lunes, 30 de marzo de 2015

El futuro está en la lengua

El congreso de futurología

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Cuando terminaba el año 1970, Stanislaw Lem imaginaba qué podría debatir en un futuro próximo un congreso de científicos y entre todas las catástrofes posibles supuso que la primera sería la de la explosión demográfica. Entonces lo ubicó en Costarricana, un país sudamericano gobernado por la dictadura del general Apolo Díaz (y los nombres, en esta novela, merecen especial atención), en un hotel de la cadena Hilton, donde se celebra, entre otros, un congreso de Editores de Literatura Liberada, una orgía lisérgica en la que sus jóvenes participantes llaman a practicar el incesto.
El protagonista, el astronauta Ion Tichy (al que, seguramente la distancia habitual con la Tierra lo ha dotado de una mirada radicalmente irónica), descubre que algo no anda bien cuando, después de tomar agua de la canilla, le sobreviene un impulso de tolerancia, amor y filantropía descontrolado, desconocido hasta el momento en su vida solitaria. Son las “bampas”, las Bombas de Amor al Prójimo con las que el gobierno intentó sofocar una revuelta popular sin prever que los policías antimotines también habían sido alcanzados, lo que se termina resolviendo con un bombardeo convencional.
Pero la era de la quimiocracia ha comenzado. Entre los psicotrópicos de la rama de los “benignatores” la población podrá recibir altas dosis de “disuadina”, “empatián” o “felicitol”; entre la de los “rabiantes” estarán el “furiasol”, la “flagellina” o el “frustrandol” y aunque el “despabilán” pueda interrumpir el estado de delirio, ya nada será como antes. Las puertas de la percepción se han salido del marco y el contacto con la realidad estará cada vez más enrarecido.
Y a pesar de las dosis de “lucidol”, la alucinación colectiva parece ser la normalidad, tanto como la vitrificación, el proceso al que someten al protagonista para descongelarlo medio siglo más tarde, cuando despierta en un “revitario” o “resurreccional”, tales los nombres de los hospitales ad hoc.
Pronto se entera de que en su planeta se han terminado las guerras, que una nueva civilización psicoquímica ha eliminado las contradicciones armonizando las emociones, ha dominado la naturaleza sintetizándola y controla el clima según sus necesidades. Pero algo no cierra en este idilio de bienestar, salud, amabilidad y deseos cumplidos en el que cualquier objeto suntuoso se compra por monedas, se puede soñar lo que se desee encargando un “sueñejismo”, crear recuerdos sintéticos, vivir muchas veces o simular la existencia, sustituir la falta de espacio exterior con espacio interior multiplicando el yo con una dosis de “multiesquizol”, todo bajo el mando de la “Psicodietética”, la nueva rama del conocimiento científico. Por otra parte, ya no se estudian los hechos de la Historia sino los “Futhechos” y será la lingüística la encargada de preverlos a partir de las posibilidades de transformación del lenguaje, el campo que más ha cambiado, según este atribulado viajero del tiempo, que ha llegado a un estado del mundo donde el mal en cualquiera de sus formas ha desaparecido llevándose consigo al superyó.

Es un estadio de la biopolítica que ha resuelto que si todo lo que existe es “un cambio de concentración de los iones de hidrógeno en las superficies de las células cerebrales”, enviando las moléculas adecuadas al cerebro, se podrá experimentar como realidad la realización de las ilusiones y que ha aprendido que si no se puede cambiar la realidad, hay que ocultarla. De lo que se trata, finalmente, es de enmascarar, cada vez con mayor precisión, una realidad cada vez más degradada e imposible de soportar. Nada que no esté en germen en nuestro presente y que sólo la buena ciencia ficción, en su costado más reflexivo y filosófico, es capaz de vislumbrar.

Publicado en diario Perfil, 15/2/2015

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