jueves, 15 de noviembre de 2012

Viaje al centro de la palabra

La barca silenciosa
Pascal Quignard



Perseguir las palabras que se resisten, mutan, pierden parte del sentido y conservan un resto "haciéndonos señas sin descanso", es la tarea del hombre de letras según Pascal Quignard, para quien la filología es un recorrido ontológico hacia lo que nos constituye: los relatos míticos que la humanidad se contó, desde siempre, una y otra vez, como forma de conjurar el miedo a lo desconocido.
Algo de este trabajo con las palabras quedó plasmado en la forma que Quignard le dio al libro (el sexto volumen de la saga Le dernier royaume): una suerte de ensayo que es una deriva por las formas en que el pensamiento occidental elaboró la muerte, en un diálogo con su situación de enunciación personal y colectiva, enlazando pequeños relatos, fragmentos de poemas, de textos históricos y filosóficos, con reflexiones propias.
Buscando el origen del término "corbillard" (coche fúnebre) encontró que designaba, en el siglo XVIII, a las barcas que transportaban bebés hasta el pueblo de Corbeil para ser amamantados por sus nodrizas. Ambas, concluye, son formas de nombrar el destino humano, en el centro del cual se halla el viaje como condición del ser.
Una antigua leyenda indoeuropea dice que los hombres son náufragos que llegan a una orilla desde otro mundo, que ya han vivido, y Quingnard la toma como punto de partida para dar cuenta de la psique humana, de la constitución de nuestra especie, de los modos de atravesar el dolor y del sentido que los rituales alrededor del nacimiento y de la muerte tenían en la Antigüedad y que sobreviven, transmutados, en nuestro tiempo.
El nacimiento del hombre como naufragio remite al abandono primero, a la pérdida de la madre, a la ausencia irrevocable que se reactualiza con cada muerto con el que nos enfrentamos en toda nuestra vida.
Otro de los ejes que atraviesa este trabajo, es el de la materialidad de la muerte, donde el cuerpo y lo que excreta, todo lo que nace y se descompone, adquiere una atención especial. Toda la tradición materialista proyectada en Sade, Bataille y los libertinos está funcionando en los relatos eróticos medievales y renacentistas que elige.
La lucha contra la religión, el ateísmo militante en términos de guerra, propio de la tradición francesa, lo lleva a valorar las formas posibles de la libertad individual, todo un programa de libertad política que elige la renuncia a la fe como traición o abandono del grupo y agrega que addictus es la palabra con que los latinos designaban al esclavo por deudas.
El suicidio, la posibilidad de elegir el propio morir, supone controlar el aniquilamiento, que para los vivíparos, es la pérdida de la madre, ese mundo oscuro, silencioso y solitario, guarida que es el yo antes del cuerpo, que el hombre busca recuperar en cada una de las formas en que el yo se pierde: en el sueño nocturno, en el auto-erotismo, en la lectura ("leer" y "solo", en chino, son homófonos, nos recuerda), en el juego infantil, frente al cadáver, en el silencio que define el abandono del lenguaje en el seno del lenguaje, que no es otro que el estado inicial, el del lactante o infans -que significa sin voz- y el de aquellos que fueron alcanzados por el Alzheimer.
Como seres de dos mundos, el recuerdo de la muerte nos habita y es el horizonte frente al cual el tiempo se constituye. Como pura partida sin retorno (como el nacimiento, como el orgasmo), es una interrogación que amenaza nuestro cuerpo, en tanto aquello que es del orden de lo imprevisible e irrevocable, el pasaje del nunca al ahora.
Pero la primera experiencia de la finitud no la da la muerte sino el invierno, cuando todo desaparece y se sume en el silencio. Baco, el dios de la oscuridad y de la hambruna, es el que erra en la noche invernal y al que se da muerte al final del invierno para nacer niño. Este era el sentido que la muerte tenía para los antiguos, la de extender un límite nuevo al término de cada año que renace, que ubica al tiempo como un nuevo comienzo que muerde, como el que tiene hambre atrapa la muerte bajo sus dientes.
Cuenta Virgilio que cuando Eneas llegó a las puertas del infierno se encontró con las almas de los que no habían sido sepultados, las de los niños muertos, las de los asesinados en forma violenta, las de los guerreros cuyos huesos no habían sido recogidos, las de aquellos que carecían de adioses. Son los muertos no completos que erran por el mundo. Quignard nos advierte que los sueños los ven y las decisiones los repiten.
Somos, al nacer, un pequeño objeto perdido frente a un gran objeto abandonado, una posibilidad de engullir que erra, vitalmente unida a una barca (que es el transporte y el traslado) y a una red (que es la predación y el lazo). Y en el final, como se lee en un epígrafe griego exhumado en 1878: “En los infiernos, sólo hay / huesos, nombres, cenizas”. Para ellos, concluye Quignard, para la sombra de aquellos a los que se amaba es para quienes se escribe, en lugar de someternos a la mirada de los que nos dominarán.

Publicado en diario Perfil

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