idea de la renovacion de la mano del recambio generacional que esta colección posibilitó en el campo literario infantil argentino. Con historias que sucedían en espacios comunitarios como la plaza, el patio o la cocina, con personajes plebeyos y a veces marginales, de alguna manera inauguraba una mirada hacia lo popular y hacia lo autóctono, con finales sorpresivos que entretenían sin un fin didáctico.


La presentación de la colección que se hizo en el ECuNHi, en la ex ESMA –quizás el lugar más apropiado para hablar de libros y censura y recordar el millón y medio de libros del CEAL incinerados en el año 1980 en un baldío de Sarandí- reunió a algunos de los autores e ilustradores de aquella época, que reconstruyeron para los lectores actuales la “cocina” de esa mítica editorial, donde la urgencia y la audacia de su editor, convertían en originales, bocetos y borradores elaborados por gente muy joven y creativa que se encontró con la libertad absoluta de experimentar en un campo donde la necesidades pedagógicas limitaban las posibilidades estéticas, la libertad que, resaltaron algunos viejos integrantes de la editorial con gesto combativo, no la pudo abatir ni la censura, ni el incendio.

Publicado en diario Perfil, 12/10/2014

Verdadera correspondencia

Sigmund y Anna Freud. Correspondencia 1904 - 1938























La sexta y última hija de Freud, Anna, tenía ocho años cuando comienza el intercambio epistolar con su padre que continuó hasta poco antes de la muerte de éste, en Londres, cuando la familia decidió emigrar corrida por la persecución nazi. El “demonio negro” como él la llamaba, reclamaba, desde su último lugar, la atención de un padre que, para ese momento, ya había producido en el campo intelectual y científico europeo, un cambio de paradigma comparable al de Einstein (al que le llevó muchos años comprender los principios del Psicoanálisis) en el campo de la Física.
Si hay una escritura que permite como pocas conocer la trastienda de una época histórica y de sus protagonistas es la que conforma el género epistolar. Las cartas de Anna encabezadas con un “¡querido papá!” y cerradas con un “tu” Anna, son muy elocuentes y hablan de la admiración profunda y del apego que la unía a un padre que funcionó como referente intelectual y emocional y de una relación (edípica, diríamos, junto con la vulgata) que con los años, la transformó en par, compañera e interlocutora. “Quizás solo se trate de que mi lazo con él es más importante que la separación” reflexionaba luego de su muerte. “Al menos, aquello que uno ha recibido de él sigue siendo mucho más de lo que otras personas poseen en suma.”

Y a pesar de que el libro reúne la correspondencia de ambos, de alguna manera es Anna la que asume el punto de vista de una historia en la que el fundador de la trangresora teoría psicoanalítica se sorprende y debe aprender a aceptar que su pequeña hija no encaja en los estrechos moldes que su sociedad espera que ocupe. Precozmente interesada en el trabajo de su padre (“Aquí también leí algunos de tus libros, pero no te horrorices porque ya soy grande y no es ningún milagro que me interesen.”) recibe varias recriminaciones paternas, quien la encuentra “insaciable con sus proyectos de estudio” y le advierte sobre los desarreglos a los que se expone y de paso, qué es lo que espera de ella: “Nos daremos cuenta del cambio cuando notemos que no eludes ascéticamente los entretenimientos propios de tu edad sino que también quieres lo que les da placer a otras muchachas.”

Poco a poco, mientras asume cada vez más responsabilidades dentro del círculo psicoanalítico, traduciendo los trabajos de su padre al inglés y presentando sus propios textos sobre Psicología infantil en los congresos de la Asociación Psicoanalítica Internacional, la devoción por su progenitor se mantiene intacta, lo que la lleva a aceptar sus indicaciones escritas con inapelables imperativos (deberás, tendrás, pensarás, no rehuirás, etc.) y a requerir su opinión sobre todos los temas posibles: “Tu respuesta es muy bella y correcta y ni siquiera podría ser de otra manera.”

La revelación del diagnóstico definitivo sobre la malignidad del cáncer de garganta que le habían descubierto a Freud frenó la continuidad de una comunicación tan necesaria para ambos pero que se prolongó en el cuidado amoroso que su hija le dedicó hasta el momento de su muerte, el mismo año que el nazismo aniquilaba en masa los avances intelectuales y científicos que la generación de las vanguardias históricas había alcanzado.


Publicado en diario Perfil, 27/9/2014