lunes, 12 de noviembre de 2012

Por los caminos de la lectura


Una larguísima fila de personas alrededor del espacio donde se juega la disputa por el reparto de la renta en nuestro país, se dibuja todos los años, durante el mes de abril, para convocar un ritual que promete un encuentro entre los autores de los libros y sus lectores, sin mediaciones. Suponiendo que algo de esto fuera posible (la utopía de la anulación del mercado editorial) sorprende el fervor con el que millones de espontáneos lectores esperan este momento. La vieja tensión entre arte y mercado se renueva y los especialistas se preguntan dónde ubicar este fenómeno que expresa la paradojal situación de un mercado editorial que (por lo menos en las economías centrales) cuantitativamente se extiende mientras que el interés por los modos tradicionales de leer se retrae, en una sociedad donde los jóvenes mayoritariamente parecieran no leer, mientras existe infinidad de opciones de lecturas no canónicas como la publicidad, internet, revistas especializadas, etc. dirigida a ellos.
Pero las estadísticas de la sociología no alcanzan a recortar una figura inquietante, la del lector aislado y abstraído que hasta el siglo XVII convivió con la del oyente de los textos que alguien leía en las tabernas, alrededor de la mesa familiar, en los salones y academias o en los monasterios (toda una cultura de la recitación que hoy sobrevive cada noche en la habitación de los pequeños analfabetos insomnes). En los comienzos de este siglo se reconfigura en el internauta que conecta bloques de texto en forma no secuencial, pudiendo elegir los modos de acceso a la lectura, en sintonía con la idea de textualidad abierta, inacabada, que plantea Barthes en S/Z, una textualidad que difumina las fronteras entre lector y escritor y que construye un lector más activo, más cercano a la idea de productor que de consumidor. El que encuentra en los blogs su espacio privilegiado, un espacio donde el centro o eje se reconfigura a medida que se mueve por una red de textos, haciendo de la intertextualidad y del montaje su razón de ser, tal como lo definió Derrida en su concepción de la gramatología, como el arte y la ciencia de conectar y expandir el texto, diseminándolo.
“¿Qué libro se llevaría usted a una isla desierta?” es una pregunta, entonces, apropiada para un momento histórico preciso, aquél en que quedó consolidada la imagen de la lectura ligada a la soledad y el aislamiento. Suponemos que en una isla desierta difícilmente encontraremos una comunidad de oyentes y menos aún, conexión a internet.
Está claro que la lectura no es sólo una operación intelectual abstracta, sino que se efectúa a través de técnicas, de gestos. Es una inscripción en el cuerpo, en el espacio, que se exhibe en las fotos de los escritores en su lugar de trabajo, con un fondo de estantes plagados de libros o en los rostros concentrados de aquellos que leen en el subte, en el tren, en la cama o en su sillón favorito. Es además una relación consigo mismo y con los otros, que tiene el doble sentido de apropiación e intercambio, ya que lo que el lector puede hacer con los textos es tanto consumirlos, criticarlos, como rechazarlos o incluso responder a ellos produciendo un texto nuevo, en un proceso dialéctico y comunicativo.
Para los historiadores de la lectura, los autores no escriben libros sino textos que se transforman en objetos escritos –manuscritos, grabados, impresos, o textos informatizados- manejados de diversas maneras por lectores de carne y hueso cuyas formas de leer varían con los tiempos, los lugares y los ámbitos.
De la lectura en voz alta a la lectura silenciosa durante la antigüedad griega, en la que el manejo de grandes cantidades de texto por los historiadores y filólogos exigió este cambio de tecnología, pasando por la lectura de un rollo que implicaba toda una gestualidad que incluía la voz -ya que el estudio de la oratoria en la Roma clásica exigía una lectura expresiva y modulada que resultaba casi una performance- las formas que los hombres y mujeres encontraron para disfrutar de esta actividad se pueden rastrear a lo largo de toda la serie literaria.
Ricardo Piglia, en su ensayo El último lector, especie de autobiografía literaria desde el lugar de la crítica, recorre las distintas imágenes de lector que aparecen en la literatura, para la cual aquél constituye un interrogante sobre el que vuelve una y otra vez.
Encuentra en la figura del lector como héroe trágico inventada por Borges (lector extremo, infinito), la matriz de la que surgen todos los modelos de lector. Aquél que por leer mal pierde la vida (o la pone en riesgo) o pierde la razón en la búsqueda del sentido. Tanto el Quijote como Emma Bovary o Anna Karenina son ejemplos de esto y además actúan, en términos teatrales, los efectos de una lectura en la que buscan lo que en su vida les falta.
Pero todos ellos son, también, lectores de novelas y como tales, son criticados dentro de su propio texto por desarrollar una actividad que encierra el peligro de la irrealidad.
Para Roger Chartier, sin embargo, en el lector de novelas se sintetiza el modo de leer de la modernidad, donde se lee para creer, no para descifrar. En este sentido, la ruptura con los modos de lectura de la alta Edad Media es notoria, donde la tradición de lectura -heredada de la antigüedad- se basaba en los estudios gramaticales y abarcaba cuatro funciones: la lectio, el proceso por el cual el lector descifraba el texto reconociendo todos sus elementos, la emendatio, donde el lector corregía la copia del texto como consecuencia de la transmisión de manuscritos (y muchas veces los modificaba), la enarratio, el comentario de las formas retóricas y literarias y su interpretación y el iudicium, donde se valoraban las cualidades morales y filosóficas del texto. Descifrar valiéndose de las gramáticas era una necesidad, teniendo en cuenta que los manuscritos se copiaban en “scriptio continua”, es decir, sin separación de palabras ni pausas, que a pesar de las dificultades que planteaba, tenía una ventaja más que interesante: proponía un texto neutro al lector, que de este modo podía marcar las divisiones por su propia iniciativa según su nivel de comprensión, es decir, su modo de leer. Muchos siglos después y en respuesta al estructuralismo, la teoría de la recepción llamó a esto el “horizonte de experiencia” que el receptor aporta indefectiblemente cuando interpreta un texto.
Pero creer en lo leído puede convertir al lector en visionario, aquél que lee para saber cómo tiene que vivir. Es el caso de muchos personajes de Arlt y de los lectores de horóscopos que confían en que el texto les está dirigido personalmente. El bovarismo, otra forma de cruzar la lectura con la vida, está presente en muchos de los personajes borgeanos (Dalhman, el protagonista de “El sur”, a quien el ansia de leer Las mil y una noches le produce un accidente que lo lleva a la muerte, o los peones de “El evangelio según San Marcos” que después de escuchar un relato de la Biblia, crucifican a aquél que se los leyó) o en Robinson Crusoe, quien se salva, literalmente, cuando encuentra el texto sagrado y lo lee como a un oráculo.
Quizás la más acabada figura de lector sea la de Hamlet, quien entra en escena después de haber dialogado con el fantasma de su padre leyendo un libro. Definido como el arquetipo del personaje melancólico y vacilante, esa vacilación es, para Piglia, la del sentido, aquello que funda la interpretación.
Civilización y barbarie es la dicotomía con la que la modernidad pensó a nuestro país y en ella se condensa la tensión que ha recorrido nuestra historia: la acción frente a la lectura. Sarmiento, el letrado que intenta descifrar el enigma del otro monstruoso (“Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte”), Borges, encerrado en la biblioteca paterna concibiendo historias de cuchilleros y en los 60, la figura mítica del che Guevara, para quien la salida de la biblioteca y la entrada en la acción sólo es posible a través de la política. Toda una generación de militantes políticos se construyó a partir de este modelo, quizás una forma extrema del concepto de praxis política.
Pero además de preguntarnos qué es un lector, podríamos pensar qué significa para él o ella la lectura. ¿Una bitácora? ¿Un remedio para melancólicos? ¿Una tabla de salvación? ¿Un puente hacia otras vidas posibles? ¿Un consuelo para timoratos?
Territorio que debe ser conquistado, la define Graciela Montes, de ahí la necesidad de construir ese vínculo, ese “pacto con la ficción”, ese “paso de un tiempo a otro tiempo” que es el acto de la lectura.
Del otro lado del puente espera la literatura, una versión moderna de la mitología, dice Umberto Eco, que la define de este modo porque cree que así funciona en nuestros días. Sin ella la gente se conocería mucho menos a sí misma, sostiene, porque la literatura nos enseña cuál es nuestra tarea.
Pareciera que ese “paso de un tiempo a otro tiempo” tuviera algo de sortilegio, exigiera un rito de iniciación en el que siempre hay algo de pacto satánico, de entrada a una cofradía y es la adolescencia el momento de búsqueda afiebrada de un absoluto que nos permita recuperar el sentido perdido, el momento de las identificaciones con personajes modélicos, muchas veces al límite de la pérdida del yo (Mark Chapman, recordemos, quizás bajo los efectos del bovarismo, se inspiró en el protagonista de El guardián en el centeno a la hora de asesinar a John Lennon).
Podríamos pensar, siguiendo a Fernando Savater, que el encuentro con el mundo de la narración pura, que es el tiempo cíclico del mito (según Benjamin, el momento del origen genealógico de la moral, donde se forja el héroe, el elegido, el que siempre se recuerda a sí mismo) es la condición de posibilidad de entrada a la literatura.
Lo propio de la narración entendida de esta manera es la utilidad y por eso siempre ofrecerá un proverbio, una indicación práctica a su lector, al que incluye como futuro protagonista. Siguiendo esta línea, agrega Savater que la narración, por ser esperanzada y esperanzadora, es incurablemente ingenua, en el sentido etimológico que Corominas le da a la palabra ingeuus, que significa: noble, generoso, nacido libre. Es el héroe que incita a la identificación y que advierte a sus lectores de unos peligros que por sólo escuchar ya empiezan a correr.
Las novelas de aventuras (para la mayoría, puerta de entrada a la literatura) tienen entonces un fuerte carácter iniciático: comienzan con un viaje al que un adolescente es convocado por un instigador (figura demoníaca a quien teme y venera) mediante un mapa, un objeto mágico, un relato fabuloso. Con él emprenderá un periplo rico en peripecias hasta afrontar a la Muerte misma. En el camino dejará, junto con la casa paterna, la infancia, como el protagonista de La isla del tesoro y si todavía hoy este texto funciona, es porque ha tomado a los lectores como destinatarios de su historia. La narración, que retorna una y otra vez como el tiempo cíclico del mito del cual proviene, les provoca la angustiosa sensación de correr junto con el héroe su misma suerte y preguntarse qué les espera. A los que se atreven a iniciarse en esta nueva vida, lo que les espera es toda la literatura, ya no como un mundo autónomo de la realidad o en oposición a ella, sino como “un horizonte que nos revela el sentido del mundo a través de los ojos de otro”, como plantea la escuela de Constanza y su teoría de la recepción estética, para la cual la actividad creadora es la que permite tornar transparentes todas las otras funciones de la acción humana y descifrar, incluso en la distancia temporal, espacial o cultural, la experiencia del mundo.
No hay peor pesadilla imaginada que la de un mundo sin libros. Lo que la ciencia ficción nos ha enseñado (tanto en Fahrenheit 451 como en 1984) es la capacidad humana de reconstruir lo real a partir de un libro, o mejor aún, que mientras sobreviva un lector, existirá siempre la posibilidad de preservar un resto de sentido del caos de la destrucción. Quizás sea éste el lugar donde resida su heroísmo.

 
Si la literatura nos enseña cuál es nuestra tarea, nos invita a conocernos, a “ir a fondo” como propone Julio Verne en 20.000 leguas de viaje submarino, hasta encontrar lo que nos sustenta –nuestras peores pesadillas, nuestros deseos reprimidos- el marco histórico determinará los alcances de esta búsqueda.
Hasta bien entrada la década del 60 los protagonistas de las novelas de aventuras que los jóvenes lectores “devoraban” en la gloriosa colección “Robin Hood” configuraban los modelos de vida para ellos. A partir de ese momento, con la irrupción de los medios masivos, la lectura de libros compartió el espacio con la lectura de revistas y los modelos de identificación se trasladaron a las historietas mejicanas (donde conviven cow-boys, superhéroes y jóvenes a go-go) o a las elaboradas bandes-dessinées francesas y belgas.
Con el crecimiento personal, el entretenimiento pareciera dar paso a otro tipo de búsqueda, más cercana a los tortuosos meandros de la novela moderna. La identificación pasará de los héroes victoriosos a personajes quebrados, violentos o descentrados como los de Capote, Fitzgerald o Salinger, en ocasiones oficinistas mediocres como los de Benedetti, o intelectuales que deambulan por las ciudades buscándose a sí mismos como el cortazariano Horacio Oliveira o Tomatis de Saer.
La literatura de chicas, gracias a las pioneras anglosajonas del siglo XIX (las Brontë, la Alcott o la Austen) mitigó, en parte, el sexismo que dominaba la literatura y abrió el juego a la identificación con personajes femeninos más profundos y contradictorios como Claudina de Colette o Ana, la protagonista de las historias de Lucy M. Montgomery, para encontrarnos a todas, unos años más tarde, queriendo ser la Maga (la mayúscula es de Cortázar).
Una saga famosa que en los últimos años marcó la iniciación a la lectura para muchos adolescentes en todo el mundo es Harry Potter. Si bien su protagonista es un varón con todos los rasgos del héroe en términos benjaminianos, -el elegido, aquél que jamás olvida su tarea-, Hermione, su contra-figura femenina, además de compartir la audacia y el heroísmo del protagonista, concentra muchas de las características femeninas como la autoexigencia (por no hablar de su preocupación por el pelo) o la obsesión por obtener los mejores resultados académicos, estrategias de las mujeres para alcanzar la valoración social. Escrita por una mujer, democratizó las posibilidades de identificación, diversificándolas.
Para todos los lectores, hombres y mujeres, la buena literatura es la que conmociona, tensa los límites y permite meterse en un mundo alternativo y si funciona, es porque se basa en el principio constructivo de encarar los conflictos, no evitarlos. Y para los que leemos desde este alejado punto del cono sur, el recorrido tiene una parada ineludible: la literatura argentina, el espacio donde se juegan las tensiones del campo cultural y político y de nuestra propia historia.

Publicado en diario Perfil 19/04/2009

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