lunes, 30 de marzo de 2015

Los museos en la era del "Wiki"

Entrevista con Tijana Tasich


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Recién llegada a Buenos Aires para participar de un seminario sobre cultura digital junto a otros expertos de instituciones locales e internacionales con quienes compartió su experiencia acerca de cómo la cultura digital está cambiando la comunicación con los públicos organizado por la Fundación Proa, Tijana Tasich, directora del equipo de producción digital del Tate Modern de Londres (el Museo Nacional Británico de Arte Moderno), habló con Perfil de una de sus mayores obsesiones: llegar cada vez a más número de personas, conociendo sus intereses y descubriendo sus necesidades de información y conocimiento.

¿Cuál fue el cambio cultural que obligó a las instituciones culturales como los museos y las bibliotecas a “salir” en busca de sus usuarios?

“El mayor cambio cultural fue obviamente Internet, o mejor dicho, la Web, con todo el contenido que ofrece. Eso es lo que forzó a las instituciones culturales a comenzar a repensar su relación con los usuarios. De repente sus usuarios no eran sólo visitantes llegando a los lugares físicos sino también usuarios del vasto mundo de Internet.”

Pero a partir de la aparición del concepto “Wiki” -páginas web cuyos contenidos pueden ser editados por múltiples usuarios a través de cualquier navegador y que se desarrollan a partir de la colaboración de los internautas, quienes pueden agregar, modificar o eliminar información- la transformación estaría orientada a crear contenidos con las audiencias en lugar de producir contenidos para las audiencias, a dejar de actuar como medios de difusión para comenzar a ser marcos de debate.
En ese sentido, le preguntamos a Tijana por los alcances de la transformación digital de los conocimientos en la gestión cultural.
“Creo que el conocimiento existe, y lo que está cambiando es el manejo y la entrega de ese conocimiento a las audiencias. Como me gusta decir, la tecnología digital es sólo el vehículo y nosotros somos los conductores, y está en manos de cada institución elegir correctamente cuál es la mejor carretera para llevar el conocimiento a la audiencia. Lo mismo en el caso de la educación.”
En cuanto al desarrollo de las aplicaciones para el acceso a la información y la participación del público dentro de un museo -que van desde sistemas dirigidos a soportes como teléfonos inteligentes y tabletas con los que se puede acceder a contenidos de Wikipedia, hasta aplicaciones gráficas en tiempo real- nuestra entrevistada tiene su propio punto de vista: “Cada institución tiene sus propios objetivos detrás de cualquier producción digital, pero sus razones están, uno quisiera creer, siempre conectadas con sus misiones y objetivos mayores. Casi todos los museos quieren proveer acceso directo a la información y conocimiento y todos buscan diferentes soluciones que la tecnología ofrece. Lo mismo ocurre con los intentos de participación de la audiencia. Me gustaría ver más un acercamiento basado en evidencia sobre estos temas. Por el momento, todavía está la tendencia de seguir a las masas y lanzar al mercado nuevas apps que todavía están vistas por los directivos como “el chico nuevo del barrio” sin considerar si estas plataformas son apropiadas para las audiencias a las que tratan de llegar.”  

¿Estas herramientas permiten entonces democratizar el conocimiento, ayudar a su divulgación?

Estas herramientas son definitivamente buenos intentos de distribuir mejor el conocimiento que cada institución cultural y su equipo posee. Sin embargo, todavía está la discusión de que las apps no son tan democráticas como la Web, donde la información está más libremente. Las apps están programadas para algunas plataformas, como IOS o Android y limitan su búsqueda a los usuarios que tienen acceso a esas plataformas. La Web es por el momento más democrática para el reparto de información.”  

¿Y en países atrasados tecnológicamente, cómo podrían implementarse estas innovaciones?


“Siempre es importante, y no puedo insistir más en eso, conocer tu audiencia, conocer su comportamiento y características antes de comenzar a trabajar con o para ellos. No deberíamos olvidar que las tecnologías del presente no son una solución a todos los problemas del mundo. Las tecnologías digitales no deberían ser el objetivo en sí mismas, deberían tener un propósito. Una vez que encontrás el propósito, la solución va a venir, sea en papel y birome o en una app.”

Publicado en diario Perfil, 29/3/2015

El futuro está en la lengua

El congreso de futurología

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Cuando terminaba el año 1970, Stanislaw Lem imaginaba qué podría debatir en un futuro próximo un congreso de científicos y entre todas las catástrofes posibles supuso que la primera sería la de la explosión demográfica. Entonces lo ubicó en Costarricana, un país sudamericano gobernado por la dictadura del general Apolo Díaz (y los nombres, en esta novela, merecen especial atención), en un hotel de la cadena Hilton, donde se celebra, entre otros, un congreso de Editores de Literatura Liberada, una orgía lisérgica en la que sus jóvenes participantes llaman a practicar el incesto.
El protagonista, el astronauta Ion Tichy (al que, seguramente la distancia habitual con la Tierra lo ha dotado de una mirada radicalmente irónica), descubre que algo no anda bien cuando, después de tomar agua de la canilla, le sobreviene un impulso de tolerancia, amor y filantropía descontrolado, desconocido hasta el momento en su vida solitaria. Son las “bampas”, las Bombas de Amor al Prójimo con las que el gobierno intentó sofocar una revuelta popular sin prever que los policías antimotines también habían sido alcanzados, lo que se termina resolviendo con un bombardeo convencional.
Pero la era de la quimiocracia ha comenzado. Entre los psicotrópicos de la rama de los “benignatores” la población podrá recibir altas dosis de “disuadina”, “empatián” o “felicitol”; entre la de los “rabiantes” estarán el “furiasol”, la “flagellina” o el “frustrandol” y aunque el “despabilán” pueda interrumpir el estado de delirio, ya nada será como antes. Las puertas de la percepción se han salido del marco y el contacto con la realidad estará cada vez más enrarecido.
Y a pesar de las dosis de “lucidol”, la alucinación colectiva parece ser la normalidad, tanto como la vitrificación, el proceso al que someten al protagonista para descongelarlo medio siglo más tarde, cuando despierta en un “revitario” o “resurreccional”, tales los nombres de los hospitales ad hoc.
Pronto se entera de que en su planeta se han terminado las guerras, que una nueva civilización psicoquímica ha eliminado las contradicciones armonizando las emociones, ha dominado la naturaleza sintetizándola y controla el clima según sus necesidades. Pero algo no cierra en este idilio de bienestar, salud, amabilidad y deseos cumplidos en el que cualquier objeto suntuoso se compra por monedas, se puede soñar lo que se desee encargando un “sueñejismo”, crear recuerdos sintéticos, vivir muchas veces o simular la existencia, sustituir la falta de espacio exterior con espacio interior multiplicando el yo con una dosis de “multiesquizol”, todo bajo el mando de la “Psicodietética”, la nueva rama del conocimiento científico. Por otra parte, ya no se estudian los hechos de la Historia sino los “Futhechos” y será la lingüística la encargada de preverlos a partir de las posibilidades de transformación del lenguaje, el campo que más ha cambiado, según este atribulado viajero del tiempo, que ha llegado a un estado del mundo donde el mal en cualquiera de sus formas ha desaparecido llevándose consigo al superyó.

Es un estadio de la biopolítica que ha resuelto que si todo lo que existe es “un cambio de concentración de los iones de hidrógeno en las superficies de las células cerebrales”, enviando las moléculas adecuadas al cerebro, se podrá experimentar como realidad la realización de las ilusiones y que ha aprendido que si no se puede cambiar la realidad, hay que ocultarla. De lo que se trata, finalmente, es de enmascarar, cada vez con mayor precisión, una realidad cada vez más degradada e imposible de soportar. Nada que no esté en germen en nuestro presente y que sólo la buena ciencia ficción, en su costado más reflexivo y filosófico, es capaz de vislumbrar.

Publicado en diario Perfil, 15/2/2015

lunes, 16 de marzo de 2015

Manual para atrapar al lector

Nacidos para contar. 
Escribir y producir para TV y cine.

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Jorge Maestro y Pablo Culell son dos pesos pesados de la TV argentina. El primero, como guionista, y el segundo, como productor, son los responsables de los mayores éxitos televisivos de las últimas décadas. Grandes conocedores del medio donde se desenvuelven, decidieron publicar un manual con consejos para los futuros guionistas, un oficio que tiene mucho más de obrero calificado que de inspirado creador. Ejemplo como pocos de escritura ceñida a las condiciones de producción y de recepción (recordar el sorpresivo final trágico de Piel naranja, de Alberto Migré, un cambio obligado por la censura pre-dictadura) el guión, subrayan, es básicamente una herramienta para la realización de un producto que depende para su continuidad, del favor del soberano público. “No estamos escribiendo literatura” nos recuerdan (exhibiendo, de paso, la clásica dicotomía entre alta y baja literatura), pero advierten sobre el riesgo de concebir la escritura como mera fórmula sostenida en personajes estereotipados. Basándose en un inventario de treinta y seis situaciones generadoras de acciones dramáticas (tomadas de la literatura popular en su versión folk), insisten en que el único interés de la audiencia es saber qué va a ocurrir después y sentir que la trama, como un espejo, le está personalmente dirigida.
Atrapar al espectador, conmoverlo y fidelizarlo con una historia que, resumen, podrá enunciarse con la estructura básica de nuestra sintaxis: “algo le pasa a alguien”, es el objetivo mayor de la poderosa –hoy- industria del entretenimiento, pero que no parece tener muchas diferencias con épocas donde la hiperconectividad ni siquiera era vislumbrada. Desde la fascinación de las jóvenes por las novelas de caballería en los finales de la Edad Media (condenada por la Iglesia como para hacer llevar a la futura Santa Teresa de Jesús escondido el manuscrito en su libro de oraciones) hasta las muchedumbres esperando la llegada de la última entrega de la novela de Dickens en el puerto de Nueva York, la atracción del público por las historias donde secreto y sorpresa resultan bien calibrados, encontró en la expansión del mercado capitalista su lugar en el mundo, cuando el hallazgo del folletín al que le dedicaron sangre y tinta autores como Sue, Dumas, Sand, Balzac y Hugo, selló el pacto entre literatura y negocios.

Umberto Eco, erudito medievalista tanto como apasionado lector de narrativa trivial (como se la llamaba antes de que el cine, luego la TV y más tarde, internet y las actuales plataformas asumieran esta función), sostiene que esta literatura ofrece al lector, desde una perspectiva “socialdemócrata-paternalista”, una evasión compensatoria frente a la expansión y concentración del poder del capital. Por eso la exigencia en sus tramas de que todo sea visible, que las estructuras de poder resulten racionalmente explicables, donde todo tendrá que aparecer como resultado de la acción de sujetos individuales. De ahí el anacronismo del entusiasmo que los héroes generan en su sedentario público, tanto el que leyó contemporáneamente El conde de Montecristo como el que lo siguió fielmente frente al televisor en épocas de domesticación de los Derechos Humanos.

Publicado en diario Perfil, 14/3/2015

viernes, 13 de marzo de 2015

El futuro desencantado

Juicio a las brujas y otras catástrofes.
Crónicas de radio para jóvenes

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1923 fue el año de la primera transmisión de radio en la ciudad de Berlín. Era la República de Weimar, con los cerebros de las vanguardias alemana y rusa experimentando con las nuevas tecnologías y explorando las posibilidades estético-políticas que ofrecían. Pocos años después, Walter Benjamin comenzaba con sus programas radiofónicos para jóvenes, de los que hoy nos llegan algunos de los cien que hizo desde 1927 hasta 1933, año en que aquellos con quienes discutía sobre el lugar de los productores culturales en las sociedades de consumo fueron expulsados de su trabajo y, en algunos casos, arrestados.
Sus jóvenes interlocutores, intuimos, no se diferenciaban para él de cualquiera de los lectores de sus textos de filosofía de la historia o teoría cultural, y como allí, si hay un hilo que recorre estas crónicas, es el modo de leer la historia como catástrofe. El terremoto de Lisboa en 1755, la destrucción de Pompeya en el primer siglo de nuestra era, la inundación del Misisipi a comienzos del siglo XX, el accidente ferroviario de Escocia en los albores de la Revolución Industrial o el incendio del teatro de Cantón, en China, cerca de 1800, temas elegidos para sus programas, ilustran su idea de que ninguna catástrofe natural compite en crueldad con la maquinaria de guerra humana, cuando de lo que se trata es de acumular ganancias. Y mientras se pregunta por las condiciones de producción (y de explotación) de los avances tecnológicos, enseña entonces a leer los hechos del pasado desde el campo de batalla que es la escena capitalista. Así, siguiendo con su idea de la historia como un viaje que puede unir el pasado con el presente, atento a los vestigios de lo que ya no está, revelará cuánto más destructor fue el Imperio romano que el volcán Vesubio, cuya lava conservó la ciudad intacta, mientras que la organización romana arrasó con los pueblos que la formaban; encontrará en la toma de la Bastilla una muestra de cómo la destrucción puede ser una obra humana y en la teoría de la relatividad, su exacto revés; buscando la cultura en los márgenes, en el lado oscuro de la ciencia (la barbarie que, dialécticamente, constituye todo documento de cultura), descubrirá cómo el ensañamiento del poder con las mujeres consideradas brujas, a finales de la Edad Media, fue contemporáneo del desarrollo de las ciencias naturales; verá en las comunidades plebeyas, como las que formaban los salteadores de caminos en la antigua Alemania con su modelo de organización contraestatal, y no en los grandes líderes de la historia, un campo de interés; y junto con la fascinación que le producían las nuevas tecnologías, Benjamin anunciará de algún modo los usos políticos que el nazismo haría de los medios de comunicación, al tratar a sus oyentes como consumidores y no como ciudadanos.
Benjamin, como Jano, el dios bifronte, mira hacia el pasado y anuncia el futuro, pero para desencantarlo. Sus textos recobrados nos siguen advirtiendo sobre algo mucho más peligroso que las catástrofes de la naturaleza: el peligro de sucumbir a la ilusión.

Publicado en revista Otra parte, 12/3/2015