lunes, 31 de marzo de 2014

Escenas de un loco amor

Romance de la negra rubia


Una larga frase incial fotografía el instante previo a la batalla campal entre la policía y los habitantes de un edificio tomado por artistas, en el momento en que vienen a ejecutar el desalojo. En uno de sus departamentos está Gabi, la protagonista, entregada al consumo ilimitado de drogas y alcohol, y frente a la irrupción violenta de la policía, se prende fuego, convirtiéndose, con ese acto, en el heroico emblema de la lucha contra la brutalidad del estado. Aunque poco tenga que ver el heroísmo con este acto temerario, el salto al vacío que supone, lo hermana con todos los sacrificados de la historia (y la nuestra es el horizonte sobre el que este texto se proyecta) fundadores de mitos de origen.
Pero suceso y representación mediática –a través de cámaras de TV, celulares o redes sociales- se superponen en la misma narración, que adopta la sintaxis del relato audiovisual, con el montaje de imágenes, el titulado de los textos periodísticos, el subtitulado de las películas mudas (y hasta los créditos) haciéndose cargo de la mediatización que domina todas las relaciones sociales pero sabiendo que los medios no construyen la realidad, sino que apenas la editan.
Toda una teoría del poder se despliega en la historia de “la sacrificada”, el personaje en el que se convierte la protagonista después de sobrevivir, con la cara deformada y la piel chamuscada, a su inmolación. Una teoría fálica de la construcción del poder que es la que encuentra en los modos en que las civilizaciones (y la judeo-cristiana, recuerda, es una entre otras) se impusieron: sacrificando al débil para conseguir el favor de los dioses. Una transacción, finalmente, como la que aprende a ejercer (“el que quiere tener algo tiene que saber muy poco, apenas cómo avanzar llevándose puesto todo hasta tener peso propio.”) cuando se deja utilizar por los punteros políticos a cambio de viviendas para las legiones de sin techo que habitan nuestro territorio y con la que consigue llegar hasta dirigir la provincia de Buenos Aires.
Convertida en obra de arte gracias a su rol de víctima, llega a la Bienal de Venecia (como parte de una instalación que expresaba distintas formas del martirio), el espacio donde arte, política y negocios se juegan con mayor estridencia, y es “comprada” por una millonaria suiza, decidida a completar la obra que juzga inconclusa.
Una nueva metamorfosis la lleva a transformarse de obra de arte en objeto amoroso, cuando la pasión termine fundiendo a las dos, “dos corazones abiertos como bocas”, en una sola persona, metafórica y literalmente.
Porque si hay algo que el texto deja en claro (y los textos anteriores de la autora podrían confirmarlo) es la urgencia por deshacer los límites. Entre la vida y el arte, entre el cuerpo y la obra, entre los cuerpos y su límite, la muerte, entre el lenguaje y las imágenes, todo pareciera perder su especificidad y ser capaz de transformarse, como el concepto que guía la instalación de la que forma parte, donde la música, “una especie de cumbia gótica y dodecafónica, deconstruída y vuelta a armar”, socava toda idea de solidez, de permanencia,“como una catedral gótica agujereada”, reconstruida con los materiales de la casa de una villa.

Y desde ese lugar, esa perspectiva, elige escribir: “me relato mi vida porque creo que es un libro. Porque… ha de ser que soy una de esas personas que no pueden separar arte de vida y la vida me quedó así, medio barroca, retorcida como una torre de Borromini, ... con los contornos difusos de todo lo que se derrite pero no termina de transformarse en otra cosa...” con la plasticidad de quien ha decidido subvertir, tensar la prosa hasta llevarla al límite, para encontrar que nada permanece en pie, en especial, las identidades fijas.

Publicado en diario Perfil, 30/3/14