Mundo cruel
Comencemos por decir que este conjunto
de cuentos fue el ganador de un concurso de temática LGTB sólo para
saber de qué van sus historias y no para encasillarlas. Nada más
alejado de esta literatura que ofrecer para el consumo editorial unos
textos escritos bajo la sombra tutelar de Manuel Puig y su
provocativo uso de la cultura de masas. Porque es el melodrama en
toda su desmesura siempre al borde de lo grotesco lo que le sirve a
este autor puertorriqueño para hablar del padecer de los
subalternos: pobres, homosexuales, mujeres y niños transitan estas
historias narradas con una lente rosa que como en Puig, reduce la
distancia entre el narrador y lo que cuenta a cero.
En sus mejores
relatos, una primera persona del singular reproduce, como una caja de
resonancia y sin mediaciones, el habla popular: locas, travestis,
drogones, prostitutos y hasta vecinas escandalizadas hablarán a
través de este yo en el que cuerpo y lengua se funden. Porque en
este mundo cruel las palabras quedan marcadas mucho más tiempo que
los golpes.
Como en el primero de los cuentos,
“Mujercita”, en el que un niño que ha migrado junto a sus
hermanos por distintas casas siguiendo a una madre despechada digna
de un bolero y que encuentra en los clásicos infantiles un lugar
posible de felicidad, recibe, con la violencia de un cachetazo, el
rechazo de su padre en la palabra “pato” (marica) cuando lo
encuentra leyendo, cautivado, el clásico de Louise M. Alcott.
Y es en el cuento “La Edwin”,
donde la lengua se desata al ritmo desbocado de unas vidas al límite
-en los años en los que el SIDA perpetraba un nuevo genocidio- en el
cotorreo de dos locas que descreen de los experimentos de la
militancia pro diversidad sexual, y que, como criaturas de Almodóvar,
se dejan llevar por las letras desbordantes de pasión de los
boleros, su banda de sonido. Y es que, como los grandes cantantes
populares (y como ellas), “la Yola se la vive”.
Otro es el género que musicaliza en
“El vampiro de Moca” el circuito de las barras gays de una ciudad
caribeña inundada de iglesias de todas las religiones posibles: el
reguetón y la salsa, donde la fiesta deja ver, apenas, la sordidez
del paso del tiempo (y la autoironía) cuando los únicos jóvenes
que se acercan al enamoradizo protagonista le ofrecen compañía
paga, o la de una mascota que al morir, deja a su dueño solo,
endeudado y en la cárcel por intentar embalsamarla.
La vida como espectáculo, con toda la
artificiosidad que hizo suyo el arte pop (y su ilustre antecesor,
Oscar Wilde) se despliega en este universo donde la cursilería -el
modo latinoamericano de designar lo que hoy llamamos kitsch- reina
entre la astrología, las comedias musicales, el cine de Hollywood,
los íconos gay como Lady Di y la religiosidad afro.
En su reverso, la ciudad miserable y
violenta será el lugar donde los “bugarrones”, gays pobres,
venden sexo por un par de ojotas o una línea de coca. Como en el
cuento “Botella”, donde su protagonista huye en una carrera
frenética del olor a podrido, la “peste” que lo impregna y que
sube por sus calles e invade todo el cuerpo social y del que intenta
protegerse comprando una botella de cloro.
Y el homoerotismo adquiere alturas
místicas cuando un bello jovencito, el protagonista del cuento “El
elegido” descubre el porqué de la predilección del pastor de la
iglesia por su cuerpo que le revela muy pronto su mayor deseo: el ser
sodomizado. Los azotes de su padre, en lugar de disuadirlo, lo
convertirán en el objeto de adoración de toda la comunidad
masculina y como los personajes de Bataille, encuentra en el erotismo
que encierran las imágenes bíblicas, la síntesis de lo humano en
lo divino que goza y se disipa. Y como en Bataille, las pequeñas
muertes no anunciarán la aniquilación sino la vida que goza y
celebra.
Publicado en diario Perfil, 29/11/15