Romance de la negra rubia
Una larga frase incial fotografía el
instante previo a la batalla campal entre la policía y los
habitantes de un edificio tomado por artistas, en el momento en que
vienen a ejecutar el desalojo. En uno de sus departamentos está
Gabi, la protagonista, entregada al consumo ilimitado de drogas y
alcohol, y frente a la irrupción violenta de la policía, se prende
fuego, convirtiéndose, con ese acto, en el heroico emblema de la
lucha contra la brutalidad del estado. Aunque poco tenga que ver el
heroísmo con este acto temerario, el salto al vacío que supone, lo
hermana con todos los sacrificados de la historia (y la nuestra es el
horizonte sobre el que este texto se proyecta) fundadores de mitos de
origen.
Pero suceso y representación
mediática –a través de cámaras de TV, celulares o redes
sociales- se superponen en la misma narración, que adopta la
sintaxis del relato audiovisual, con el montaje de imágenes, el
titulado de los textos periodísticos, el subtitulado de las
películas mudas (y hasta los créditos) haciéndose cargo de la
mediatización que domina todas las relaciones sociales pero sabiendo
que los medios no construyen la realidad, sino que apenas la editan.
Toda una teoría del poder se
despliega en la historia de “la sacrificada”, el personaje en el
que se convierte la protagonista después de sobrevivir, con la cara
deformada y la piel chamuscada, a su inmolación. Una teoría fálica
de la construcción del poder que es la que encuentra en los modos en
que las civilizaciones (y la judeo-cristiana, recuerda, es una entre
otras) se impusieron: sacrificando al débil para conseguir el favor
de los dioses. Una transacción, finalmente, como la que aprende a
ejercer (“el que quiere tener algo tiene que saber muy poco, apenas
cómo avanzar llevándose puesto todo hasta tener peso propio.”)
cuando se deja utilizar por los punteros políticos a cambio de
viviendas para las legiones de sin techo que habitan nuestro
territorio y con la que consigue llegar hasta dirigir la provincia de
Buenos Aires.
Convertida en obra de arte gracias a
su rol de víctima, llega a la Bienal de Venecia (como parte de una
instalación que expresaba distintas formas del martirio), el espacio
donde arte, política y negocios se juegan con mayor estridencia, y
es “comprada” por una millonaria suiza, decidida a completar la
obra que juzga inconclusa.
Una nueva metamorfosis la lleva a
transformarse de obra de arte en objeto amoroso, cuando la pasión
termine fundiendo a las dos, “dos corazones abiertos como bocas”,
en una sola persona, metafórica y literalmente.
Porque si hay algo que el texto deja
en claro (y los textos anteriores de la autora podrían confirmarlo)
es la urgencia por deshacer los límites. Entre la vida y el arte,
entre el cuerpo y la obra, entre los cuerpos y su límite, la muerte,
entre el lenguaje y las imágenes, todo pareciera perder su
especificidad y ser capaz de transformarse, como el concepto que guía
la instalación de la que forma parte, donde la música, “una
especie de cumbia gótica y dodecafónica, deconstruída y vuelta a
armar”, socava toda idea de solidez, de permanencia,“como una
catedral gótica agujereada”, reconstruida con los materiales de la
casa de una villa.
Y desde ese lugar, esa perspectiva,
elige escribir: “me relato mi vida porque creo que es un libro.
Porque… ha de ser que soy una de esas personas que no pueden
separar arte de vida y la vida me quedó así, medio barroca,
retorcida como una torre de Borromini, ... con los contornos difusos
de todo lo que se derrite pero no termina de transformarse en otra
cosa...” con la plasticidad de quien ha decidido subvertir, tensar
la prosa hasta llevarla al límite, para encontrar que nada permanece
en pie, en especial, las identidades fijas.
Publicado en diario Perfil, 30/3/14