lunes, 23 de abril de 2018

Cien años no es nada

1917

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Sin teoría no hay revolución, se decía en los tiempos en que la sombra de Lenín y Trostky gravitaba en el horizonte político de todos los movimientos sociales del mundo. O sin lenguaje no hay acción, podríamos agregar junto con el autor, ya que es la palabra (dictada, escrita, enviada por carta, traducida, declamada) de los que lideraron la primera revolución proletaria del mundo, lo que está en el centro de la mirada del autor de estos textos que hacen de la amalgama entre Historia y ficción, una forma personal de experimentación narrativa.
Prologados por Eduardo Grüner, un especialista en historia cultural, entre otras yerbas, que como buen docente, aprovecha este espacio para introducirnos en la densidad del contexto de ese gran acontecimiento que inauguró el siglo XX, quien subraya con precisión el lugar desde donde elige narrarlo Kohan: un segundo plano desde el cual espiar la intimidad de aquellos cuyos nombres se han adjetivado y han pasado a engrosar los manuales de teoría política.
Esta mirada sesgada es la muestra, para Grüner, de un estilo que apuesta por una literatura “menor”-en el sentido formulado por Deleuze- que, atenta al detalle, se abre hacia lo general. Como el pormenor que elige para hablar de El Capital, el libro que engendró el proceso revolucionario y a sus líderes, cuyos alcances filosóficos, sostiene, nos siguen interpelando.
Muchos narradores -personajes secundarios de la Historia- circulan por sus relatos: el agregado militar francés durante los sucesos de Octubre, las secretarias que asistieron a Lenín en el final de su vida, el guardaespaldas de Trotsky durante su largo destierro, personajes que tuvieron el raro privilegio de compartir su intimidad y cuya subalternidad le sirven para afinar esa mirada al bies sobre los grandes hombres que los salva del panegírico.
Pero el centro de su atención se lo llevan las distintas figuras de intelectual que aparecen y que parecieran opacar al hombre de acción: Lenín y Trotsky, relatando en sus cartas las bondades de sus días en prisión que les permitían, como en una torre de marfil, aislarse para leer y escribir. Es que frente a la experiencia del exilio la patria es la escritura, declara el autor y cualquiera que tenga una relación vital con el escribir, lo sabe. En Trotsky reconoce la figura trágica del lector concentrado, que como Dahlmann, el protagonista del relato borgeano “El sur”, por “perderse” en la lectura pierde la vida y recupera la escena en la que el asesino de Trotsky irrumpe en su estudio y lo sorprende leyendo.
Un hombre armado con un bolígrafo” se definía a sí mismo Trotsky. Y la dialéctica entre acción y palabra encuentra su cifra en la escritura de Mi vida, el intento autobiográfico que emprende en esos años con el cual se propone, como en un juego de cajas chinas, continuar “la lucha a la que he consagrado mi vida.” Una vida que comienza el mismo día de la revolución de Octubre y en esa coincidencia se jugaría la tensión entre vida privada y acción política. Pero para el autor, lo personal no es político, sino que cede a lo político y la sangre de Trotsky salpicando el manuscrito que había comenzado a escribir sobre Stalin, lo resume trágicamente.
Y es en la oralidad, en la voz (pero ligada también a un tono, a un estilo) donde se jugaría el sentido de esta historia: la afasia de Lenín, aquél cuya mayor arma era la palabra; la lucha de Trotsky con la lengua extranjera en el alegato del cual depende su vida o las cartas de Gramsci a sus hijos desde la cárcel, el espacio donde construir una relación imposible.
Pero otra tensión recorre estos textos: la dialéctica entre arte y política, resumida en las figuras de Lenín-Gorki y Trotsky-Breton. Un tensión frente a la cual, concluye este autor, el único lugar posible para un escritor es el no lugar.

Publicado en diario Perfil, 18/3/2018

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