martes, 2 de agosto de 2016

Hasta la victoria siempre, Piquito

Piquito a secas


La larga tradición de las fábulas políticas con personajes animales cuyos rasgos físicos y comportamiento remedarían los tipos sociales (Los viajes de Gulliver o Rebelión en la granja, por citar algunas) bien podría ser el horizonte donde este texto se inscribe. Su protagonista, Leonardo (que de “Piquito de oro” en la anterior novela pasó a “Piquito a secas”), un joven sociólogo que da clases de historia en el colegio privado de su esposa Josefina, ha matado a un tal Cianquaglini y la justicia está a punto de echarle el guante. Su madura y maternal esposa le ha contratado un abogado al que él define como “un ser jirafoide en todo sentido, moral y físicamente”, mientras su joven e inquieta vecina será apodada “huroncito”, “marmota”, la indiscreta testigo del hecho delictivo -perfecta representante de la doxa más acendrada- y la “foca” Peñalba, el psiquiatra y ex montonero con bigote setentista, al que visita obligado por las circunstancias.
Y Piquito, además de ser cobijado por su esposa, vive con sus muñecos de felpa, Cachimbo y Maloy, agazapado en su pequeño mundo del infans -por etimología, los que no tienen voz- seres de pura percepción y sabios en su completa ignorancia, los ayudantes indicados para su taller sobre la vida social (y sobre la contradicción que encierran sus términos) que imparte a un grupo de adolescentes dispuestos a atravesar la oscuridad de su pensamiento. Y en su mundo de diminutivos, sus “ideítas” son el atajo por donde avanzar por el conocimiento sin reducirlo y el modo de interrogar al ser humano. Para eso traza un arco que va desde los calmucos -aquellos hombres que mataron a Dios y lo dejaron tirado en el desierto- hasta la batalla de Stalingrado para enseñarles, junto con Marx, que todavía estamos en la prehistoria.
Contra todo propósito de erudición, desmonta los presupuestos de su propia disciplina y arremete contra su clase -ya no la pequeña sino la “ínfima burguesía”- donde caben todas las expresiones del progresismo: desde la beauvoiriana Josefina pero sin turbante, la izquierda “ambiental” que se respira en los pasillos de la universidad, hasta los militantes de la izquierda partidaria a los que define como mejillones adheridos a una roca en el mar. Y él mismo, Piquito guerrillero, que pertrechado por Josefina con una mochila llena de sus postrecitos preferidos y un fusil para armar, llega a la Sierra Maestra cuando la acción ya había terminado.
Con diálogos entrecortados que forman un continuo de lenguaje y sobreentendidos en lugar de un intercambio ordenado de opiniones -un artificio que este texto desmantela, tanto como a todo lo que encubre el imperativo de socialización: la normalidad, la salud, la hegemonía, el sentido común o el viento de época, y contra el discurso de la actualidad, elige el léxico arcaizante, construye un texto en el que las referencias literarias y filosóficas no son tópicos donde apoyarse, sino materiales para su trama, que junto con pequeñas incrustaciones raras configuran la sintaxis de los sueños.
Novela filosófica de pequeños ensayos como los que encuentra Josefina diseminados, derivas por las que Leonardo/Piquito se extravía en una fuga inmóvil en la que imagina escapar a Ucrania (su propia ucronía) atado a Josefina/Beauvoir, o hacia sí mismo, hacia la locura, como en las escenas de la batalla de Stalingrado que lo encuentran defendiendo el edificio en ruinas de su psiquis atormentada por un ejército de hormigas y a su psiquiatra en el papel de comisario político.

Pero hay algo en lo que Piquito no transige y es en ver en la adultez degradación, el motivo por el que los adolescentes “que saben todo lo que tienen que saber” se oponen a lo real, y como un profeta, apela a sus lectores -a los que imagina muy jóvenes- y los convoca a salvarlo de su propia humanidad.

Publicado en diario Perfil, 31/7/2016