lunes, 28 de enero de 2013

Autobiografía de Víctor Shklovski


La tercera fábrica / Erase una vez




Lleno de triste insolencia está este libro. El oximoron pertenece a su autor, que lo escribe “de puño y letra” en una dedicatoria, gesto que encarna los años de la primera vanguardia, la de los años 20 del siglo pasado, el tiempo al que Shklovski vuelve en estos dos textos autobiográficos, “La tercera fábrica” de 1926 y “Erase una vez” de 1964, para interrogarlo y dialogar con la generación que lo edificó: Maiakovski, Jacobson, los formalistas -Tinianov, Eichenbaum-, Blok, Iakubinski, los futuristas, Eisenstein, Gorki, Lenin.
Profundamente imbricado en su tiempo y su espacio amado, la ciudad de San Petersburgo donde nació en 1893 y el epicentro del proceso que llevó a la revolución rusa, con una prosa poética poderosa, ilumina, yuxtaponiendo fragmentos, todo lo que toca: la Gran Guerra; la simpatía de los soldados enemigos por la revolución; las fachadas de San Petersburgo donde lee el conservadurismo de la burguesía autóctona; Tolstoi y el siglo XIX ruso; los modos específicos de narrar en la oralidad; la imprescindible autonomía del intelectual frente al estado (“en nuestro trabajo es mejor no secundar, sino investigar”); el pasaje del lento siglo XIX, al apresurado siglo XX (“la juventud viaja en tranvía, la vejez vuela en un Tu-114”), como del imperio zarista a la república soviética en los modos de nombrar el mundo; la infancia, una y otra vez; el frío, el hambre y la escritura (“la papa y la zanahoria que traían de regalo, como si fuesen flores, la poesía y el día de mañana eran sagrados”); el trabajo comunitario en la OPOIAZ -la Sociedad para el Estudio de la Lengua Poética- donde los formalistas desarrollaron sus trabajos, mientras reflexiona y produce gran parte de la teoría que dominó los estudios literarios en Occidente hasta hoy.
La forma poética -principal preocupación de esta escuela- se presenta desde el inicio de “La primera fábrica”: “Yo pego el fragmento de un trabajo teórico. Como un soldado que al vadear un río levanta su fusil”. El montaje, procedimiento que el cine de Eisenstein inauguró, construye su escritura conformando un texto que entrama pequeños relatos o anécdotas cómicas -noticias interesantes sobre algo se lo llamaba en el siglo XVIII- que desdramatizan la dureza del contexto con afirmaciones definitivas acerca de lo humano en su sentido más profundo. “Quiero hablar con mi tiempo, entender su voz”, reclama Shklovski como condición de posibilidad para pensar la literatura y desde ese lugar debate con sus contemporáneos a través de cartas, como la que le envía a Jakobson cuestionándole su conservadurismo. (“Dime pelirrojo: ¿para qué quieres ser un académico?”)
El resultado es una obra que puede ser leída como un manifiesto hecho de fragmentos, donde el impacto de los medios masivos y de la publicidad que tan bien registró el constructivismo aparece en primer plano. “La ciudad se crispaba y se cortaba en partes.”
De la escultura aprende a hacer surgir en el material, la forma general; del incipiente cine, el montaje de dos ideas para producir una metáfora: “Vino la guerra y me cosió a ella con las charreteras de voluntario”; de la confrontación del escritor con su época y de la disrupción en la historia -la revolución-, las reglas del cambio en el arte; del relato de una historia de aventuras, los procedimientos del arte narrativo; de la idea de Tolstoi acerca de que observar las cosas para describirlas impide verlas, la sutileza de su estilo literario.
Capta en el discurso familiar, las marcas de clase de la pequeña burguesía rural: “Las tías... hablaban discretamente siempre de lo mismo, nunca de algo importante... Habrían podido ser personajes de Dostoievski si se hubieran permitido pensar y hablar de sí mismas.” Contra la filología clásica, busca detrás de los libros la vida del idioma y en la poesía, el mundo. (“Trazos de paisaje se adhirieron al fuego, se fundieron con los versos de Maiakovski.”) o cómo la vida y el artista cambian el sentido de las palabras según las necesidades expresivas de su época, cuestión que percibe en las canciones populares escuchadas en la calle que retornaban, transformadas en poesía, en los experimentos futuristas.
La revolución de Octubre, en su recuerdo, toma la imagen de una tormenta eléctrica en el mar. “Yo querría escribir que veo cómo rompen el pasado usando los relámpagos como palanca”. Y al considerar dialécticamente al pasado en el presente, que cambia como la sociedad humana, describe la ciudad en un doble movimiento (“A la izquierda estaba el redondo circo de madera Modern; aquí habrá mitines después de la revolución.”) con el que liga ambos tiempos irreconciliables.
“Yo tenía una ventana propia por la cual observaba el mundo” recuerda haber escuchado de labios de su maestro. Sus libros, con el tiempo, se transformaron en una de las herramientas imprescindibles para el trabajo intelectual, y conviene, como una linterna, tenerlos siempre a mano, para iluminar épocas oscuras.

Publicado en diario Perfil 27/1/13