lunes, 9 de diciembre de 2013

Mensajes desde el futuro








Medio siglo se cumple el año próximo de la muerte de Ezequiel Martínez Estrada, un intelectual que “tuvo la infrecuente costumbre de ser un hombre libre” y la editorial Interzona, adelantándose a la efeméride, comenzó a publicar algunos de sus libros, entre ellos, Epistolario con la correspondencia que mantuvo con Victoria Ocampo y Mensajes, una recopilación de textos que son una muestra cabal del pensamiento de un iconoclasta que distinguía independencia de neutralidad y que exhortó a sus contemporáneos a no confundir los principios con las tácticas, la moderación con la cordura, ni la fe en los ideales con las consignas.
En la relación que a lo largo de los años mantuvieron Martínez Estrada –un hijo de inmigrantes, empleado y profesor de secundario- y Victoria Ocampo, descendiente de aquellos que fundaron el país (“mi tía abuela, cuya estancia es actualmente la ciudad de La Plata”), las diferencias ideológicas y de clase no obstaculizaron el cariño desinteresado ni el reconocimiento de los valores en el otro que para sus contemporáneos pasaron desapercibidos. Como la singularidad que él reconoce en la escritura de Victoria capaz de conjugar las dos vertientes de las que se nutrió, la americana y la europea.
Pero las diferencias no se limitan al origen social. Si para Victoria Ocampo, todas las fatigas de la dirección de la revista Sur se vieron recompensadas por el privilegio de “haber pasado la vida haciendo exactamente lo que me gustaba hacer”, Martínez Estrada padeció en su cuerpo y en su salud los estragos de una posición vital que lo ubicó en el lugar de crítico implacable de su país y que lo apartó de toda forma de sociabilidad mundana en las que ella descollaba. Basta leer el autorretrato escrito a pedido de ella, donde se reconoce como una “madriguera de complejos” y en la que describe su afición en la infancia por las herrerías, quizás el lugar donde adquirió ese estilo contundente y definitivo, como el hierro cuando sale de la fragua, que “a cada martillazo aumentaba la oscuridad”, para construir una obra que se pensó a sí misma como una denuncia de los invariantes históricos, económicos y sociales que percibió en el Facundo y en las Bases de Alberdi.
Hablar “de desierto a desierto” es la base sobre la que la amistad entre estos dos personajes excéntricos en relación a su mundo se afirmó, instalándose, con esta metáfora, en una larga tradición cultural que viene del liberalismo, de leer a la Argentina en términos de páramo cultural.
La distancia social se lee en la prosa enérgica de Victoria cuando intercede en el cuidado de la salud de su amigo, gracias a las relaciones que la vinculaban con lo más selecto de la sociedad. O cuando describe los problemas que el trabajo de traducción le generan, con un dejo de tilinguería -sobre todo por la fascinación un tanto ingenua que le provoca la literatura inglesa- que nos hablan, sin embargo, de su convicción auténtica sobre la importancia de la cultura libresca.
En tanto, las diferencias políticas no se hicieron esperar: el golpe del 55 contra el gobierno peronista encontró a Martínez Estrada, una vez más, enfrentado a la mayoría de los escritores de Sur, incluida su directora, quien decidió no publicar una carta pública de este último, criticando a aquellos que apoyaron la revolución libertadora, demostrando que su falta de complacencia incluía a su protectora, a pesar del cariño y la devoción que le profesaba y que lo llevó a ubicarla en la misma serie que Sarmiento y Groussac en cuanto a su proyección cultural.
Su exilio voluntario en México y luego en Cuba no hizo más que predisponer a sus pares en su contra, quienes lo acusaron de “profeta del odio” y anti-patriota por haber mostrado en su Radiografía de la pampa, “la imagen inevitablemente sombría del esqueleto, las vísceras y las glándulas del país”. Su escritura “en carne viva” como la definió Victoria, exhibe todo el dolor de una lucidez enceguecedora que hacía arder aquello que miraba.
Como cuando ubica, en uno de los textos de 1944 reunidos en Mensajes, al nazismo como enfermedad propia de la era industrial y sostiene la necesidad de reconstruir la conciencia de todos, que es el lugar, sostiene, donde la guerra se ganó.
En el Día del Escritor, fustiga a sus pares por ser “asalariados del fisco” en lugar de señalar, como Zola en J´accuse, los abusos del poder de turno, recordándoles que las mejores obras de la literatura argentina nacieron de proscriptos. Porque escribir, para él, es escribir contra algo y dejar en los lectores un fermento de insubordinación para evitar la ceguera que lleva a celebrar como una muestra de democracia lo que no es más que opresión enmascarada.

No dejar de sorprender la actualidad de los planteos de este auténtico “maestro” para sus alumnos del Colegio Nacional, que como Walter Benjamin, busca en el pasado -cuando señala como faros a Moreno, Monteagudo, Echeverría, Sarmiento y a Alberdi- los modos de iluminar el futuro.

Publicado en diario Perfil, 8/12/13

lunes, 2 de diciembre de 2013

Un fantasma que retorna

Marxismo y crítica literaria
Terry Eagleton


¿Por qué un texto escrito a mitad de la década del 70 -cuando la idea de utopía estaba en el horizonte de posibilidades- a partir de un seminario sobre crítica literaria que reunía a los intelectuales marxistas anglosajones en la exclusiva universidad de Oxford, se reedita hoy en castellano? Su autor lo explica en el prólogo para esta edición cuando afirma que la teoría marxista, a pesar de su derrota política, sigue siendo el único modo de entender y transformar los problemas que el capitalismo produce, hoy, globalmente, aún cuando el clima cultural actual sea muy diferente al de 1976, cuando fue publicado por primera vez este trabajo, en los inicios de una crisis que hoy se ha profundizado catastróficamente.

Pero plantear el cambio radical de un sistema político no es lo mismo que intentar definir qué es la literatura -o qué debería ser- y revisar los postulados de la teoría marxista en los estudios literarios es encontrarse con el resbaloso vínculo entre base económica y superestructura (donde estarían ubicadas las producciones culturales e ideológicas) que el marxismo vulgar (en palabras de Eagleton) convirtió en una relación mecánica, al malentender lo que sus fundadores, Marx, Engels, Lenin y Trotsky, habían propuesto, cuando definieron la obra de arte como un fin en sí mismo, la imagen de lo que sería en un futuro un trabajo no alienado.

Pero mucho más pantanoso es el camino que va del arte a la ideología. En este punto, las polémicas se multiplicaron a lo largo del último siglo y de esto es, en principio, de lo que trata este libro. Partiendo de una concepción material de la cultura que busca en los productos del arte las huellas de sus condiciones de producción, se enfrenta con la antigua teoría del reflejo, recuerda los ominosos tiempos de la imposición del realismo socialista como poética oficial de la U.R.S.S., critica los planteos de Lukács en su etapa marxista y recupera al Lukács hegeliano (el de la Teoría de la novela), recorre las contribuciones sobre ideología y literatura de Althusser, Macherey y Goldamnn, ligadas directamente con la manera compleja en que forma y contenido se relacionan.

Pero es en la dimensión industrial y mercantil de la cultura donde Eagleton encuentra las mejores formulaciones de la teoría marxista en el siglo pasado, de la mano de Benjamin y de Brecht, quienes entendieron el arte como producción social.

Con su escritura didáctica y profesoral, Eagleton describe la teoría benjaminiana en lo que tiene de superadora en relación a la crítica marxista tradicional que se pregunta por la posición del arte respecto de las relaciones de producción de su época, mientras que Benjamin encuentra al arte inmerso en ellas, ya que depende de técnicas específicas de pintar, de publicar, etc., que a su vez determinan la forma de la obra. El arte revolucionario será, entonces, aquel que tense los límites de las fuerzas productivas heredadas creando nuevas relaciones entre el artista y su público, como el paso de la contemplación al estado de shock, en sintonía con lo que Brecht proponía para el teatro, un espectador comprometido y no un tranquilo consumidor. En ambos la mirada está dirigida al futuro (atravesada por el experiencia de las vanguardias históricas) y opuesta al conservadurismo de Lukács que sólo veía fragmentación en el arte de sus contemporáneos.

Eagleton se propone, hoy como ayer, sacar la teoría literaria a la calle y demostrar que lejos de ser una técnica de interpretación, consiste en una herramienta para comprender las relaciones entre las obras y el mundo ideológico del que forman parte y para ello propone volver a las fuentes del marxismo, para desembarazarlo de tanta vulgata, porque en última instancia, nos recuerda, “toda batalla es, entre otras cosas, una disputa de ideas.


Publicado en diario Perfil, 1/12/13

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Caramelos surtidos

La literatura infantil de hoy



Extensísima y muy variada es la lista de autores que escriben y publican hoy sólo en la Argentina. Reconocida y valorada tanto en los foros internacionales como entre sus pares, la literatura infantil parece haber encontrado el espacio que sus pioneros -María Elena Walsh, Elsa Bornemann, fallecida a comienzos de este año, Javier Villafañe, Graciela Montes o Laura Devetach, entre otros- le reclamaban.

El humor, tan indispensable como requerido dentro del universo infantil, aparece explotado en todas sus posibilidades por escritores como Ricardo Mariño o Gustavo Roldán, con personajes presos del ridículo y el malentendido que los hace vivir todo tipo de aventuras desopilantes y exageradas. Animales, artistas de circo y hasta territorios como el monte, la selva o el conurbano, serán protagonistas de historias que escapan a los estereotipos.

La magia y las posibilidades que ofrece, como metamorfosis, duplicaciones, cambios de estado, sobre todo a partir de la palabra -desde los tiempos de la inefable “abracadabra”- capaz de tener efectos sobre las cosas, seducen a los pequeños lectores atrapados en su prosaica vida familiar cada vez más reglamentada y productiva y que, escritoras como Ema Wolf, Ana María Shua, Cecilia Pisos, Gabriela Kesselman o Ruth Kaufman, conocen de sobra.

En un mundo donde pareciera no haber lugar para la aventura y el descubrimiento, donde la obsesión por la seguridad encierra a los niños apartándolos de la posibilidad de perderse para encontrar caminos propios, de aparecer y desaparecer como en el juego preferido de los lactantes, o de cambiar de clase como en Príncipe y Mendigo, donde el aburrimiento, lejos de ser “el pájaro fantástico que pone el huevo de una experiencia” como lo definía Benjamin, es perseguido como el más peligroso de los terroristas, la literatura infantil aparece como el espacio donde todo está permitido, donde se cruzan la divulgación o la información con el entretenimiento, la didáctica con el juego o con la poesía y hasta los bebés desde los ¡ocho meses! encuentran una opción para ellos.

Así lo entienden las editoras de “Iamiqué”, una de las editoriales surgidas al calor del nuevo milenio, dedicada a divulgar, de manera lúdica pero rigurosa, los principios de la ciencia que por evidentes, resultan tan difíciles de explicar, como por ejemplo, “por qué el agua moja”. A la hora de definir a su lector, piensan en “pibes inquietos, interesados en conocer lo que pasa alrededor... es decir, la mayoría de los pibes, que prefieren todo aquello que los sorprenda, que los desafíe, que ponga en jaque su expertise, su saber o sus ideas previas”.

Considerado desde sus comienzos un género “menor”, ha encontrado, sin embargo, en algunas editoriales guiadas por la idea de un catálogo que perdure, la libertad de romper los límites de lo que usualmente se considera lo “infantil” y priorizar lo lúdico y lo estimulante en términos literarios y artísticos, aprovechando la capacidad de la ilustración de sumar posibilidades en este sentido. La colección “pípala” de la editorial Adriana Hidalgo, según su responsable, trabaja con esa consigna: publicar cuentos e ilustraciones fuera de lo común que interpelen también al lector adulto, quien sostiene la lectura infantil, por lo menos en los primeros años. La diversidad en la oferta, cree, generará lectores capaces desarrollar su gusto personal por la literatura.

Impresos en China, sus libros, cuidados objetos de arte, invitan a internarse en la lectura por la puerta de las artes plásticas, para encontrar historias fantásticas en los lugares más impensados.

Libros-album llaman a los de su catálogo en “ediciones del eclipse”. Como el que pretende demostrar premisas del saber popular como aquella que afirma que la música calma a las fieras, integrando ilustraciones fantásticas con elucubraciones absurdas que los emparentan con ciertos textos antiguos como los bestiarios medievales o los tratados de medicina.

El afán por hacer conocer a sus autores es lo que guía a la colección “Quelonios” de la Biblioteca Nacional, otro de sus nuevos proyectos editoriales. Algo del homenaje a María Elena Walsh se cuela en la elección de su nombre. Lo cierto es que ha decidido sumar a su acción comunitaria, la publicación de cuentos para chicos de nuestro país y de Latinoamérica, en la que incluye el premiado internacionalmente y censurado en nuestro país por la última dictadura, “Un elefante ocupa mucho espacio” de la gran Elsa Bornemann, una forma de homenaje y de restitución, desde el Estado, de un derecho vulnerado.

Pero no sólo en la elección de un nombre se exhibe la relación con la tradición. Pocos géneros literarios están tan pegados a ella como la literatura infantil. Las referencias, los homenajes, las parodias, las versiones y adaptaciones se multiplican con resultados diversos.

Todas las formas literarias del “mundo al revés” -que entre otras cosas, pone en cuestión la lógica adulta- tienen en Alicia... de Carroll el punto de referencia del cual parten y en María Elena Walsh, una parada imprescindible.

Un tópico que con frecuencia aparece ficcionalizado es el acto de leer y muchas veces los pequeños protagonistas, como Matilda, de Roal Dahl, o los personajes de Michael Ende, aparecen leyendo, sobre todo, textos clásicos. Quizás, una forma de afirmarse en el excluyente mundo de la literatura y de quitarse el mote de “hermana menor”. Premios prestigiosos recibidos este año por autoras argentinas, como el “Hans Christian Andersen” por María Teresa Andruetto o el “Astrid Lindgren” por Isol, vienen a confirmarlo.

Iniciándose en la lectura y en la vida

Ana María Shua confiesa que el primer libro “sin dibujitos” que leyó fue Azabache, para seguir por el camino obvio de toda su generación, la gloriosa colección Robin Hood. Si bien no reconoce a nadie en particular que la haya iniciado en este fervor, descubre en esta novela al libro iniciador que la llevó a encontrar la literatura en la Antología del cuento extraño, compilada por Rodolfo Walsh. A la hora de identificarse recuerda a Bomba, el niño de la selva o al Príncipe Valiente, modelos de valentía y arrojo, hasta el momento reservados a los personajes masculinos.

Unas décadas más tarde, los géneros “menores” parecen haberse convertido en la vía de entrada al mundo de la lectura. Para Ricardo Mariño las novelas policiales y del oeste que se vendían en los kioscos, así como las revistas de historietas, lo iniciaron en un camino que lo llevó a la biblioteca popular donde, sin ninguna guía, leyó compulsivamente lo que jamás encontraría en su casa por falta absoluta de libros.

Unos años después, las colecciones de novelas de aventuras parecen seguir funcionando como llave de acceso. Por lo menos es lo que confiesa Pablo de Santis, para quien Red Kid de Arizona de la colección Iridium fue la primera novela que leyó solo, junto con la enciclopedia Lo sé todo, desde el nombre, una invitación a satisfacer la voracidad infantil por el conocimiento.

El bovarismo, esa enfermedad propia de los lectores, encuentra en las novelas de aventuras el medio más fértil para provocar la identificación, ya que tienen un fuerte carácter iniciático: comienzan con un viaje al que un adolescente es convocado por un instigador (figura demoníaca a quien teme y venera) mediante un mapa, un objeto mágico o un relato fabuloso. Con él emprenderá un periplo rico en peripecias hasta afrontar a la Muerte misma. En el camino dejará, junto con la casa paterna, la infancia, como el protagonista de La isla del tesoro o el de Harry Potter, y si estos textos funcionan, es porque han tomado a los lectores como destinatarios de su historia. La narración, que retorna una y otra vez como el tiempo cíclico del mito del cual proviene, les provoca la angustiosa sensación de correr junto con el héroe su misma suerte y preguntarse qué les espera. A los que se atreven a iniciarse en esta nueva vida, lo que les espera es toda la literatura, ya no como un mundo autónomo de la realidad o en oposición a ella, sino como “un horizonte que nos revela el sentido del mundo a través de los ojos de otro”, como sostiene la Escuela de Constanza y su teoría de la recepción estética, para la cual la actividad creadora es la que permite tornar transparentes todas las otras funciones de la acción humana y descifrar, incluso en la distancia temporal, espacial o cultural, la experiencia del mundo.

La iniciación, hoy

Frente a la pregunta sobre cuáles serían los libros o autores de iniciación hoy, la escritora y especialista Elsa Drucaroff sostiene que si bien lo que convoca a un niño o una niña tiene que ver consigo mismo, el rol del adulto iniciador es decisivo. Considera que la Rowling y su genial saga de Harry Potter funciona como iniciadora a la literatura, tanto como los viejos Cuentos de la selva de Horacio Quiroga por mantener la fuerza original, El hobbit de Tolkien, Las mil y una noches o las novelas de Jack London.

Resume: funciona aquello que conmociona, tensa los límites y permite meterse en un mundo alternativo. Piensa que la literatura que evade los conflictos vitales aburre, como esas historias ñoñas y bienpensantes que alejan a los niños de la buena literatura, cuyo principio constructivo es encarar los conflictos y no evitarlos. Hoy las historias que muchas veces propone la escuela o los especialistas incluyen la temática de los derechos humanos o de los valores democráticos, pero no hacen más que disfrazar con contenidos actuales un fin moralizante y la literatura está en otro lado. Así lo expresaba su propio hijo, que a los cinco años tenía entre sus preferidos una versión de Caperucita roja en el que el lobo se terminaba masticando a la niña “hasta el último huesito”, o esa otra niña que pedía insistentemente que le contaran el cuento de Alí Babá, sobre todo, “la parte en la que cosen al muerto”. En los sentimientos profundamente humanos es donde reside la literatura.

Publicado en diario Perfil, 17/11/13

jueves, 14 de noviembre de 2013

Orígenes del policial rioplatense

El candado de oro

Varios autores

Si 1940 fue el año señalado por los popes del campo literario argentino como el del inicio de la literatura policial en este país, el académico e investigador Román Setton viene a subsanar este malentendido con la edición crítica de doce cuentos –escritos por distintos representantes de la Generación del Ochenta– que aparecieron en revistas y diarios de la época, formando una trama discursiva con las noticias policiales, muchas veces disparadoras del texto ficcional.
Esta compilación recupera toda una escritura decimonónica, novelesca y naturalista, deudora del gótico alemán y del policial inglés, de aquellos autores que, uniendo alta y baja cultura, captaron el shock que la explosión demográfica produjo en la subjetividad.
Para su antólogo, 1877 es la fecha del “inicio del género policial en la Argentina”. Pero recorriendo la lista de los ocho autores elegidos, nos encontramos con que dos de ellos son uruguayos, lo cual habla de una conocida operación de la crítica argentina de apropiación de autores y textos orientales para su tradición. En este sentido, este cuidadoso trabajo filológico de confrontación de las primeras ediciones no es la excepción.
Crimen y política inauguran la selección, con la crónica de la investigación que desnuda a los culpables verdaderos del asesinato del “Chacho” Peñaloza, escrita por José Hernández, el autor del Martín Fierro, a quien por este motivo cabría ubicar como antecedente del género de no ficción inaugurado por Rodolfo Walsh.
Carlos Olivera y Carlos Monsalve incursionan, a la sombra de Poe, en el terror gótico. En el cuento del primero, un científico loco experimenta con la psiquis de una joven viuda, mientras que en el del segundo, la obsesión amorosa convierte al protagonista en un autómata alienado, capaz de comprender los mensajes del futuro.
En los siguientes textos aparece ya una clara conciencia del género, con el personaje del detective definido en sus rasgos de pleno observador, verdadero rastreador de huellas, de una inteligencia que sobrepasa el común pero con las características propias de la narrativa rioplatense, tal como lo expresa el cuento del uruguayo Vicente Rossi, casi un manifiesto de los modos propios de narrar.
Paul Groussac, Eduardo Holmberg, Félix de Zabalía y Horacio Quiroga completan la serie, situando sus historias en distintos escenarios, como el campo bonaerense o la ciudad canalla con sus personajes del hampa que tan bien supo retratar el tango.
La crítica muchas veces nos descubre textos injustamente olvidados, con una mirada que reordena la historia cronológica del género. Sólo faltaría abandonar el paradigma colonialista a la hora de clasificarlos. Horacio Quiroga estaría muy agradecido.

El candado de oro. 12 cuentos policiales argentinos (1860-1910), edición, introducción y notas de Román Setton, Adriana Hidalgo, 2013, 270 págs.

Publicado en Otra parte semanal, 14/11/13

lunes, 11 de noviembre de 2013

Por qué leer a los clásicos

Colección Great ideas:


Portada de El contrato socialMarco Aurelio, MeditacionesPortada de De la sabiduría egoístaPortada de Eichmann y el HolocaustoPortada de La mano invisiblePortada de El porvenir de una ilusiónPortada de El libro del TaoPortada de UtopíaPortada de Vindicación de los derechos de la mujerPortada de Imperialismo: la fase superior del capitalismo

Contra la afirmación acerca de que la filosofía es un discurso críptico referido a cuestiones abstractas, los editores de Penguin en el Reino Unido y más tarde Taurus, para los lectores hispanohablantes, encararon la colección “Great ideas”, de la que se acaba de publicar la segunda parte, convencidos de la potencia de estos discursos que cambiaron la manera de entender la realidad en Occidente y por lo tanto, moldearon la realidad misma.
Darwin, San Agustín, Cicerón, Marco Polo, Proust, Trotsky, Shakespeare, Kant, Tagore y Maquiavelo fueron los autores publicados en la primera serie.
En esta segunda serie, los nombres de Rousseau, Marco Aurelio, Francis Bacon, Hannah Arendt, Adam Smith, Freud, Lao Tse, Tomas Moro, Mary Wollstonecraft y Lenín, nos hablan de una preocupación por definir las formas posibles de organización política y los fundamentos de estas prácticas.
Con un diseño de tapa que recupera desde la impresión y la tipografía el contexto en el que cada obra fue publicada, el orden que cada una tiene no guarda relación con la cronología, pero la lectura del conjunto sugiere varios recorridos posibles, uno de los cuales podría ser el contraste entre concepciones opuestas, planteadas con la convicción del manifiesto.
Leemos en El contrato social de J.J. Rousseau la justificación de la necesidad de perder la libertad natural en favor de la protección, por parte de la comunidad, de la propiedad individual y cómo el orden social será para el Iluminismo el fundamento de la vida civil, basado en convenciones por las cuales la fuerza se transforma en derecho y la obediencia, en deber, sentando las bases jurídicas de la Revolución Francesa.
Muchos siglos antes, probablemente en el VI a C. Lao Tse haya escrito el Libro del Tao, el texto que poética y fragmentariamente delineó la filosofía taoísta en la que postula una forma de organización de la vida en armonía con los principios de la naturaleza, en contra de la artificiosidad de las normas que regulan las relaciones sociales que, sostiene, sólo conducen al desequilibrio de la vida humana. Su filosofía política incluye la dimensión cosmológica porque entiende lo social integrado a la vida en un sentido amplio, en sintonía con la filosofía estoica, de la que las Meditaciones de Marco Aurelio son un exponente y que Francis Bacon en De la sabiduría egoísta, retoma.
El humanismo, desde otro lugar, nutrido de la literatura de viajes que la conquista de América le proveyó, imaginó formas de organización posibles como espejo invertido de su propia sociedad. Utopía, de Tomás Moro, tomando como modelo los nuevos territorios descriptos por Vespucio, pensó un estado ideal igualitarista donde no existe el dinero y la producción social está armónicamente orientada a satisfacer las necesidades de todos.
Dos siglos más tarde, un compatriota suyo, Adam Smith, en lo que se considera el primer tratado de economía, enarboló los principios del laissez-faire justificando el desarrollo de las economías centrales en la libertad sin restrcciones del mercado por parte del estado, asumiendo que es el egoísmo lo que rige las relaciones humanas.
A comienzos del siglo XX, podían vislumbrarse las consecuencias del “dejar hacer” en la economía, y Lenín, en Imperialismo: la fase superior del capitalismo, profetizó sobre la aparición de una economía monopólica que la concentración del capital y la producción generaría. Describió el estado del imperialismo en ese período y advirtió sobre la emancipación del capital financiero, del que hoy estamos viviendo una de sus mayores crisis.
Contemporáneamente, el principal teórico de la subjetividad, Freud, aparecía produciendo una obra en progreso, El porvenir de una ilusión, un texto en el que asistimos al nacimiento de un conjunto de ideas provisorias sobre las máscaras que el sufrimiento adopta y los modos que esta teoría propone para desarticularlas, partiendo de la certeza de que para los hombres es “un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en común”.
Unas décadas más tarde, Hannah Arendt denunció, en su ensayo Eichmann y el holocausto, la connivencia con el nazismo por parte de la dirigencia sionista y cómo, para escándalo de los bienpensantes, la crueldad más infinita puede anidar en el cuerpo de un oscuro burócrata, es decir, en cualquiera de nosotros.
Otra mujer, Mary Wollstonecraft, dos siglos antes, en Inglaterra, derribó la imagen de la mujer como “bello defecto de la naturaleza” y reclamó para su género los mismos derechos que la burguesía tomaba para sí en Francia en Vindicación de los derechos de la mujer, un texto con el que marcó el camino a las feministas inglesas.

Cinco título más completan la colección, que esperamos lleguen pronto a estas costas. Porque, si la guerra es la continuación de la política por otros medios, conviene recordar que “toda batalla es, entre otras cosas, una disputa de ideas”.

Publicado en diario Perfil 10/11/13

El escritor y sus criaturas

A ciencia incierta


Pocas cosas resultan tan inquietantes como la figura de un escritor. La literatura y el cine no han sido muy piadosos con este personaje, definido muchas veces como egocéntrico, aislado o irascible, que habita una zona liminar entre la realidad cotidiana y la ficción. En nuestro país grandes narradores, clásicos del fantástico que han trascendido nuestras fronteras -y que este autor recorre, y cita explícitamente- se han interrogado en sus ficciones sobre el instrumento con el que el arte intenta, infructuosamente, penetrar la realidad.
Del escritor por encargo, improductivo y bartlebyano del primer cuento que encuentra en el humor la grieta por donde crear, hasta los “usurpadores de cuerpos”, uno de ellos convocado para terminar los manuscritos inconclusos de un escritor que retorna, empujando a su “doble” a preguntarse si el yo no es más que una “tenebrosa ficción en primera persona”; o aquel que a fuerza de imitar el estilo de otro escritor lo reemplaza hasta reduplicarlo; o el presidente del jurado de un concurso que reconoce en el cuento ganador la confesión de las infidelidades de su ex esposa.
Pero otra figura de artista más tenebrosa aparece en los relatos: la del científico loco, gran manipulador, capaz de empujar a un neófito fotógrafo a un ritual indígena que lo hará, como al protagonista de “La noche boca arriba” de Cortázar, coexistir en diferentes tiempos históricos. O la del artista plástico y biólogo Dr. Moret, que experimenta con su crítico y curador, hasta convertirlo en su mejor obra.
Los macabros personajes, en los cuentos de este autor, retornan como autómatas, y nos recuerdan cuán inestables son las fronteras de lo que por comodidad llamamos realidad.

Publicado en diario Perfil 10/11/13