Caracteres blancos
La página en blanco, sabemos, es el
otro monstruoso de los que escriben. Pero un cuaderno escrito con
caracteres blancos lleva a la literatura -entendida como un campo que
incluye no sólo al texto, sino a la lectura y la escritura crítica-
a su límite. Y es en busca de esta experiencia que un hombre y una
mujer abandonan su ciudad huyendo hacia “un desierto sin nombre”
con dos botellas de agua y un cuaderno escrito con tinta blanca.
Durante siete días de ayuno y despojados de toda referencia
simbólica, en una suerte de paraíso bíblico desértico, comienzan
la lectura del cuaderno con los episodios que uno al otro, en
silencio y bajo la luz de un sol que ciega y convierte el paisaje en
la misma nada, se cuentan.
En el primero, un padre viaja con su
hija adolescente al lugar donde comenzó la historia de amor con su
mujer que la indolencia transformó, como en un cuento de hadas, en
seres de diferente especie.
Y es en el espacio de la literatura
(universal pero sobre todo latinoamericana) donde estos relatos
surgen, cuyos personajes, escritores y lectores, discuten sobre
libros y autores y como en una puesta en abismo, viven las historias
tomadas de los universos de Onetti, de Hawthorne, de Perec, de
Melville, del Dhammapada budista o de la literatura
maravillosa y las reescriben.
En otro de los relatos, un poeta
adolescente sueña con la escritura de una novela obsesionado con el
nombre de Oliverio Girondo, que, como en la estructura de los sueños,
se autonomiza y desplaza para reaparecer en la dedicatoria de La
vida breve de Onetti, la novela que soñó como propia. La playa
de Mar del Plata es el lugar donde el joven poeta le contará su
sueño a un escritor chileno que reproduce los diálogos con sus
amigos argentinos poniendo en evidencia cuánto le debe al compás
del tango el habla de los porteños.
Y la “imagen de nieve” podrá ser
tanto el título de un cuento de Hawthorne como el término técnico
para nombrar una imagen distorsionada en las pantallas, las dos
líneas que arman el relato de la paranoia de un escritor agobiado
por el peso de las novelas imaginadas.
En la ciudad de Santiago, un escritor,
siguiendo a Perec en su “tentativa de agotar un lugar parisino”,
logra convertirse en sospechoso para la policía cuando, buscando el
alma de su ciudad, la recorre temporal y espacialmente intentando
averiguar porqué “todos quieren estar en otra parte sin irse de
ella” y descubre en lo blanco de la nieve la figura que la explica.
Y el terror clásico -que en
Latinoamérica, no puede sino tener una dimensión política-
encuentra en la figura del autómata el signo de la distopía. En una
de las “nueve fábulas automáticas” (en la que quizás sea la de
mejor factura) Pinocho, el instructivo muñeco de madera, se descubre
como un monstruo construido con partes de la historia trágica de la
dictadura pinochetista; la cabeza de un aséptico filósofo alemán
admirador de Heidegger resultará el lugar donde vive y muere su
dueño; o la “máquina medidora de almas” el instrumento de
tortura más aterrador utilizado por el estalinismo.
Poco importa si
los relatos tienen autonomía y ya fueron publicados, si desde la
contratapa se anuncia que “el primer libro de cuentos del joven
escritor chileno (…) es también una novela hecha de relatos”,
acentuando la inestabilidad genérica de un texto que cuenta y se
cuenta, una y otra vez, contra el lenguaje, el intento de asir el
acto de la creación, una lucha que -como una imagen en la nieve que
se deshace- convierte al escritor en un capitán Ahab enceguecido,
persiguiendo en la página en blanco, ese “silencio sin marcos”,
lo absoluto hasta transformarse en el objeto de una búsqueda
imposible: la de “construir con las palabras que no digas una
fortaleza”.
Publicado en diario Perfil, 6/3/2016