domingo, 5 de abril de 2020

Pequeños monstruos

¡Ya vienen!

Ya vienen - Comprar en Limonero

La vuelta al colegio (y el regreso del Plan Nacional de Lectura, con la importante
cantidad de ventas aseguradas que a algunas editoriales, las salva verdaderamente del
naufragio) trajo todo tipo de libros ad hoc: reediciones de títulos probados entre las
instituciones pedagógicas y algunas novedades publicadas al calor de las nuevas
tendencias sociales como la educación sexual integral, el feminismo, las familias
homoparentales o los relatos de antihéroes y antiprincesas.
Por fortuna, algunas editoriales independientes (y en este caso, el concepto
adquiere un sentido profundo) van por un camino que no es el de las demandas
institucionales y, como en este caso, le ofrecen a sus pequeños lectores la posibilidad de
abordar la vuelta a la escuela desde un lugar muy diferente: el punto de vista de sus
aterrados maestros.
Escrito con una prosa poética que, junto a las ilustraciones estilizadas de Albertine
-una autora cuyos textos silentes son de una sensibilidad notable- y un muy buen trabajo
de traducción subrayan el sentido misterioso de una historia que juega con la tradición de
los relatos de terror infantiles para sorprender a los pequeños destinatarios y mostrarles
que los adultos (y hasta la misma maestra!) comparten con ellos los mismos miedos
ancestrales y que los ogros, las brujas y los fantasmas siguen escondidos en el imaginario
de la humanidad y aparecen en los momentos menos oportunos.
Si hay algo que los atribulados progenitores piensan, cada comienzo de año, es
cómo se las arreglarán los docentes para lidiar con treinta pequeños monstruos si en su
propia casa y con solo dos ya es casi imposible. Pues parece que ellos se preguntan lo
mismo.

Publicado en diario Perfil, 5/4/2020

Lo trabajos y los días


Tiempo sin lluvia


TIEMPO SIN LLUVIA - CYNAN JONES - CHAI EDITORA


Algunos autores británicos que alcanzaron la categoría de clásicos como Virginia Woolf o James Joyce narraron -en La señora Dalloway y Ulises, respectivamente- un día en la vida de sus protagonistas, que concentraba, en ese corte temporal, como un alef, el universo social y cultural de aquellos personajes. La segunda novela traducida a nuestro idioma de este autor galés lo encuentra definitivamente instalado en el espacio de la narrativa rural y narra un día en la vida de una subjetividad que, en las antípodas de aquellos personajes atravesados por la experiencia de la ciudad moderna, tiene en la naturaleza, sus ciclos y sus catástrofes, su razón de ser.
            Gareth, el hijo de un empleado bancario que decidió abandonar un trabajo anodino y empezar una nueva vida como granjero y en ese mismo acto, escribir sus memorias, comienza su día atormentado por algunas preocupaciones (una de sus vacas parturientas se escapó y dos terneros nacieron muertos) que a medida que la novela transcurre, revelan su densidad existencial. Su esposa, Kate, viviendo bajo el peso de unas jaquecas que esconden, en el estrecho vínculo matrimonial, el reclamo por una enfermedad transmitida por el ganado a través de su marido, que le hizo perder dos embarazos. Su hijo, un esquivo adolescente empeñado en odiar todo lo que su familia significa y una encantadora hija pequeña, imaginativa y luminosa que intenta descifrar en el silencioso entorno familiar (“mamá está acostada con su jaqueca en la cama”) los mensajes cruzados y todo lo que se juega alrededor esa “central de operaciones” que es la antigua mesa familiar.
            En esa isla que es la familia y la vida de granjero (todo el imaginario insular de la literatura británica está funcionando en este relato) los temas, como nudos, se concentran para expandirse: el tiempo y las marcas que deja en los cuerpos y los cambios que produce en el deseo y en el amor; la ira que habita en el centro del matrimonio como un cuerpo a punto de estallar en un parto. Y ese día que es puro presente se proyecta hacia el pasado en el único libro que, como la Biblia, ilumina los días del protagonista: las memorias del padre parcialmente escritas en galés que aquél lee, religiosamente, cada noche, descifrando las palabras manuscritas y “pasando las páginas buscando significados.” Y al mismo tiempo se proyecta hacia el futuro en los planes de compra de unas tierras de los que su esposa descree y que unirán a su descendencia al terruño, ese “espacio significativo” que es el lugar propio.
La pérdida, otro de los nudos temáticos, se multiplica en símbolos como el muñón de su dedo meñique, los embarazos fallidos, la vaca desparecida, los terneros nonatos, los relatos fantásticos del pantano de niños desaparecidos en las fauces de animales monstruosos y en la sequía, el gran tema del libro, producto de una larga temporada sin lluvias que convierten la tierra en un ser sediento y omnipresente.
Con una prosa concentrada que enhebra párrafos aislados con subtítulos que anuncian el tema del que se va a ocupar delicada y amorosamente: los trabajos rurales, los ciclos de la naturaleza, el comportamiento de cada una de las especies, el ritual de los partos y los entierros de los animales, replican, en su solemnidad, toda la densidad existencial que suponen para los seres humanos. Y en algunos momentos logra, como en los mejores relatos de Horacio Quiroga, el milagro de narrar desde el punto de vista del animal, para, en esa suerte de deshumanización, hablar de las únicas cosas de las que la verdadera literatura, según Borges, se ocupa: el amor, la muerte, el coraje, y que convierte este libro en uno de aquellos libros que crecen y se multiplican con el correr de las lecturas. Casi una metáfora de sí mismo.

Publicado en diario Perfil, 5/4/2020