viernes, 20 de octubre de 2023

Correspondencia Enrique Pezzoni // Raimundo Lida (1947-1972)


Este libro es el testimonio de la existencia de una genealogía de intelectuales que nutrieron los estudios literarios en la Argentina, cuando un grupo de brillantes exiliados republicanos fundó los estudios filológicos en Latinoamérica junto con varias editoriales que pusieron a la Argentina en la discusión internacional, como Losada y Sudamericana.

Pero también es una muestra de las tensiones entre literatura y política que en nuestro país fueron y son especialmente exasperadas, de las transformaciones en los modos de abordar la literatura -el arco que va de la filología a la teoría literaria- y de una historia intelectual que hizo de la figura del discípulo su más lograda herencia. Una línea que podríamos trazar desde Amado Alonso, Raimundo Lida, Enrique Pezzoni hasta Daniel Link quien, en el prólogo, se declara orgulloso epígono de su maestro.

Gracias al archivo Lida de la Universidad de Harvard y de El Colegio de México, nos encontramos con 34 cartas que Pezzoni le enviara a Lida y unas pocas de este último a su alumno, un corpus que su nieta, Miranda Lida, organizó, junto con un aparato crítico que repone los datos contextuales para completar el armado de una parte importante de la historia literaria argentina y de la biografía intelectual de Enrique Pezzoni.

Alumno de los hermanos Raimundo y María Rosa Lida en el Profesorado de Lenguas Vivas, el vaciamiento del Instituto de Filología durante el primer gobierno peronista y el posterior exilio de sus principales figuras, primero en México, y luego en la academia norteamericana, lo dejó huérfano de referentes y con la fantasía recurrente de escapar de la Argentina, cuya inestabilidad política y económica (“las cosas en la Argentina siguen peor que nunca”) es lo único que, a lo largo de los años, mantiene una coherencia.

La misma inestabilidad económica lo llevó a hacer traducciones del inglés, del francés, del italiano y eventualmente del alemán, actividad en la que rápidamente se destacó, y gracias a la cual los lectores pudieron sortear las engorrosas traducciones españolas.

Desde el comienzo de su producción crítica, se mostró como uno de los lectores más refinados e inteligentes del campo cultural (su lectura del recién publicado Otras inquisiciones, de Borges, le valió el entusiasmo de su autor) aunque en sus cartas demuestra que la única opinión que de verdad le importa es la de su maestro. “Como siempre, quedé deslumbrado por todo lo que usted sabe, por la sorpresa con que nos hace releer a los clásicos”.

Pezzoni, uno de los maestros admirados hasta la devoción por sus alumnos del Instituto del Profesorado “Joaquín V. González” como de la Universidad de Buenos Aires, amó y padeció la docencia por partes iguales. Frente a la decepcionante experiencia como alumno de una universidad norteamericana de segundo orden, construyó un modelo de enseñanza que sacó a la literatura del lugar de mero documento de una época para transformarla en un campo textual de problemas a explorar. Un modo de abordar los textos que cambió para siempre lo que entendemos por literatura y que formó a toda una generación de críticos académicos.

Una nueva embestida contra la universidad, esta vez, del gobierno de facto de Onganía, en 1966, lo llevó a renunciar a su cátedra de la UBA y poco tiempo después, a quedar cesante en el Colegio Nacional Buenos Aires, momento en que recibe la beca Guggenheim para trabajar sobre la obra de Octavio Paz.

El año 68 lo encontró ocupando el lugar de José Bianco como secretario de redacción de Sur, con la difícil tarea de maniobrar en una revista identificada con el antiperonismo más recalcitrante, replegada sobre sí misma en un momento de ebullición política en todo el mundo y en Latinoamérica, especialmente. Con el fin de salvarla de la agonía, se propuso acercar a la actualidad a una publicación que, de espaldas al fenómeno del boom, no dialogaba con su presente y cuya época de gloria había quedado atrás.

Unos años más tarde, encontró en el Instituto de Profesorado “Joaquín V. González” el refugio donde trabajar a salvo de la cada vez más violenta realidad argentina y el lugar donde alternó con su trabajo como editor literario en Sudamericana.

Sólo volvería a la Universidad de Buenos Aires con la democracia alfonsinista, para recuperar los estudios literarios del pensamiento anquilosado y conservador y reorganizar la carrera de Letras, de la que fue su director.


Annick Louis, discípula de Pezzoni en la Universidad de Buenos Aires, fue la compiladora de las clases que éste le dedicó a Borges en esa casa de estudios: Enrique Pezzoni, lector de Borges. Lecciones de literatura 1984 – 1988, un verdadero manual de lectura de una de las obras más irreductibles de la literatura.

Doctorada en Francia -lugar donde reside- con una tesis titulada “Jorge Luis Borges. La construction de una obra”, enseña literatura latinoamericana en la École des Hautes Études en Sciences Sociales y en la Universidad de Reims, y habló con La Capital sobre el impacto que significó para su formación este maestro entrañable.


- ¿Cómo fueron los comienzos de Pezzoni como crítico? ¿Su formación filológica tenía incidencia en su trabajo crítico?

Sus comienzos fueron en la revista Sur, escribiendo notas sobre autores de diferentes áreas culturales, incluyendo Argentina, claro: Moravia, Borges, John Donne, Nabokov. Rápidamente se dedicó a la crítica de otras formas de arte como el teatro, y el cine, lo que muestra su interés por la vida cultural y la actualidad, deslices entre formas artísticas que la revista permitía. En cuanto a su formación filológica, se puede ver no necesariamente en el vocabulario que usaba como crítico o en su método de trabajo pero sí en su apego al análisis textual: tanto en sus escritos como en sus clases el punto de anclaje es el texto. Cuando habla o analiza los textos literarios, va y viene hacia la materialidad del texto y despliega un discurso analítico e interpretativo a partir de ese punto, que se proyecta hacia lo social, lo político, lo histórico.


- Su lectura contemporánea a Otras inquisiciones le valió el entusiasmo del propio Borges. ¿Pezzoni fue uno de los lectores más refinados e inteligentes de nuestro campo cultural?

Creo que se lo puede definir esencialmente como un lector: en las clases, las críticas, en la editorial, su trabajo consistía en leer y hacer algo con su lectura, explicitarla en una forma adaptada al auditorio y transmitirla. Pero eso a la idea de Pezzoni como lector, habría que agregar su capacidad para comunicar, así como su entusiasmo por el modo en que leía: ese placer que se notaba cuando desmenuzaba una obra, literaria, crítica o teórica, de calidad o que le pareciera mala. Fue un gran lector, en el que se cruzaban la traducción, la crítica y la interpretación: tres prácticas que movilizaba simultáneamente para abordar los textos. Por eso leía desde un lugar único y con una lucidez que es a la vez justa, cruel y tierna (como se ve en la nota sobre los Testimonios de Victoria Ocampo). Se lo puede, por lo tanto, definir como uno de los lectores más inteligentes de nuestro campo cultural. Ser justo cuando se está inmerso con tanta pasión en un medio cultural implica un talento particular. Sus lecturas de Borges, en especial sobre Otras inquisiciones y sobre Fervor de Buenos Aires – y las que desplegó en sus clases – forman parte de las más inteligentes y sutiles que se hicieron sobre el escritor.


- ¿Qué fue lo que cambió Pezzoni en el modo de enseñar literatura?

En la universidad de Buenos Aires, cuando comienza a dirigir la carrera de Letras en 1984, introduce cambios radicales, que afectan prácticamente todos los aspectos de la enseñanza. Releyendo las clases puede verse algo que hoy parece natural pero que no lo era entonces, la explicitación del modo de evaluación y de las expectativas respecto de los estudiantes. Por otro lado, introduce una dinámica entre análisis y teoría, tomando siempre como punto de partida el texto. Finalmente, innova en el uso de la teoría, que aparece como una forma de saber que permite acercarse al texto, y también proponer, a partir de instrumentos teóricos, una reflexión sobre el estatuto de la literatura y su especificidad artística y social. Dicho así parece muy abstracto, pero tal vez el aspecto más notable era físico, porque su presencia era imponente y el modo en que hablaba ante un auditorio era una verdadera performance que animaba la sala. Enseñar literatura no es únicamente una cuestión de contenidos, sino también de formas, y Pezzoni prestaba atención a todos los aspectos de estas formas. Los exámenes, por ejemplo, ya no consistían en una prueba oral de repetición de lo aprendido sino en escribir, y escribir articulando el contenido teórico a los textos literarios. Cada estudiante se convertía de este modo a la escritura, modo de evaluación analítica que perdura en la UBA.


- El fue uno de los renovadores de la carrera de Letras con la vuelta de la democracia. ¿Cómo fue ese proceso?

Se dice que el nombramiento de Pezzoni como director de la carrera de Letras de la UBA se debió a razones políticas. Sin embargo, también fue un reconocimiento justo a una carrera excepcional. Además de lo mencionado, podemos decir que promovió la reestructuración y el plan de estudios, junto con una serie de colegas como Jorge Panesi, Beatriz Sarlo. Una de las transformaciones concierne a la estructura de la carrera, que hasta el día de hoy, cuando se la compara con otros planes de estudio en países variados, parece realmente extraordinaria: un tronco común obligatorio y luego una serie de módulos de elección libre, para terminar con una especialización.

Suele decirse que el mayor aporte del equipo Pezzoni-Panesi fue la introducción, o más bien re-introducción, de la Teoría literaria en la carrera, y el lugar capital que le dieron en la formación literaria y en otras carreras en Humanidades. Sin embargo, es verdad que la pasión frenética por la teoría que se desató a partir de entonces (gracias, por supuesto, a la presencia de otros profesores, como Josefina Ludmer, Nicolás Rosa) terminó preocupándolo: temía (y confirmaba por momentos) que hubiera alejado a los estudiantes de la literatura, lo cual le parecía terrible. No tenía sentido para él enseñar teoría sin analizar textos literarios.


- Si homologamos “obra” a libros publicados, Pezzoni, que publicó un solo libro, El texto y sus voces, sería un intelectual sin obra. Sin embargo, sus traducciones legendarias, sus clases, sus artículos críticos, su trabajo como editor tuvieron una enorme influencia en nuestro campo intelectual. ¿Pezzoni tenía una mirada que adelantaba a su época o fue un lúcido lector de su presente?

Se comentaba en el ambiente, y alguna vez lo escuché hablar del tema también: la escritura – esa escritura de Pezzoni que nos deslumbra – le costaba. Era como una broma, oponer su capacidad extraordinaria para hablar en público, construir un discurso, asegurar su performance, desplegando una energía que nos dejaba a todos asombrados, y sus dificultades para escribir. Se solía oponer su obra oral profusa a la escrita, que es poco voluminosa – y poco visible. Porque en verdad El texto y sus voces es una selección, no creo que haya una edición completa de sus artículos y entrevistas. En un sentido, puede decirse que Pezzoni fue un intelectual muy borgeano: traducción, edición, enseñanza, escritura crítica y teórica son tareas que tienen su especificidad, pero entre las cuales no se establece necesariamente una jerarquía. En el campo literario, todas son esenciales, y Pezzoni las practicaba con felicidad y entusiasmo. La obra de Pezzoni es a la vez su escritura crítica, sus traducciones, sus ediciones, sus clases. En cuanto a su relación con el presente y el futuro, creo que todo intelectual realmente anclado en su época adelanta prácticas futuras. Leer el presente con lucidez implica generar el futuro.

Publicado en La Capital de Rosario, 19/10/2023

martes, 17 de octubre de 2023

Ruta Salamone

Otro trabajo de rescate cultural muy necesario acaba de ser publicado por la editorial de la provincia de Buenos Aires: un trabajo colectivo sobre las obras que el ingeniero-arquitecto Francisco Salamone hizo en esa provincia entre los años 1936 y 1938, en los que erigió alrededor de setenta edificios colosales y únicos que, ya bien entrado el nuevo siglo, se convirtieron en el destino elegido por cierto turismo intelectual dispuesto a recorrer la “Ruta Salamone”. Y si en su época no despertó mayormente el interés de sus contemporáneos, con el tiempo llegó el reconocimiento oficial y se encaró un programa de restauración y puesta en valor de sus increíbles obras.

Edificios municipales, mataderos y cementerios fueron las construcciones que el gobierno provincial le encargó y que, con una fuerte impronta anticlerical, impusieron la presencia del Estado frente a la de la Iglesia, la institución alrededor de la cual se nucleaban los pueblos que iban surgiendo posteriores a la “campaña del desierto”.

Pero lo que lo hace único es la monumentalidad de una obra que abrevó en las vanguardias urbanas con elementos art déco y diferentes estilos: neocolonial, expresionista y futurista, en muchos casos, inspirándose en el film de Fritz Lang, Metrópolis, ya que fueron pensadas, además de por su funcionalidad, como piezas artísticas.

Los ejemplos se multiplican en más de cuarenta localidades: desde el portal del cementerio de Laprida, el monumento religioso más grande de América Latina después del Cristo Redentor de Brasil, en el que trabajó con el escultor Santiago Chierico, con su torre de treinta metros de altura; el imponente cementerio de Azul, con la escultura del ángel Gabriel a espaldas de las letras gigantes de la inscripción funeraria, RIP; los majestuosos edificios municipales como los de Coronel Pringles, Pellegrini, Guaminí, Alberti, Carhué, Rauch y Vedia o los mataderos abandonados, extrañas locaciones como la que puso en la agenda pública la música del Indio Solari en Villa Epecuén.

Construidos con materiales autóctonos como el hormigón armado -toda una novedad para la época- se caracterizaban por estar emplazados en su entorno, con su plaza, su fuente, sus luminarias y sus veredas, todo diseñado por él.

El libro incluye un plano de la provincia con las localidades donde se pueden encontrar sus obras, una suerte de constelación en la planicie de la pampa húmeda o, como definió uno de sus cronistas, una avanzada futurista en el “desierto” agro-ganadero.

Publicado en La gaceta literaria, 16/10/2023

lunes, 2 de octubre de 2023

Lenguas vivas

 

El autor de este texto erudito e inclasificable que, como la galera de un mago, despliega pequeños relatos enhebrados, construye un tapiz cuyo leitmotif es el campo de la lengua en toda su dimensión material.

Pero no es el metalenguaje, ese “intento de explicar botánica con flores de plástico”, el camino que elige, sino la composición poética con fragmentos yuxtapuestos, como el recuerdo de la letra redonda de la maestra de primer grado que nos deja extasiados, junto al pizarrón borroneado por Wittgenstein durante la explicación de su Tractatus o al pizarrón gigante, escrito en su totalidad por un maestro chino, con las transformaciones culturales de su país.

Descubre en la lengua Amhárica, de la sabana africana, letras como huellas de animales, escritas de izquierda a derecha, “como avanza la noche en un mapa”, al revés del árabe, cuya escritura recuerda a “un oleaje que avanza con el sol”.

Encuentra los modos que las mujeres hallaron para preservarse en momentos de peligro, en las lenguas secretas como el Nü shu, el idioma creado por las mujeres en China, en el siglo III, que fuera descubierto en 1984 y mandado a destruir por el PC, en las lenguas asediadas como el selknam, en las inventadas como aquella en la que escribe Agota Kristof su diario íntimo o en los versos de su marido desterrado en Siberia que Nadiehzda Mandelstam recita, mientras atraviesa los pueblos, escapando de la policía, para protegerlos del olvido.

Reconoce en ese palimpsesto que es el manuscrito de un autor, las cicatrices de un cuerpo, con sus tachaduras y enmiendas, donde se puede acceder a su pensamiento en acción y en el manuscrito de Los hermanos Karamazov, con el dibujo de una catedral, el mapa de sus ideas y sostiene que leerlo sin saber ruso mejora la lectura, como cuando imaginamos la letra de una canción cuyo idioma desconocemos. O en el mapa de las constelaciones que guían al viajero para volver a su casa, la pulsión humana por contar historias. Y en la famosa foto de Henri Cartier-Bresson del salto sobre un charco de agua, en el que un cuerpo y su reflejo aparecen apenas separados, la metáfora del ideal de sinonimia que persiguen los diccionarios.

El último capítulo, de una belleza trágica, relata la muerte de su hermano a los 21 años, que lo dejó sin palabras. “De lo que no se puede hablar es mejor callarse la boca” dice el aforismo con el que termina el Tractatus. Quizás este libro sea el largo camino que se propuso desandar desde aquel acontecimiento atroz.

Publicado en La gaceta literaria, 1/10/2023