domingo, 26 de septiembre de 2021

Un día cualquiera en Nueva York

 Un día cualquiera en Nueva York



Gracias al buen gusto demostrado por Martín Scorsese en los siete capítulos de su documental Supongamos que Nueva York es una ciudad, muchos descubrimos a Fran Lebowitz, una autora salida de la cantera de los grandes humoristas judíos neoyorquinos, tan apreciados entre nosotros. Y el libro recién publicado, Un día cualquiera en Nueva York, recopila las columnas que escribió para la revista Interview de su compinche Andy Warhol, para Mademoiselle y la Vogue británica, donde afiló una pluma capaz de unir lo trivial con lo trascendental como pocas, bajo la sombra tutelar de Oscar Wilde.

Pocas veces un espíritu de época se conjuga con el horizonte de expectativas de los lectores futuros. Es el caso de estos textos producidos al calor de la década del 80, cuando la gentrificación avanzaba en los barrios de esta gran urbe renombrándolos, para delicia de la tilinguería de turno y el diseño de indumentaria se convertía en la niña mimada de la sociedad neoyorquina.

Pero no son estos los únicos blancos de sus ironías, esa figura retórica con la que se dedica a criticar, por el absurdo, a una lista bastante colmada de personajes y situaciones que la sacan de quicio: la ciudad y los perros, pero sobre todo, sus dueños; la desidia de las tintorerías de Nueva York; la comida gourmet; esa zona gris donde habitan personajes ligados al mundo del arte como editores, agentes, fotógrafos de moda y sus jóvenes acompañantes; los agentes inmobiliarios; la ciudad de Los Angeles, la capital nacional del mal gusto y todas las formas que asume el sentido común como el consumo de noticias, que la llevan a añorar a la Antigüedad griega y su costumbre de matar al mensajero. 

Hay una escena de escritura que la foto de tapa de Annie Leibowitz sintetiza magistralmente: en la cama, hasta pasado el mediodía, con varias cajas de cigarrillos, el teléfono sonando y el correo diario con las principales revistas, la escena lebowitziana con la que construye la figura del bicho periodístico neoyorquino.

Y variados son los blancos de alegre misantropía: el expresionismo abstracto; las expectativas paternas frente al futuro de sus herederos; la bella Italia y sus caóticos habitantes; los artistas del SoHo o la movida gay alrededor del activo movimiento artístico neoyorquino. Pero no sólo en la crítica de las costumbres demuestra ser una gran narradora, sus especulaciones sobre cualquier dato de la realidad (la fuente de la que surgen las cosas más inverosímiles, convengamos) como la exorbitante factura de teléfono recibida o una imaginaria huelga de escritores cuya única actividad es quejarse por no poder escribir, junto con tablas comparativas, alcanzan momentos surrealistas como los consejos sobre las mejores formas de conseguir un marido indigente o adelgazar mediante una dieta a base de estrés. 

Como una verdadera asesina de la doxa, logra bajarle el precio a cualquier idea preconcebida y a todo lo que hoy conocemos como corrección política. Una idea con la que esta inteligentísima escritora hoy se haría un festín.


Publicado en revista Otraparte, 16/9/2021

Entrevista a Martín Kohan

Martín Kohan y La vanguardia permanente


Entrevista Escritor, crítico y docente universitario, Martín Kohan es autor de once novelas, cuatro libros de cuentos, nueve ensayos y numerosos textos críticos y académicos.

Dice que no encuentra diferencias a la hora de escribir para el ámbito universitario, la prensa escrita, un congreso de literatura o la industria editorial y sostiene que, a la hora de hacer crítica, es necesario quebrar tanto la endogamia universitaria como el antiintelectualismo que pueda haber en los medios.

Hombre de “centenarios” (en el 2017 publicó 1917, un trabajo sobre la Revolución Rusa vista desde sus personajes secundarios) hoy le tocó el turno a las vanguardias clásicas, ese movimiento artístico de ruptura ligado íntimamente a las revoluciones políticas que en la segunda década del siglo pasado transformó para siempre lo que entendemos por arte.

 

-        ¿Qué significó para la historia del arte la irrupción de las vanguardias clásicas: un antes y un después o fue un proceso entre otros?

No fue un proceso entre otros. Quizás se pueda parangonar con el establecimiento de la perspectiva en la pintura, que fue un punto de inflexión. Lo que sí diría es que esa condición de lo nuevo que pasa a tener un valor en sí, bajo una sensibilidad moderna tiene, en las primeras décadas del siglo XX, un momento de radicalización, una singularidad histórica y conceptual. Esto no se compara con los distintos momentos de novedad que aparecen en la historia del arte, en la medida en que no se propuso transcurrir como un proceso de transformación al interior de un estado de cosas, sino conmover y alterar ese estado de cosas, por lo tanto, la temporalidad cobra otra dimensión. Por eso las palabras a las que uno apela son “irrupción”, “ruptura”, para dar cuenta de un cambio en relación a la temporalidad. Es un gesto que se propone un corte en el tiempo más allá de lo que ocurra con ese movimiento después y aunque transcurre dentro de una temporalidad, al mismo tiempo se propone transformar la misma experiencia del tiempo.

-         Duchamp y su mingitorio como ejemplo universal de vanguardismo. Me preguntaba si, en última instancia, no son los curadores los creadores de la vanguardia, aquellos que decodifican lo difícil de percibir en el momento en que ocurre y lo definen como tal.

El mingitorio de Duchamp, esa referencia máxima del vanguardismo, entre todo lo que está trastornando, está la distribución de roles, porque lo que se está trastornando es la función del autor y la del curador. El gesto de colocación frente a una mirada es lo nuevo, más que la creación de un objeto. Estoy pensado que también podría ser el de crear un lugar nuevo entre la figura convencional del artista y la del curador.

-       ¿Por qué, siendo Borges, una figura central dentro de la literatura escrita en castellano, no fue un escritor rupturista? ¿Hay una cuestión de clase, de buen gusto, de elección por ese medio tono propio de la cultura británica a la que tanto amaba?

El análisis que yo seguí en ese punto fue el que hace Beatriz Sarlo sobre las condiciones socio-culturales argentinas de la década del 20, que produjeron una vanguardia moderada, la del grupo “Martín Fierro”. Cómo esa vanguardia trató de establecer una tradición contra la aparición masiva de los inmigrantes, a fines del siglo XIX y cómo esa necesidad de sostener una tradición tuvo un papel preponderante en el clima de época. A esto cabría agregar esta desconfianza que tenía Borges por toda sobreactuación o gestualidad subrayada, por la estridencia de lo nuevo, ese recelo irónico por los gestos ampulosos que la vanguardia tenía. Sin embargo, lo que Borges hace con el cuento en los años 40 es algo totalmente nuevo. El ocupa todas las posiciones: al morigerar todas las estridencias de la vanguardia al interior del grupo “Martín Fierro”; a la hora de repensar la tradición, reescribiendo en sus cuentos el Martín Fierro; al producir algo nuevo en el género más estable que es el cuento; al generar un nuevo lector, en fin, hizo todo. De alguna manera se propuso marcar una diferencia entre hacer algo nuevo y el fetichismo de lo nuevo.

-        Decís que la literatura argentina tiende a percibirse como una excepción frente a América latina, en relación a un supuesto vínculo privilegiado con Europa y la frase olvidable de Alberto Fernández puso este lugar común en evidencia. ¿Fue la crítica académica, (y estoy pensando en Josefina Ludmer, por poner un nombre), la que “descolonizó” ese imaginario de la literatura argentina?

Sí, pero no solamente. Noé Jitrik vuelve del exilio de México pero ya estaba trabajando en literatura latinoamericana con esa perspectiva, desde los años 60. Se trata más bien de un juego complejo de asimilación y transformación. En el imaginario de la identidad argentina, a partir de la gauchesca, el movimiento es desalojar la tradición indígena y negra en las ficciones de origen nacional, cuestión que está muy ligada a la frase de Alberto Fernández. La Argentina construye su identidad en el mito del gaucho, desplazando indios y negros, el propio Martín Fierro narra cómo combatir a los indios y cómo se mata a un negro. Gombrowicz, que era polaco, es decir, un europeo desplazado, es quien desarma la figura de centro-periferia y es el mayor crítico de la fascinación que veía en los escritores argentinos por todo lo que viniera de Europa. En la coyuntura de los años 20, la literatura argentina aparece desplazada en relación a las vanguardias en Latinoamérica que, por el contrario, absorben el espíritu de la modernidad, de las vanguardias europeas y al mismo tiempo inscriben eso en su propia tradición como lo que hace César Vallejo con la tradición indígena y París. El martinfierrismo lo que hizo fue construir la mitología gauchesca para asimilar la tradición europea.

-         ¿Por qué un debate sobre Cortázar y su relación con las vanguardias sigue siendo actual?

Cortázar fue clave en la escena de actualización de vanguardia de los 60. Frente a la pregunta del libro que es ¿cómo suscitar lo nuevo cuando lo nuevo ya ocurrió y es tradición? ¿Qué pasa con cada una de estas vueltas a la vanguardia? Cortázar supone un posicionamiento al respecto. Rayuela se presentó como desestabilizando convenciones. Además, él intervino activamente en los años 60 en el debate vanguardia-revolución. Yo creo que de lo que se trata es de redefinir el lugar de la vanguardia para que lo nuevo pueda ocurrir, y es lo que ocurre con Libertella, con la lectura que hace Piglia de las tres vanguardias (Walsh, Puig y Saer) mientras que en Cortázar lo que hay es la idea de que se podría volver a las vanguardias, simplemente retomarlas, y en su caso lo hace con el surrealismo, sobre la pretensión de que pueda ser nuevo. Yo lo planteo como un campo de disputa: cómo volver a la potencia de lo nuevo cuando lo nuevo ya ocurrió.

-        Dentro de las nuevas generaciones argentinas ¿qué escritores y escritoras considerarías vanguardistas?

En cualquier lista siempre falta alguien, no hay inclusión sin exclusión, más bien lo plantearía como un mapa tentativo. Tomando nuevamente el Martín Fierro, lo que hizo Gabriela Cabezón Cámara con Las aventuras de la China Iron y lo que hace Pablo Katchdajián con El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, me parece que son dos ejemplos fuertes de cómo la literatura puede instaurar lo nuevo, con y a la vez, contra la tradición. La ruptura no es empezar de cero, algo que está muy bien expresado en lo que les dice Trotsky a los futuristas en los años veinte: no estamos haciendo lo nuevo arrasando con la tradición, sino incorporándola y transformándola.

-         ¿Para vos la vanguardia es una respuesta formal a una situación política e histórica o es un efecto de lectura?

Hay una instancia donde pensamos la vanguardia como relación entre el arte y la sociedad. Hay otra instancia en la que la pensamos como un desarrollo inmanente del arte y hay otra instancia en la que se la puede considerar como un efecto de lectura que es lo que hizo Piglia: leer en clave de vanguardia esa literatura, para volverla de vanguardia.

-         ¿La vanguardia permanente es una posibilidad real o un horizonte al que se debería tender?

Es un horizonte, como la idea de revolución permanente. Es el mismo desafío: cómo sostener el cambio, la irrupción del puro presente. Hay que pensar la temporalidad de otra manera, no ya como la del progreso. Cómo algo puede ser nuevo y durar como nuevo. Cómo sostener la vibración de lo revolucionario durante el proceso de estabilización. Para decirlo en términos marxistas, hay que pensarlo dialécticamente.

-         ¿La crítica argentina es más radical que la literatura argentina?

En algunos casos, hubo una sensibilidad de vanguardia por parte de la crítica. Y estoy pensando en Beatriz Sarlo, que lee desde un paradigma modernista, desde el horizonte de las vanguardias y aquello sobre lo que trabaja es el carácter moderado de la vanguardia martinfierrista argentina. Qué mejor que esa sensibilidad para detectarlo. Hay un complemento entre la sensibilidad vanguardista de la lectura de Sarlo y la escritura de vanguardia de Josefina Ludmer en el libro sobre la gauchesca, en particular. Es un libro de crítica tremendamente experimental cuyo objeto es la tradición. Ese cruce entre lecturas y objetos, para mí, es sumamente interesante.

 

La vanguardia permanente

            El último título publicado por Martín Kohan es un didáctico ensayo sobre la herencia de las vanguardias clásicas en el que explica, relaciona, ejemplifica, retoma conceptos, sintetiza, haciendo honor a su fama de buen docente, y se atreve a la divulgación teórica, un género nada fácil.

            En él historiza la aparición de los principales movimientos de vanguardia en Europa, hacia finales de la Gran Guerra -algunos de ellos, ligados a la primera revolución comunista del mundo- que encontraron en el espíritu de la modernidad y su fascinación por lo nuevo el impulso con el que arrasar con la misma idea de arte.

            La efeméride le sirve para preguntarse si hoy el arte no ha adoptado una posición de repliegue y cuál es el lugar que tiene aquel arte que se postula como nuevo. Y frente a las concepciones posmodernas que celebran la derrota de las vanguardias, considera que ésta no anula su legado, sino que lo integra a la obra como parte de la misma.

            Describe las teorías que pensaron las vanguardias desde diferentes perspectivas: como expresión de las condiciones objetivas, como respuesta a la autonomización del arte o como pura provocación -y la hipótesis de Boris Groys acerca del papel de Stalin como hacedor del proyecto de la vanguardia parece confirmarlo.  

            Busca en la literatura argentina -su campo privilegiado de interés- las formas que asumieron las vanguardias y se pregunta cómo hacerle lugar a lo nuevo después de su irrupción.

            Sobre el modo particular que asumió la vanguardia en nuestro país, sigue el análisis de Beatriz Sarlo, quien afirma que el grupo “Martín Fierro”, liderado por Borges, le imprimió un carácter programáticamente moderado y encontró en el pasado criollo una forma de resistencia cultural a la inmigración masiva, frente al modo que asumieron en el resto de América latina, donde el impacto de las vanguardias europeas se hace evidente en el mismo modo de nombrarlas: estridentismo mexicano, ultraísmo chileno o movimiento antropofágico brasileño.

            La segunda oleada vanguardista, la de los años 60, sostiene, tomó distintos rumbos:  el que llevó al arte pop y tuvo al Instituto Di Tella como centro de operaciones; los experimentos surrealistas de la novela en Cortázar, las formulaciones de los escritores nucleados en la revista Literal (Germán García, Osvaldo Lamborghini y Luis Gusmán) y la de los escritores considerados por Piglia referentes de la posvanguardia -Walsh, Saer y Puig- en su modo, cada uno de renovar la literatura: el primero, en el uso inédito del testimonio, el segundo, en su rechazo irreductible a los consumos literarios y el tercero, en la incorporación de lo negado, la cultura de masas.

            Pero Kohan también es escritor y se pregunta, junto con otros, cómo hacer literatura radical después de las vanguardias. Para eso retoma el trabajo de Damián Tabarovsky de 2004, Literatura de izquierda, donde su autor defiende la idea benjaminiana del arte que viene del futuro como ruina del pasado y sostiene que al impulso que guiaba a la vanguardia se lo recupera como deseo.

            Escribir contra su derrota o apostar por la vanguardia permanente: en ese equilibrio inestable, en la dialéctica entre cambio y tradición, es donde anida, para Kohan, el arte.

Publicado en La capital de Rosario, 26/9/2021

lunes, 13 de septiembre de 2021

Wilcock, de Adolfo Bioy Casares

 Wilcock, de Adolfo Bioy Casares




De los inagotables papeles personales de Adolfo Bioy Casares que quedaron al cuidado de Daniel Martino, el editor del monumental Borges, entre otros títulos, llega este nuevo libro, un riquísimo material centrado en la figura de Juan Rodolfo Wilcock, quien tuvo el raro privilegio de participar de ese triángulo literario que formaron Borges, Bioy y Silvina Ocampo, alrededor del cual circularon muchos de los principales escritores de la época y que se reunían todos los miércoles en casa del matrimonio Bioy-Ocampo. 

Por sus salones desfilaban, cada semana, además de Borges y Wilcock, Estela Canto, Eduardo Mallea, Manuel Peyrú, José “Pepe” Bianco (secretario de redacción de Sur durante casi treinta años), Ricardo Baeza, las hermanas Norah y Haydée Lange y un largo etcétera que incluía a algunos pocos plebeyos como el fotógrafo Pepe Fernández o la periodista Marta Mosquera. Con la literatura como tema principal, estas tertulias también fueron el lugar donde circulaban los chismes maliciosos sobre los escritores ausentes y se despotricaba contra Perón y sus seguidores, celebrando el triunfo de la autodenominada “revolución libertadora”.

Pero la “mesa chica”, una suerte de pléyade que se mantenía a una distancia relativa y en tensión con la figura de Victoria Ocampo y el grupo Sur, brillaba con luz propia y conformó una de las sociedades intelectuales más productivas del campo literario argentino del siglo pasado. Durante algunos años, el grupo compartió encuentros, discusiones, viajes y proyectos literarios con Wilcock, un personaje contradictorio y talentoso, incómodo y perturbador que entró al grupo bajo el ala de Silvina Ocampo (juntos escribieron la pieza de teatro Los traidores) y después de muchas visitas a la casa familiar -donde lograba exasperar al padre de Bioy- llegó a convertirse en un amigo entrañable de aquél y en el mayor difusor de su obra en Italia, el país donde se instaló, en una suerte de exilio lingüístico, a partir de 1957.

Inteligente y sensible, critica la conferencia que da Victoria Ocampo sobre el género historieta al advertir el desconocimiento profundo de la oradora sobre el tema y demuestra ser un gran lector de la vanguardia, en clara oposición al tradicionalismo de Borges, Bioy y Silvina. 

Frente al estupor que le genera al selecto grupo constatar que muchos de los más destacados escritores argentinos han leído muy poco, Wilcock descubre que, hasta la llegada de los exiliados españoles por la Guerra Civil, no había en nuestro país narrativa extranjera traducida al español.

En Italia desarrolló una carrera que lo distinguió dentro del medio cultural italiano, al punto de convertirse en un influyente crítico y en una amenaza para figuras como Calvino o Moravia, el lugar donde publicó una obra compleja, muestra de su independencia intelectual y afianzó su trabajo como traductor en el que ya se había destacado en Buenos Aires, traduciendo algunos títulos de la colección “El séptimo círculo”. 

En su país de adopción se dedicó a difundir la obra de Bioy y de Silvina, abriéndoles el camino al mundo cultural italiano al conectarlos con las editoriales Adelpi y Bompiani. Así comienza un riquísimo tránsito cultural entre ambas orillas que lo encuentra a Wilcock empeñado en lograr un premio de poesía para Borges traduciendo contrarreloj sus poemas que publica en los periódicos donde colabora; traduce además las antologías de cuentos y poesía argentina y latinoamericana que habían compilado Borges y Bioy; traduce toda la obra de Bioy al italiano junto a su hijo adoptivo, Livio Bacchi e introduce la cuentística de Silvina en ese país.

Su muerte, en marzo de 1978, a consecuencia de un infarto mientras leía El infarto cardíaco, le hace honor a un personaje “lúcido e insensato”, como lo calificó su amiga Silvina, y en esa puesta en abismo, se cifra la figura perfecta de aquel que “de joven fue un excelente escritor argentino y de grande, un excelente escritor italiano.”



Wilcock


Daniel Martino, el editor de los papeles privados de Bioy, esta vez convirtió en libro lo que parece haber sido un proyecto inconcluso de ABC al momento de enterarse de la muerte de Wilcock: la publicación de sus reminiscencias sobre este gran amigo de Silvina que terminó formando parte del selecto grupo de pares al que incomodó con sus exabruptos, sus flagrantes contradicciones y una vida personal que le ganó el mote de pederasta y para el que, además de las libretas, cartas y diarios de Bioy, consultó las memorias publicadas por muchos de los escritores que aparecen aquí.

Sus opiniones sin filtro sobre el personaje en cuestión hablan más del narrador que del objeto narrado. El desprecio de Bioy por la falta de clase de su amigo, por la cultura popular, por lo nuevo en todas sus formas, y sus opiniones políticas conservadoras y golpistas. Su descripción de los conocidos ilustres, apellidos patricios (“pedantes bizantinos” como sus enemigos ideológicos los llamaron) 

Viajes de larguísimos meses que comparten por Europa (en los que el excéntrico Wilcock simula no entender el español) donde Bioy desnuda escenas que parecen salidas del film Titanic, en las que, como un auténtico dandy, se lamenta de las deplorables condiciones en las que viaja su amigo en tercera clase y de los hoteles y restaurantes baratos donde se hospeda y come, por otro lado, invitado de la distinguida pareja que viaja, como es su costumbre, en primera clase y elige cuidadosamente los restaurantes donde el delicado estómago del anfitrión no se resienta. 

Quedan al descubierto las tensiones que el ego provoca en estos escritores, y a pesar de la molestia que el carácter excéntrico y provocador de Wilcock generaba en Bioy, que lo consideraba un ególatra y desconsiderado, estas opiniones, que con el tiempo se fueron matizando, jamás hicieron mella en el respeto por su inteligencia que mutuamente se profesaron.

Y si hay algo en lo que coincidían era en las diatribas dirigidas a todos los escritores de su entorno que no fueran Borges o Silvina Ocampo, a quienes consideran loso únicos dueños del privilegio de vivir en “la Atenas de Europa”, a espaldas de Latinoamérica. 


Publicado en La gaceta literaria, 13/9/2021