Del mundo que conocimos
Un escritor que forma parte del canon
de una literatura nacional bien puede elegir los cuentos con los que
armar una “no antología”: un recorte de su obra guiado por la
pura subjetividad a pesar de que “no todas las páginas cuentan con
mi aprobación crítica”. Mojones, algunos y otros, saltos al
vacío, marcaron para este autor recientemente fallecido, un
recorrido vital, es decir literario, que empieza por “La madre de
Ernesto”, uno de sus primeros cuentos y más famoso, sobre la
experiencia de lo abyecto, aquello “monstruosamente atractivo”
que perturba un orden, al que nada le es familiar y que se construye
sobre el no reconocimiento de los límites. Es el territorio de la
complicidad y la traición, de lo ambiguo y tenebroso, que reaparece,
como en el universo del gótico, en “El candelabro de plata”.
Y el dream team con el que la
literatura de Castillo dialoga es la generación de escritores que lo
precedió: Borges, Cortázar, Arlt, Onetti, a la que responde con una
grafía propia con la que logra momentos de intensidad única como en
“Patrón”, el relato de una venganza sexual que encuentra en
“Emma Zunz” su correlato en el corpus borgeano.
Pero no es el
único. Si “a la realidad le gustan las simetrías y los leves
anacronismos” en “Triste le ville” (una cita de Triste-le-Roi,
la escena del crimen en “La muerte y la brújula”), un hombre,
por un error atribuido al azar, encuentra un boleto de ida que lo
llevará a vivir la muerte de su doble y antítesis.
Y en otra zona de
su literatura, la que lo emparenta con Onetti, encontramos la serie
del escritor maduro e inactivo y la muchacha, y en ese encuentro se
jugará su proyecto literario: alcanzar “el resplandor efímero de
la belleza y su verdad”, asimilando la figura de la Poesía a la de
la Muchacha. En “Los ritos”, el recuerdo luminoso de una joven
relatado a la mujer conquistada la modela y embellece, a la manera de
una escultura cincelada. O en “Carpe diem” (tópico clásico de
la juventud efímera), la confesión de un hombre de su último
encuentro con una muchacha venida de no se sabe dónde que vuelve a
bajar del tren con el mismo vestido, construye una escena onettiana a
la que le da una vuelta de tuerca: sabiéndola muerta, es en la
belleza de la escena donde encuentra la prueba de su existencia.
La tristeza, el
cansancio, el alcohol parecieran ser las marcas de la lucha del
personaje con la escritura, de la que Castillo cuenta en el prólogo
haber salido, en una ocasión, a través del ajedrez, esa metáfora
del policial de enigma, cuyo orden abstracto se le revela “mucho
más hermoso que la vida”. Como en “La cuestión de la dama en el
Max Lange”, un policial clásico narrado desde el punto de vista
del asesino, donde el interrogante sobre cómo acosar a la dama,
deviene, para el marido engañado, la posibilidad de vengar, en la
figura del otro la infidelidad, cuando descubre en ella la forma
invertida del amor.
Y de los reversos
borgeanos, pasa a las formas del fantástico que Cortázar tan bien
explotó: los pasajes temporales y espaciales. En “Las panteras y
el templo”, el pasaje de la literatura hacia la realidad textual
será el relato de cómo la escritura vampiriza una escena
ritualizada del género de terror, la del hombre que mira a una mujer
rubia dormida en el momento de asesinarla.
El último
elegido, “La fornicación es un pájaro lúgubre”, dedicado al
“anciano fauno” Henry Miller (y plagado de frases que no pasarían
la prueba de un curso básico de crítica feminista) retoma el tópico
de la literatura como remanso de la realidad, aquello incorruptible,
como el descubrimiento del sexo por parte de una muchacha. Y si bien
pareciera no haber pasado del todo la prueba del tiempo, forma parte
de un corpus cuyas mejores versiones se ganaron sobradamente el
adjetivo de “clásicos”.
Publicado en diario Perfil, 23/7/2017