Su lucha
Enero de 2016 trajo muchas viejas
novedades: en lo doméstico, un sorpresivo cambio político con el
que seguir en la misma senda; en lo general, la liberación de los
derechos de la obra que sintetizó las líneas ideológicas que
configuraron la mitad del mapa político europeo del siglo pasado,
Mein Kampf.
Lejos de considerarla una etapa
superada, un grupo de historiadores alemanes preparó una edición
anotada de tan magna obra, en la que contextualizan, discuten y
explican a las nuevas generaciones la sarta de necedades que este
genocida concibió (y que llegó a publicar doce millones de
ejemplares) para dotar de argumentos a sus planes de exterminio. Y
como la historia no se repite pero retorna -como farsa- son muchos
los que se interrogan si estos argumentos tan convincentes para
tantos han perdido vigencia.
Martin Amis, con su novela reciente,
La zona de interés, es uno de ellos y en el límite entre
ambos géneros, Patricio Lenard acaba de publicar la historia
ficcionalizada del proceso de escritura de Mi lucha,
registrado en los diarios que Rudolf Hess escribiera durante 1924, el
año que ambos estuvieron en prisión por el fallido golpe de estado
en Baviera.
Comenzando con un procedimiento que la
literatura argentina a partir de Borges acuñó, la ficción que se
autoproduce, y construyendo una escena puramente escrituraria donde
el texto nuevo resulta la traducción anotada de un supuesto
manuscrito recién descubierto (que además, es la copia que la viuda
de Hess hizo de su diario, a escondidas de su marido), leemos el
puntilloso registro diario que Rudolf Hess llevó de sus gloriosos
días en la cárcel como secretario de Hitler cuando tipeó el primer
tomo del libro en cuestión.
Muy rico es el material con el que
Lenard trabajó, los años del proto-nazismo -nacido al calor de la
derrota alemana en la Primera Guerra, del derrumbe de su poderosa
economía y del avance de su principal enemigo, el comunismo
soviético- los años en que se fue consolidando una reacción
paranoica y desquiciada a todas las promesas libertarias y pacifistas
que la revolución social proclamaba y, como su espejo invertido, se
iba pergeñando una sociedad purificada por la eugenesia, donde poder
terminar de una vez y para siempre con la amenaza judeo-marxista,
cuestiones que el libro de Hitler, como buen manual doctrinario,
expone con toda claridad y que sospechosamente, la mayoría, por
aquellos años, parece no haber advertido.
Los diálogos entre los futuros
funcionarios nazis que nutren los capítulos de la novela, leídos
hoy, parecen salidos de una convención de psicóticos, tanto como
resulta difícil diferenciar al Führer de cualquiera de sus
caricaturas, como evidente encontrar en el fanatismo de Hess por su
líder una muestra de amor homoerótico escondido detrás de tanta
virilidad y misoginia. Personajes, al fin y al cabo, de una ficción
que recupera en las extensas y documentadas notas al pie, las
consecuencias que en el plano de la realidad tuvieron todas estas
disquisiciones trasnochadas.
Pero en este texto, tan pegado a la
Historia, la ficción resiste y lo hace en los modos en que se
plantea la política, como el arte de hacer creer, como una forma
posible de lectura, o como el relato de una ficción paranoica en la
que los judíos son una enfermedad a combatir hasta extirpar del
cuerpo social, y la raza aria, un ideal a alcanzar. Y los textos
históricos, como las memorias de Hitler y su paso por las trincheras
de la Gran Guerra, un documento a tergiversar, y como algunos
capítulos de Mi lucha, un material posible de manipular por
el afiebrado mecanógrafo que años después, a espaldas de su jefe,
huyó a Escocia para intentar torcer el destino de una Historia que
se empecinaba en no aceptar el relato de la primacía de los más
fuertes.
Publicado en diario Perfil, 7/2/2016