Guanaco
De los muchos
modos de interrogarse acerca de la identidad, la literatura de viajes
es uno de los más atractivos y persistentes. Y cuando el propósito
es encontrarse con esa zona fronteriza en más de un sentido que es
el Norte argentino, el viaje podrá revelar diferentes rumbos.
La estrategia, en este caso, es la del
viajero que registra los matices que puede contener un espacio
antropogeográfico y que habla de una relación física con el
entorno, más allá del deslumbramiento por el escenario
humahuaqueño, condición de posibilidad de la novela. El espacio que
se ha convertido en centro de atracción del turismo hippie
extranjero y vernáculo para varias generaciones que hicieron del
viaje de mochilero a Cuzco un rito de iniciación, es el que el
narrador recupera, pasados treinta años, en un segundo viaje que
emprende, esta vez, con los mismos amigos con los que transitó su
adolescencia durante la dictadura, como modo de conjurar la
turbulencia emocional en que lo dejó su reciente divorcio.
Y es alrededor de una de las prácticas
ancestrales más significativas, la cocina, con sus productos, sus
olores y texturas propias, donde se desarrolla la trama, en el bar
Huemes, un antiguo almacén que un grupo de mujeres jóvenes -y no
autóctonas, pero que ha adoptado el lugar como propio- recicla hasta
convertirlo en un centro de producción y vida, en resonancia con la
tradición matriarcal de los pueblos agrícolas, haciendo de los
recursos tradicionales como la cría de guanacos y de llamas, la
comida regional y un paisaje deslumbrante, una posibilidad cierta de
vida.
No parece sencillo
elegir, para salir al ruedo, la Puna, el espacio geográfico que
Héctor Tizón convirtió para siempre en zona literaria. Sin
embargo, la novela lo aborda con plena conciencia del riesgo del
folklorismo -esa deformación de la cultura regionalista, que al
mitificar, borra toda posibilidad de conocimiento y de crítica- y
logra esquivarlo con habilidad.
Pero si en Tizón el espacio rural,
frío y devastado, está, como en Rulfo, dominado por la quietud, el
atraso, la austeridad, el ensimismamiento, otra es la visión que
aparece en esta novela -como lo atestiguan las movilizaciones de las
comunidades rurales por la falta de agua potable- no casualmente
escrita en un contexto político diferente, de protagonismo campesino
e indígena.
Pero lejos de la
denuncia, la mirada compasiva, la militancia pro indigenista o el
color local, este texto elige ubicarse en un lugar -que la fotografía
ampliada de un indio omaguaca que sus dueñas seleccionan para colgar
en el bar Huemes, refleja- en el que poder “dejarse mirar por la
foto ellas mismas.” Porque “si algo descubren las fotografías se
ve no porque el tiempo vaya a paralizarse, como supone a priori una
foto; más bien lo que capturan es una retención, la masa de tiempo
que asimila por las suyas cada elemento del terruño.” Una imagen
pictórica que en su plasticidad, concentra y expresa la poética de
este personal viaje al interior de sí mismo, en la que la figura no
será la de un ser abstracto, sino que tendrá el tono justo entre un
yo que es, a la vez, muchos.
Publicado en diario Perfil, 1/8/2015
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