jueves, 15 de noviembre de 2012

El consenso social como mecanismo de control


El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible.
de Marc Angenot



Si hay un libro que condensa las líneas principales de una teoría, explicita sus presupuestos y sus alcances futuros, es el que acaba de publicar siglo XXI, a partir de la necesidad creciente de acceder al desarrollo de la teoría social del discurso por parte de los lectores en castellano.
Heredera de los postulados del círculo de Bajtín, de Frankfurt, de Foucault, Eliseo Verón, Bourdieu y en especial de Gramsci, propone un abordaje transdisciplinar (desde la sociología, la historia y la semiótica) de las prácticas discursivas en un período determinado. El año 1889 en Francia fue el elegido por Angenot para desarrollar su teoría sobre el estado de los discursos que lo llevó a postular los mecanismos que regulan la producción discursiva en toda sociedad.
Partiendo de la premisa de que la argumentación y la narración, las dos formas en que se constituyen los discursos, son hechos sociales y por lo tanto históricos, las creencias e ideas vinculadas a ellos son las que marcan los límites de lo pensable y no el “espíritu de la época”. Y para arribar a esta conclusión partió del concepto de hegemonía de Gramsci que le sirvió para postular que no hay historia sin ideas puestas en discurso (no hay sujetos sin relatos) que dan a los actores un mandato y un sentido a sus acciones. El discurso social será entonces un conjunto de reglas de encadenamiento de los enunciados que en una sociedad organizan lo decible, lo narrable y lo opinable (es decir, hace a los enunciados inteligibles) y asegura la división del trabajo discursivo.
Es muy interesante ver cómo la tendencia a la homogeneización actúa anulando lo inesperado, de manera que lo nuevo corre el riesgo de pasar inadvertido, ya que todo debate se desarrolla apoyándose en una tópica común, así como la originalidad se fabrica con lugares comunes.
En toda masa de discursos (la mayoría de las veces, antagónicos) hay dominancias, maneras de significar lo conocido, propio de una sociedad. A esto Angenot lo llama hegemonía: las reglas que definen lo aceptable, la normativa del lenguaje correcto, que impone dogmas, fetiches y tabúes discursivos (categoría en la que entra la pobreza y lo marginal), impone las formas aceptables de tratarlos, distribuye legitimidades y establece jerarquías.
En definitiva la hegemonía es a la producción discursiva lo que los paradigmas de Kuhn o las epistemes de Foucault son a la suma de los saberes que prevalecen en una época: un sistema regulatorio que predetermina la producción discursiva.
Si la hegemonía define un enunciador legítimo con derecho a hablar en el lugar de los que no lo tienen (los locos, los niños, las indígenas, etc.) produciendo un discurso universal y a la vez distintivo, Angenot intentará encontrar la génesis de un paradigma o visión del mundo general que domina todos los discursos en una coyuntura determinada y descubrir todo lo que el discurso social, en su afán de producir consenso, oculta o desvía de la mirada hasta invisibilizarlo.
Al decir todo, el discurso social transforma lo no decible en lo impensable, lo absurdo, para un estado de la sociedad, que deviene posible de ser dicho en la generación siguiente, lo que demuestra la inestabilidad del discurso social. Al tener el monopolio de la representación de la realidad, contribuye a hacerla homogénea, ordenada, aunque se presenta como pluralista y democrático y también deja en la sombra lo que elige ocultar, de manera que lo nuevo deriva en utopismo, aquello que emerge y carece de topos, lo cual explica el hecho sorprendente de que un acontecimiento pueda derivar de una representación (el discurso periodístico es muy prolífico en este sentido) y una representación pueda volver aceptable un hecho brutal (los chistes son los vehículos ideales).
Los individuos, según Foucault, son producidos por el discurso que in-forma a los sujetos con todas sus propiedades, gustos, identidades. Basta ver el campo político como una gran máquina de producir identidades (hoy se tiende a ser “K” o “anti K”) para comprender por qué el siglo XX, que fue pensado en el siglo anterior como el que enterraría a las religiones, fue el de la sacralización de lo político, el que produjo los mayores genocidios y el de las religiones enfrentadas hasta su destrucción. Y si la historiografía percibió que las dos grandes ideologías modernas (socialismo y nazismo) provienen de la teología cristiana y en su secularización persisten esquemas religiosos bajo un maquillaje racionalizador, Angenot sostiene que esto es posible sólo porque las categorías teológicas antiguas eran categorías políticas encubiertas por una conciencia trascendental.
Y si la racionalidad que en el siglo XIX era sinónimo de ciencia, hoy se ha desplazado a la vida pública y al ámbito discursivo, Angenot nos invita a seguir las líneas de su investigación actual hacia el campo de la retórica que le permite delimitar las lógicas que sustentan las formas de la argumentación, reveladoras de las sociedades que las produce.

Publicado en diario Perfil

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