Inclúyanme afuera
En el comienzo
era el verbo, afirma, con la rotundidad del mandato, nuestro relato
fundacional, que, desde Aristóteles a Lacan, no hace más que
confirmarse.
Mara,
la protagonista de esta historia, ex intérprete simultánea de
primera línea, convocada en los congresos internacionales más
prestigiosos, decide subvertir este mandato, cuando, en la
conferencia de un famoso filántropo, deja de traducir y se dedica a
describir, con todo detalle, las estrategias de manipulación que los
oradores utilizan para disfrazar lo que realmente quieren decir, o,
mejor dicho, hacer, que no es otra cosa que dominar, convencer,
ganar. Consciente de la dimensión política de su acto que la hizo
salir del recinto con las fuerzas de seguridad y ser expulsada de las
asociaciones de intérpretes, y hastiada de un trabajo que,
mimetizado con el tripalium,
el instrumento de tortura del que proviene su nombre, abandona todo y
se recluye en la ciudad de Luján, para trabajar como guardiana del
museo, dispuesta a llevar adelante un curioso experimento: practicar,
durante un año, el arte de la impasibilidad, la quietud y la
observación.
Dos son los
libros que la acompañan: un manual de retórica que describe los
distintos tipos de silencio y un tratado de jardinería pensado para
el clima de las antípodas. La cinta de Moebius, esa representación
gráfica de la paradoja, pareciera ser el lugar que Mara eligió
habitar después de años de transitar por los no-lugares (hoteles,
restaurantes, cabinas de traducción, aeropuertos) donde su profesión
la llevó.
Sobreviviente
del campo de batalla de la comunicación (del que una convención
internacional puede resultar uno de sus escenarios más calientes)
que la obligaba a leer sin interés pero con voracidad toda la
información necesaria para decodificar los sobreentendidos, escribe
un cuaderno de notas en el que desgrana, a la manera del Viaje
alrededor de mi cuarto,
de Xavier de Mestre (otro viajero inmóvil), disgresiones
filosóficas, teorías sobre arte, anécdotas, semblanzas, todo un
entramado discursivo con el que arma el mapa en el que desplegará su
estrategia política de negarse, a la manera de Bartebly, a formar
parte del circuito de la comunicación humana.
Pero su proyecto
de exilio interno se ve frenado por la aparición de un taxidermista
contratado para restaurar a los dos caballos embalsamados que dieron
origen a la raza de caballos criollos con los que nuestra clase
dominante combinó negocios y tradición, al que la asignan como
asistente. Nada más alejado de su plan zen de poner la mente en
blanco que la verborragia de un aprendiz de Frankenstein, convencido
de la misión de recuperar para la historia a los protagonistas del
viaje a EE.UU. de promoción de la nueva raza, como un capítulo de
la epopeya nacional.
Y es el arte de
la taxidermia lo que le da la cifra de lo que se juega en la idea de
conservación, de homenaje, de mausoleo, de una ideología que niega
la muerte y que intenta apropiarse de la vida, práctica que la lleva
a indagar en ese borde donde arte y cuerpo, vida y muerte, naturaleza
y cultura se hacen indistinguibles y producir un nuevo acto de
sabotaje que terminará con los delirios megalomaníacos del
taxidermista y que le permitirá dedicarse al arte del mutismo, aquel
que sólo el cuerpo inmóvil es capaz de lograr.
Y descubrirá
algo que el cuerpo ya sabe: la distancia infinita entre la
comunicación y la capacidad de escuchar y transmitir los relatos de
la experiencia humana, algo en lo que Benjamin reflexionó bastante y
que esta novela trabaja en el convencimiento de que sólo
despojándose de lo superfluo, se puede estar un poco más cerca de
la verdad, sobre todo tratándose del lenguaje, ese señor
autoritario, ley del padre y fuente de tantos equívocos y neurosis.
Publicado en diario Perfil, 13/4/2013