lunes, 24 de agosto de 2015

La memoria entre líneas

Tan buenos chicos




En el Castillo, un colegio pupilo para “hijos del azar y de ninguna parte” donado por un militar desertor de las guerras napoleónicas, vive su adolescencia, en las afueras de París y durante los años de posguerra, un grupo variopinto de jóvenes bajo la mirada estricta y paternal de su director. Y será uno de ellos, Patrick, convertido en escritor, el encargado de reconstruir aquellos años en los que la rueda de la fortuna no les había mostrado todavía su cara más amarga.
Narrado por momentos a dos voces, desde una mirada adulta y desencantada que tiene el mismo tono envejecido y melancólico de los films que una vez al mes el protagonista se encargaba de proyectar en el internado, van apareciendo, a partir de encuentros azarosos del narrador con los personajes que poblaron su pasado: un antiguo compañero convertido en habitué de boliches fuera de moda, un solitario profesor atormentado que persigue jovencitos como un fauno, padres enriquecidos e indiferentes que han empujado a su hijo fuera de su mundo, una madre inestable y nada maternal que guarda en un destartalado desván los recuerdos de sus años de esplendor, una antigua compañera de la infancia enceguecida por un mentiroso profesional o personajes fantasmales como “la condesa” y su hija, “Joya”, actrices de una película proyectada infinidad de veces para un único espectador en la que reconoce su propia vida. Todos guardan un secreto tan ominoso como la Historia negada de la que acaban de sobrevivir, como lo exhiben las distintas identidades que asumen algunos de ellos a lo largo de su vida, y que el narrador vislumbra, como detrás de una bruma, y que desde cierta candidez muestra, sin llegar a desentrañar.

En esta novela, Modiano consigue, una vez más, construir un relato atemporal como un castillo gótico pero a la vez atravesado por la historia europea que, desde un lugar sesgado, asoma mostrando apenas y entre líneas, la perversidad y el ensañamiento con los que fueron moldeados sus protagonistas.

Publicado en diario Perfil, 23/8/2015

lunes, 3 de agosto de 2015

Actualidad de la escena teatral

Detrás de escena

Resultado de imagen para detras de escena editorial excursiones

Asombra saber que la ciudad de Buenos Aires cuenta con más de 600 salas teatrales entre el teatro oficial, el comercial y el off. Con este dato contundente, los editores de Excursiones, siguiendo la línea editorial de apostar por el ensayo crítico contemporáneo (con un bonus track: dos obras de la artista plástica Elba Bairon), convocaron a dieciocho dramaturgos, directores y actores argentinos de diferentes generaciones, todos muy activos, a reflexionar sobre una práctica que después de 2.300 años de vida continúa sosteniéndose en el encuentro entre cuerpos, objetos y voces, en un tiempo y un espacio -su soporte original, como señala Mauricio Kartun- y que la absorción por parte del mercado de sus formas más bastardeadas como el sainete o el teatro costumbrista, lo ha liberado y le ha permitido llegar a ser el laboratorio de experimentación que es hoy.
Una red energética, así lo describen varios de los autores convocados, en la que el actor será
el catalizador por el que los textos atraviesan y su cable a tierra, la mirada y el oído del espectador.
Del lado de la escritura teatral, lo equiparan a pilotear una máquina que se está armando a sí misma en pleno vuelo. Porque lo propio del teatro es el movimiento, aquello que se puso a andar a partir de una idea de Osvaldo Dragún en los años finales de la dictadura y que explotó en ese acontecimiento que fue “Teatro Abierto” y que Tato Pavlovsky convoca a recuperar como potencia transformadora, quizás, el antecedente de una tradición que llevó a Buenos Aires a ser hoy la ciudad con más salas teatrales por habitante.

Para los nuevos dramaturgos, la escritura dramática parte de una promesa. En el proceso de creación de la obra -que para esta generación, no puede sino ser colectivo- ésta debe producir ideas que no existían al momento de sentarse a escribir, para cumplir con la máxima que dice que la obra debe ser más inteligente que el artista, y se definen como “constructores de presente”, el oficio que mejor los identifica.

Publicado en diario Perfil, 2/8/2015

Viaje al interior de sí

Guanaco


De los muchos modos de interrogarse acerca de la identidad, la literatura de viajes es uno de los más atractivos y persistentes. Y cuando el propósito es encontrarse con esa zona fronteriza en más de un sentido que es el Norte argentino, el viaje podrá revelar diferentes rumbos.
La estrategia, en este caso, es la del viajero que registra los matices que puede contener un espacio antropogeográfico y que habla de una relación física con el entorno, más allá del deslumbramiento por el escenario humahuaqueño, condición de posibilidad de la novela. El espacio que se ha convertido en centro de atracción del turismo hippie extranjero y vernáculo para varias generaciones que hicieron del viaje de mochilero a Cuzco un rito de iniciación, es el que el narrador recupera, pasados treinta años, en un segundo viaje que emprende, esta vez, con los mismos amigos con los que transitó su adolescencia durante la dictadura, como modo de conjurar la turbulencia emocional en que lo dejó su reciente divorcio.
Y es alrededor de una de las prácticas ancestrales más significativas, la cocina, con sus productos, sus olores y texturas propias, donde se desarrolla la trama, en el bar Huemes, un antiguo almacén que un grupo de mujeres jóvenes -y no autóctonas, pero que ha adoptado el lugar como propio- recicla hasta convertirlo en un centro de producción y vida, en resonancia con la tradición matriarcal de los pueblos agrícolas, haciendo de los recursos tradicionales como la cría de guanacos y de llamas, la comida regional y un paisaje deslumbrante, una posibilidad cierta de vida.
No parece sencillo elegir, para salir al ruedo, la Puna, el espacio geográfico que Héctor Tizón convirtió para siempre en zona literaria. Sin embargo, la novela lo aborda con plena conciencia del riesgo del folklorismo -esa deformación de la cultura regionalista, que al mitificar, borra toda posibilidad de conocimiento y de crítica- y logra esquivarlo con habilidad.
Pero si en Tizón el espacio rural, frío y devastado, está, como en Rulfo, dominado por la quietud, el atraso, la austeridad, el ensimismamiento, otra es la visión que aparece en esta novela -como lo atestiguan las movilizaciones de las comunidades rurales por la falta de agua potable- no casualmente escrita en un contexto político diferente, de protagonismo campesino e indígena.

Pero lejos de la denuncia, la mirada compasiva, la militancia pro indigenista o el color local, este texto elige ubicarse en un lugar -que la fotografía ampliada de un indio omaguaca que sus dueñas seleccionan para colgar en el bar Huemes, refleja- en el que poder “dejarse mirar por la foto ellas mismas.” Porque “si algo descubren las fotografías se ve no porque el tiempo vaya a paralizarse, como supone a priori una foto; más bien lo que capturan es una retención, la masa de tiempo que asimila por las suyas cada elemento del terruño.” Una imagen pictórica que en su plasticidad, concentra y expresa la poética de este personal viaje al interior de sí mismo, en la que la figura no será la de un ser abstracto, sino que tendrá el tono justo entre un yo que es, a la vez, muchos.

Publicado en diario Perfil, 1/8/2015