miércoles, 28 de noviembre de 2012

La experiencia imposible


Residuos
deTom Mc Carthy




¿Cómo recuperar el sentido de la propia existencia cuando la memoria ha quedado reducida a fragmentos? Con este interrogante, el protagonista de este relato que ha sufrido un accidente que lo dejó en coma, con el cuerpo y la memoria destrozados, emprende la utópica tarea de recuperar su conexión con el mundo. El desajuste entre su cuerpo y su mente lo lleva a sentirse irreal y falso aunque pronto descubre cuánto de artificio esconde el comportamiento de cualquier grupo humano.
Cuando un desconocido ente lo indemniza con ocho millones y medio de libras a cambio de negar la existencia del accidente, una búsqueda metafísica lo lleva a encontrar en el número ocho (la figura del infinito) la cifra de la perfección y en el núcleo de palabras como “especulación” (la capacidad de imaginar futuros escenarios, según una de sus acepciones) el mecanismo que borgeanamente su mente adoptó durante el coma.
Experimentar el mundo a partir de su recuperación será para él transitar infinitas veces un mismo circuito trazado en ocho por las calles de su barrio e imaginar escenarios donde la experiencia se transformará en simulacros construidos por una mente atravesada por la tecnología.
El azar, culpable del accidente que sufrió por estar en el lugar donde estaba “como una ficha sobre la aterciopelada cuadrícula verde de la mesa de una ruleta” y de su consecuente riqueza, lo lleva a tener un déjà vu, cuando distingue una grieta en la pared del baño de un amigo que le trae el recuerdo que desde la grieta se abre al edificio completo (con sus habitantes, sus sonidos, sus olores) donde en algún momento, real o imaginario, se sintió auténtico.
El impulso de recuperar esa sensación, de reconstruir su mundo privado, lo convierte en una máquina obsesiva de recordar detalles infinitesimales (como el movimiento preciso del brazo de una vecina al sacar la bolsa de basura o el color exacto de las baldosas iluminadas por los rayos del sol) y contrata a una empresa dedicada a desarrollar cualquier proyecto imaginado por quien lo pueda pagar, para reconstruir literalmente aquellas coordenadas de espacio-tiempo. Repetir, hipnóticamente, las escenas, cientos de veces, como un estado al cual regresar una y otra vez, lo liga directamente al placer de los juegos infantiles en los que, como en sus recreaciones, no se trata de imitar sino de repetir el acto hasta el infinito en busca de la inmediatez perdida.
Las escenas recreadas (que recuerdan a las organizadas por el protagonista de Las hortensias de Felisberto Hernández) convierten a los participantes en autómatas obligados a reproducir infinidad de veces bajo su estricta supervisión el guión proyectado, similar al que repiten los empleados de la cadena de cafeterías a donde concurre, en un mundo (real o imaginario) que parece haber clausurado los derechos laborales para rendirse a los caprichos de los dueños de las acciones en alza.
Realidad y representación (o autenticidad y copia) se complejizan cuando exige, en un gesto de omnipotencia infantil, una maqueta a escala del edificio con sus habitantes y cambia los muñecos de posición mientras ordena a los recreadores hacer lo mismo. Al observarlos desde su ventanal, descubre que la distancia los hacía ver del mismo tamaño, en un juego de espejos en el que los simulacros se multiplican.
La obsesión cada vez más persistente por dominar la materia lo lleva a recrear distintos sucesos en los que los límites entre realidad y representación de desdibujan, como las reconstrucciones forenses de los asesinatos que él se empeña en reproducir.
Si el accidente, el devenir, es lo que modifica la materia, intentará detener el tiempo disminuyendo la velocidad de las escenas y descomponiendo los movimientos hasta el límite de la parálisis, como forma de expandir el instante y lograr la fusión con la pura experiencia, de tocar la esencia del “suceso real que él ni siquiera puede contar” (el accidente del cual no tiene memoria) como forma de lograr “estar al otro lado de algo”.
La invasión cada vez mayor de los sucesos recreados sobre la realidad (la última escena rehace, a la manera de un talk-show, el asalto a un banco en el mismo edificio del banco, después de renunciar a recrearlo en la réplica construida con ese fin) difumina los límites de una realidad contaminada por sucesos que, como los objetos en Tlön, se reduplican a uno y otro lado, hasta el momento demencial en que suceso y recreación colisionan.
Pero “todo es sólo un trocito de historia repitiéndose” dice el estribillo de una canción de moda que le recuerda que el suceso jamás ocurrió por primera vez, es sólo un eco de un eco de un eco recreándose infinitamente a través de todos los mundos posibles.

Publicado en diario Perfil

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