domingo, 18 de febrero de 2024

Él habla en el silencio

 Entrevista a Guille Félix

Una vez más, una editorial independiente, Blatt & Ríos, publica la primera novela de un joven escritor, Guille Félix, Él habla en el silencio, apostando por una voz nueva para un tema que no tiene antecedentes en nuestra literatura como es la vida dentro de un seminario católico.

Lo que podría ser un relato bien pensante, pleno de denuncias y estereotipos, resulta una historia no exenta de ternura y dolor, con personajes decididos a vivir su fe de una manera bastante poco canónica.

Bajo el paraguas de la vocación religiosa, aparece el gran tema de la vocación sin más, ese “llamado de los dioses” que tantas veces se hace desear, que desvela a muchos jóvenes a la hora de decidir su propio destino y que, junto con los secretos y las vacilaciones, así como con los lazos que se van armando en esta comunidad de varones jóvenes, construye un clima cargado de deseo y de pasión religiosa.

Tiempo argentino conversó con su autor quien, después de escribir obras de teatro y guiones, luego de diez años, logró ficcionalizar su propia experiencia dentro de un seminario.

 

¿Vos estudiaste teología, no es así?

Yo estudié teología en la UCA y después en el seminario mismo, en Campana, donde estuve tres años, en mis veintes, pero no seguí la carrera eclesiástica. Ahí conocí este mundo. Tardé diez años en terminar de escribir la novela. Estando en el seminario empecé a escribir algo, pero no quedó nada de eso porque no encontraba la forma de contarlo. Hasta que un día, en un taller, empecé a escribirlo y salió la novela. Para mí, fue un gran desafío, el de acercarle a la gente que no tenía idea de lo que es el mundo de la Iglesia ciertos conceptos, un tipo de vocabulario, toda una cosmovisión. Y, por otro lado, una de las cosas que más me costó trabajar era el tono y la relación con la Iglesia, porque yo no quería que fuese una crítica cruda y tampoco quería que fuese totalmente liviana, digamos. Entonces tenía que encontrar ese término medio.

 

Vos escribís teatro y guiones, incluso dirigiste cine. Sin embargo, esta historia es absolutamente literaria.  

Pensé que ibas a decir lo contrario, pero está bueno, no lo había pensado. Está bueno porque en realidad a mí, por dedicarme al teatro y al cine, a veces me es difícil decidir qué formato va a tener la historia que quiero contar. Y yo la pensé como una película o como una obra de teatro, pero después dije, bueno, capaz de la novela pueden surgir otras cosas.

 

Creo que es particularmente literaria, con toda la cuestión de lo dicho y lo no dicho, el secreto y los silencios.

Sí. Un poco también era un desafío y era un juego mío. Porque yo soy un poco pacato también. Entonces había cosas que yo no sabía cómo contarlas o no quería contarlas. Entonces jugué un poco con el silencio. Hay un montón de temas que no se hablan en la novela, que están mostrados. El tema de la homosexualidad, el tema de la vocación.

 

¿Qué te propusiste contar con esta vida de seminaristas a la que no le encuentro antecedentes en la literatura argentina?

Yo, la verdad, soy muy de buscar referencias y me costó un montón encontrarlas, fue prácticamente imposible. Una que encontré es Las Relaciones Particulares, que es una novela francesa. De hecho, me gustaba mucho ese título, pero ya estaba tomado. Y aparte, me parece que no son muchos los ambientes en los que un grupo de adultos conviven. No sé, Gran Hermano puede ser o en el ejército, pero no hay tantas referencias de grupos de adultos que vivan juntos de esa manera. Y eso genera ciertas relaciones particulares entre los involucrados que es un poco lo que yo quería mostrar. Cómo esas relaciones se van transformando en otro tipo de relaciones, dejan de ser una amistad. Ellos se llaman hermanos entre ellos, pero no son hermanos. No son amigos, son compañeros, pero son un poco más que compañeros. Así que hay una cantidad de vínculos que se van armando, están los más grandes que ayudan a los más chicos, están los “engominados”.

 

¡Los “engominados”!

A mí me gustan mucho. De hecho, es lo que más llama la atención. Pero no tienen voz, no tienen nombre, son un colectivo. Y el tema del nombre es algo importante, todos los personajes principales tienen nombre menos el protagonista. Y yo quería jugar con la cuestión de los nombres, porque me parecía que es algo casi bíblico: yo te nombré antes de que nacieras.

 

¿Quiénes son estos personajes?

Bueno, los engominados, para mí, pertenecen a un grupo conservador.

 

¿El Opus Dei?

No necesariamente. Hay otros grupos así y ellos están como huérfanos, esta es la idea que yo tenía. Son huérfanos porque su mentor, el fundador de la congregación está preso por abusos. Esto no está en la novela, estaba en un capítulo, pero después lo terminé sacando porque era mucha explicación. Y aparte porque me gustaba más esta cosa del misterio. Entonces ellos terminan disgregados y un grupo de cinco llega a este lugar donde están. Pero sí, es como una congregación conservadora. No es ninguna en particular y es todas a la vez.

 

El seminario (y la novela) empieza con el protagonista en un retiro de silencio. “El ruido no hace bien. El bien no hace ruido” lee y yo pensaba en ese rumrum en la cabeza que padecemos los neuróticos. Más allá de la experiencia religiosa ¿a qué le da paso el silencio? ¿Hay lugar hoy para el silencio?

A mí el silencio me pone nervioso. Para mí tiene mucho que ver con la soledad, un tema que me interesa tratar, tanto el silencio como la soledad. Para mí tiene que ver con el estar solo, pero no como algo malo, sino la soledad como un estado. Es muy difícil estar en un silencio total hoy. Meditando quizás uno puede llegar a estar en ese estado. Yo nunca lo logré, la verdad. Y de hecho creo que el protagonista tampoco. A él le cuesta mucho rezar, por ejemplo, porque no puede estar en silencio.

 

Son muchos los misterios o los secretos que puede haber intramuros y esta novela no es la excepción, pero para mí el misterio central es el de la vocación, una experiencia personal e intransferible. ¿Qué clase de vocación es la vocación religiosa?

Yo creo que es un llamado mucho más intenso, porque requiere vivir una vida de entrega. Yo mismo, cuando creí que Dios me llamaba a ser sacerdote, sentía que todo lo que hacía -porque yo tenía actividades, hacía muchas cosas- no era suficiente. Que nada era suficiente. Que yo tenía que entregarme al cien por ciento.

 

Algo así como entrar en un grupo guerrillero.

Bueno, de hecho, los “engominados” pertenecen a un grupo que se llama la Milicia. Tiene que ver con eso, con ser soldados de Dios. Y bueno, en ese momento a mí me pasó eso de sentir que yo necesitaba más, que necesitaba estar un cien por ciento.

 

No hay en la novela una gran separación entre la vida apartada de los clérigos y la vida civil. ¿Son tan diferentes estos mundos, hay sincretismo o es la Biblia junto al calefón?

Bueno, un poco mi objetivo era ese, mostrar la conexión entre los dos mundos, que capaz desde afuera se ve como la Biblia y el calefón, como algo totalmente opuesto o contradictorio. Pero quería mostrar también esa conexión hasta en los consumos culturales de los seminaristas. Porque, incluso a mí me llamó la atención en ese momento, porque mucho de eso surge de mi propia experiencia. La verdad es que cuando yo entré al seminario pensaba que era, bueno, como los “engominados”, una cosa seria. Y ahí adentro me di cuenta de que no, que veíamos películas, que escuchábamos música, que estábamos como muy cerca del mundo. A veces se critica el mundo ¿no? Incluso mismo en la novela. Como que el mundo es una cosa y ellos son otra. Pero la verdad es que es imposible separarlos.

 

Contra lo que podría esperarse, no hay sexo, pero sí mucho erotismo. Y si hay algo que aprendimos con Bataille, es que en la base de la experiencia religiosa está el erotismo. ¿Tuviste presente a este autor a la hora de escribir la novela?

La verdad que no. La realidad es mucho más práctica: a mí no me gustan las escenas de sexo. Me cuesta muchísimo escribirlas, son muy difíciles. Son muy difíciles de leer también. Entonces, de hecho, en un momento pensé en agregar una y estuve leyendo y buscando la manera de contarlo y la verdad es que me resultó muy difícil. Tampoco hay ningún indicio de que ellos tengan una relación, no hay certeza de eso, aunque uno podría imaginarlo.

 

Lo que hay en la novela es un rechazo hacia las mujeres. O están muy desdibujadas o son personajes negativos. ¿La mujer es el otro absoluto para este colectivo?

Yo creo que sí. De hecho, el personaje dice que sus compañeros son misóginos. Cuando hablan de las monjas, las monjas son menos para ellos, menos que una mujer. Son menos que ellos, están a su servicio. También fue algo difícil porque yo quería mostrar esa misoginia sin que la novela fuera misógina. Los personajes lo son y la Iglesia también lo es en cierto sentido.

 

Es muy interesante cómo se expresa la propia subjetividad, la cuestión de los gustos personales, los consumos culturales, que van en contra de cualquier estereotipo. ¿Eso es algo que te propusiste?

Sí. Yo quería mostrar otro aspecto de la Iglesia, quería hablar sobre el sacerdocio, sobre la fe, que muchas veces está puesta en duda. Del protagonista no se sabe qué tanta fe tiene, quizá no le falta fe, lo que le falta es vocación de estudio, vocación en general, más bien, parece un adolescente cualquiera.

 

¿Estamos solos frente a las elecciones o es algo que está dentro de un marco social? Porque elegir la carrera religiosa es una cosa bastante transgresora frente al mandato social de formar una familia, por ejemplo.

Sí, hay algo de transgresión ahí, de diferenciación. Esto que decimos de querer estar separados del mundo es querer demostrar algo también. Algo del orden de la superioridad ¿no? Se dice que cuando un cura camina por la calle es testimonio de la Iglesia.

 

¿Estás trabajando en algún proyecto nuevo?

Estoy trabajando en una novela. Muchos me dicen que haga la secuela de El habla en el silencio, pero no creo que pase, por lo menos por ahora. Pero sí, estoy trabajando en una obra de teatro y en una novela. Bueno, en realidad yo tengo la idea de hacer una trilogía que hable sobre la Iglesia. Sería una novela sobre un seminarista, que es ésta, un libro de cuentos sobre diferentes personas viviendo su fe de diferentes maneras y una novela que… pero todavía no puedo decir nada.

 

 

Él habla en el silencio

 

Lejos de los relatos perturbadores o asfixiantes de los conventos (hay toda una zona del gótico que tiene como escenario las mazmorras y las escenas de tortura) esta novela tiene la frescura y la inocencia de ciertos relatos estudiantiles.

El protagonista, que ingresa en un mundo al que cree autónomo respecto de su vida familiar, rápidamente descubre que sus “hermanos” viven una suerte de Juvenilia que los acerca a sus congéneres varones, donde conviven las películas de Hollywood con las noches de póker y alcohol. Donde el edificio parroquial alberga un salón para fiestas de 15, el empacho se cura con el viejo método de la cinta o los grupos de seminaristas de otras zonas del país tienen muchas más similitudes con las tribus urbanas de lo que podría pensarse.

Y como todo colectivo de varones, donde la defensa de la identidad está muy presente, el rechazo a las mujeres se hace evidente, aunque la novela logra sortearlo con mucha habilidad, tanto como el juego entre la experiencia erótica y la experiencia religiosa, que se expresa a través del aliento, que no es otra cosa que la voz, ya que el protagonista está siempre esperando que Dios le hable, en una zona de ambigüedad que une la voz de Dios con el aliento a alcohol de sus hermanos.

Pero no sólo el Padre le resulta distante: su propio padre también. Si el primero “habla en el silencio”, el otro no comprende su elección, lo que lo deja muy solo y que él irá aprendiendo con mucho dolor. Algo que cualquiera que haya atravesado ese desierto que es la entrada en la juventud, conoce muy bien.

Publicado en Tiempo argentino, 18/2/24

sábado, 17 de febrero de 2024

La interlengua

La protagonista de esta novela, nacida en Francia de padres argentinos exiliados desde el año 75, vive en Buenos Aires, ciudad a la que llegó hace una década y que, por motivos poco claros para ella misma, nunca abandonó. En un curso de italiano con alumnos ansiosos por abandonar su país de origen para encontrar en Europa un futuro mejor, descubre que aprender una lengua es, inevitablemente, errar, y en el doble sentido de ese verbo se cifra parte de su historia.

El aprendizaje de ese nuevo idioma la lleva a emprender un viaje por el territorio de las lenguas romances -castellano, italiano y francés- para intentar descifrar el interrogante de cuál es su lengua materna, si el español de sus padres o el francés de su país natal, o ambas, mientras se pregunta cómo entender a una madre con la que no se comparte la lengua materna. Una flecha dirigida al cuerpo materno que, en su caso, empezó con el doble desarraigo. Si el idioma, dirá, es como el cuerpo, es en el corazón donde tiene su lugar, y la definición de “lenguas romances” lo expresa hermosamente.

Y es la experiencia de lo trans (ese movimiento que se desmarca del origen tanto como del destino) la que la enfrenta a la paradoja de añorar lo que nunca vivió, aquello que los franceses llaman bled, la nostalgia por el país de origen de los padres, ese paraíso perdido que la hace llorar con cada gol de la Scaloneta o con el sonido de los bombos en una manifestación. Pero también la enfrenta al abismo de perder “la casa de la lengua”, aunque fuera ella “la que se cortó sola la lengua.”

Vivir en esa interlengua será, desde su experiencia como extranjera, quedar desnuda frente a desconocidos, en ese momento en que el lenguaje todavía es pura denotación, y descubre en aquellas expresiones intraducibles que la dejan a mitad de camino entre un idioma y otro, como un Dr. Jekyll, la experiencia del desdoblamiento, un lugar que a la vez le permite captar en los sonidos propios de cada lengua, el carácter que le imprime a sus hablantes (como la belleza del sonido “ch” y de las palabras que lo contienen) o en la falta de ciertas palabras, los límites para expresar determinados sentimientos.

La Final Francia-Argentina termina por alejarla de un novio cada vez más distante y de la pertenencia a una identidad blindada por el triunfo. “No vi venir este final”, dice, refiriéndose no sólo al partido y a su pareja, sino al intento de horadar ese sentimiento de doble extranjería que la hace naufragar en el vacío.


Publicado en La gaceta literaria, 11/2/24

Desolación

            Con un título abrumador y un diseño de tapa que lo refleja, en el que una enorme piedra pende sobre un campo vacío bajo un cielo amenazante, esta nouvelle de la consagrada escritora australiana Julia Leigh, deviene una cachetada a la sensibilidad del lector con la delicada condensación de la mejor poesía.

            Una mujer llega desde Australia con sus dos hijos pequeños y su brazo derecho en cabestrillo a la señorial casona paterna en la campiña francesa, después de largos años de ausencia, al mismo tiempo que su hermano y su cuñada llegan del hospital con su bebé muerta recién nacida. La mujer, que así se la nombra a lo largo del relato, ha entrado en la casa por una pequeña puerta lateral alentando a su hijo de 9 años a romperla a topetazos, y esa distancia con el dolor filial es la que permite aflorar los detalles con los que se va rearmando una historia familiar minada de pequeñas y grandes tragedias.

            Con diálogos mínimos y frases apenas enunciadas, la narración va exhibiendo las marcas de la desolación, como la que impide a los dolientes padres enterrar a su hija o la que impulsa a los hijos de la mujer a escapar en un bote del horror que anida en la casa de su abuela y de ese paradisíaco jardín plagado de flores como un gran cementerio. Y con escenas cinematográficas de una gran potencia, encuadra las imágenes con las que arma el rompecabezas de lo siniestro, aquello del orden de lo familiar que no debía ser mostrado, cuando lo íntimo se torna extraño y lo extraño se vuelve familiar.

            Y es la mirada infantil la que desautomatiza lo que el sentido común opaca, revelando, a través de sus grietas, la verdad que anida en los secretos familiares y en las provocaciones, todo lo que no debía ser dicho. Y que exhibe el artificio que encierra aquello que la costumbre naturaliza, como la maternidad, que lleva a la parturienta a portar a su hija muerta, el “bulto”, como una muñeca con la que jugar a ser mamá o a la mujer, a descubrir con asombro en los movimientos de su mano izquierda, una gestualidad nueva y en ella, todo lo que el hábito esconde. Quizás, una teoría de la literatura para esta notable escritora en la que resuenan los principios del extrañamiento de los formalistas rusos.

Un relato extremo y bestial en el mejor de los sentidos que, entre muchas cosas, es un pequeño tratado sobre el perdón y la compasión, cuando una frase de cortesía dicha al pasar, désolé, “lo siento”, lejos del estereotipo, en este texto, cobra un sentido profundo.

Publicado en La gaceta literaria, 11/2/24