El congreso de futurología
Cuando terminaba el año 1970,
Stanislaw Lem imaginaba qué podría debatir en un futuro próximo un
congreso de científicos y entre todas las catástrofes posibles
supuso que la primera sería la de la explosión demográfica.
Entonces lo ubicó en Costarricana, un país sudamericano gobernado
por la dictadura del general Apolo Díaz (y los nombres, en esta
novela, merecen especial atención), en un hotel de la cadena Hilton,
donde se celebra, entre otros, un congreso de Editores de Literatura
Liberada, una orgía lisérgica en la que sus jóvenes participantes
llaman a practicar el incesto.
El protagonista, el astronauta Ion
Tichy (al que, seguramente la distancia habitual con la Tierra lo ha
dotado de una mirada radicalmente irónica), descubre que algo no
anda bien cuando, después de tomar agua de la canilla, le sobreviene
un impulso de tolerancia, amor y filantropía descontrolado,
desconocido hasta el momento en su vida solitaria. Son las “bampas”,
las Bombas de Amor al Prójimo con las que el gobierno intentó
sofocar una revuelta popular sin prever que los policías antimotines
también habían sido alcanzados, lo que se termina resolviendo con
un bombardeo convencional.
Pero la era de la quimiocracia ha
comenzado. Entre los psicotrópicos de la rama de los “benignatores”
la población podrá recibir altas dosis de “disuadina”,
“empatián” o “felicitol”; entre la de los “rabiantes”
estarán el “furiasol”, la “flagellina” o el “frustrandol”
y aunque el “despabilán” pueda interrumpir el estado de delirio,
ya nada será como antes. Las puertas de la percepción se han salido
del marco y el contacto con la realidad estará cada vez más
enrarecido.
Y a pesar de las dosis de “lucidol”,
la alucinación colectiva parece ser la normalidad, tanto como la
vitrificación, el proceso al que someten al protagonista para
descongelarlo medio siglo más tarde, cuando despierta en un
“revitario” o “resurreccional”, tales los nombres de los
hospitales ad hoc.
Pronto se entera de que en su planeta
se han terminado las guerras, que una nueva civilización
psicoquímica ha eliminado las contradicciones armonizando las
emociones, ha dominado la naturaleza sintetizándola y controla el
clima según sus necesidades. Pero algo no cierra en este idilio de
bienestar, salud, amabilidad y deseos cumplidos en el que cualquier
objeto suntuoso se compra por monedas, se puede soñar lo que se
desee encargando un “sueñejismo”, crear recuerdos sintéticos,
vivir muchas veces o simular la existencia, sustituir la falta de
espacio exterior con espacio interior multiplicando el yo con una
dosis de “multiesquizol”, todo bajo el mando de la
“Psicodietética”, la nueva rama del conocimiento científico.
Por otra parte, ya no se estudian los hechos de la Historia sino los
“Futhechos” y será la lingüística la encargada de preverlos a
partir de las posibilidades de transformación del lenguaje, el campo
que más ha cambiado, según este atribulado viajero del tiempo, que
ha llegado a un estado del mundo donde el mal en cualquiera de sus
formas ha desaparecido llevándose consigo al superyó.
Es un estadio de la biopolítica que
ha resuelto que si todo lo que existe es “un cambio de
concentración de los iones de hidrógeno en las superficies de las
células cerebrales”, enviando las moléculas adecuadas al cerebro,
se podrá experimentar como realidad la realización de las ilusiones
y que ha aprendido que si no se puede cambiar la realidad, hay que
ocultarla. De lo que se trata, finalmente, es de enmascarar, cada vez
con mayor precisión, una realidad cada vez más degradada e
imposible de soportar. Nada que no esté en germen en nuestro
presente y que sólo la buena ciencia ficción, en su costado más
reflexivo y filosófico, es capaz de vislumbrar.
Publicado en diario Perfil, 15/2/2015
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