lunes, 24 de febrero de 2014

La galaxia García

Charly en el país de las alegorías


Este libro está escrito desde la más profunda empatía con su “objeto de estudio”: la obra de Charly García, uno de los músicos populares que supo hablarle a su generación, quizás, como pocos, y cuyas canciones tuvieron la capacidad de leer en forma intuitiva su contemporaneidad y de sortear poéticamente la mordaza de la censura en los años de plomo.
Visionario, héroe alegórico (sic), genio, dios, anormal, son algunos de los calificativos con los que sus biógrafos intentaron definirlo y con los que él mismo jugó a la hora con construir su personaje.
Partiendo de la hipotésis de que la matriz productiva de la creación de Charly es la alegoría, su autora las organiza temáticamente en: alegorías políticas, didácticas, esópicas, ópticas, heroicas y de género y encuentra en Homero y sobre todo en Lewis Caroll y su trabajo con el sinsentido, la fuente de inspiración de este músico que construyó un universo propio -muchas veces autoparodiado- en el que se instaló y del que en ocasiones pareciera haberle costado salir, como lo evidencian los altibajos emocionales, pero también ideológicos, en su vida personal.

El análisis de la obra de este prolífico compositor lleva a su autora a pretender abordar la historia de la cultura occidental a través del concepto de alegoría desde la Antigüedad clásica hasta las letras de rock, lo que redunda en una superposición de citas bibliográficas que exceden el marco del objeto de análisis y que desdibujan los conceptos teóricos a los que apela para interpretar unos textos que, como Casandra, tuvieron la capacidad de profetizar acerca de lo que vendría y que necesitaron sonar durante algún tiempo antes de ser decodificados.

Publicado en diario Perfil, 23/2/14

lunes, 3 de febrero de 2014

Una clase de cacería

A la caza del amor


Una foto de una familia de la aristocracia rural inglesa alrededor de la tradicional y eterna mesa del té abre esta deliciosa novela con grandes dosis de autobiografía de Nancy Mitford, un personaje de la alta sociedad mundana de entreguerras. Vista con más atención, aparecen algunos detalles significativos: una pala colgada con restos de sangre seca y pelos de ocho alemanes salidos de una madriguera durante la 1ra. Guerra -trofeo del padre de familia- y los ojos desorientados de la madre, con un bebé en brazos, buscando a la Nanny. La que registra estos detalles -y tantos otros con tanta perspicacia- es Fanny, la sobrina, hija de una madre que, absorbida por el frenesí de los “años locos”, huyó dejándola a cargo de su familia ganándose el apodo de “la Desbocada”.
Pero la protagonista indiscutida es Linda, la hija preferida de Lord Radclett, el colérico pater familia y conspicuo representante de su clase para el cual, los extranjeros, los jóvenes o los ricos banqueros, todos aquellos portadores de cambios, son llamados “costureras”. Y si hay algo que convierte a esta narración en lograda es la mirada sobre la concepción del mundo que esta clase sostiene desde muchos siglos antes con la que enfrenta a la ideología “middle-class” triunfante y que construye anacrónicamente escenas que parecen salidas de una novela de Jane Austen.
Y si bien el relato acompaña el crecimiento de esta familia atravesado por los convulsionados cambios políticos de la primera mitad del siglo, el momento que privilegia es el de la pre-adolescencia de los primos Radclett, aquél en que la identidad comienza a asomar imaginándose producto de la familia equivocada y construye su linaje en los modelos de perversión que su sociedad le ofrecía como la figura de Oscar Wilde y deplorando el modelo de maternidad por considerarlo un “espectáculo horrible”.
Luminoso es el extenso diálogo mantenido por Lord Radclett con su sobrina sobre la formación de las mujeres, donde afirma sus ideas acerca de la inutilidad de la educación más allá de la lengua francesa y la equitación, opuesta a cualquier idea de provecho burgués. Su juego preferido, la “cacería de niños”, lo convierte, para la mirada de los otros, en un villano del gótico, suavizado hasta el grotesco por su sobrina, quien describe el terror que el rechinar de su dentadura postiza provocaba en las institutrices, convirtiéndolo en una suerte de Homero Addams más ácido y realista.
La conciencia de excepción lleva a los niños a fundar una sociedad secreta, los “Ísimos”, donde el superlativo marca la pertenencia por merecimiento. Al grito de guerra: “Vale más un buen corazón que una corona, y vale más la fe que la sangre normanda” definían al que consideraban uno de ellos, como el mozo de cuadra y a su peor enemigo, el guardabosque con sus trampas para animales.
El paso a la adultez no modifica las ideas forjadas entre los muros medievales de la ruinosa casa de campo: la excentricidad gobierna sus decisiones vitales, como la que lleva a Linda a abandonar un marido rico para seguir los pasos de un periodista junto al cual se convertirá al comunismo y cuando le toca organizar los grupos de refugiados que viajarán en barco durante la Guerra Civil Española, le asigna los camarotes de primera clase a los labradores (el nombre en español para los campesinos), en recuerdo de su querido perro de la infancia. O mientras pontifica sobre ideas recientemente adoptadas descubre el horror de las tareas domésticas que le resultan más peligrosas que la cacería.

Muy lejos está esta autora de ser una mera vocera de una clase en extinción: la Historia moldea su exquisita prosa con la que desnuda el mundo al que pertenece y al que denunció por traidor cuando el poderío nazi se impuso. Ojalá este título inaugure la publicación de toda su obra.

Publicado en diario Perfil, 2/2/14 

Ontología plástica

Los colores primarios. Tres ensayos
Alexander Theroux


Una creencia popular (que la lingüística desmiente) dice que el inuit, la lengua de los esquimales, tiene cincuenta palabras para nombrar la nieve. El escritor norteamericano, Alexander Theroux, dueño de una erudición y una vocación por el conocimiento que lo hermana con los pensadores de la Grecia clásica, despliega en este trabajo una mirada abierta a la infinita riqueza de un mundo frente al cual parecieran no alcanzar las palabras para describirlo.
Partiendo de la idea de que la noción de belleza está en el ojo del que mira, aborda una historia de los colores primarios, no como un relato cronológico, sino como el espacio donde descubrir analogías, como las que encuentra en los textos de Borges, con las que arma el vastísimo mapa conceptual del azul, el amarillo y el rojo, los primeros colores con que la humanidad visualiza el mundo.
Hay algo de coleccionista en el armado de las series: comidas, ropas, flores, frutas, animales, símbolos, banderas o pintores nos hablan de una idea del conocimiento como una experiencia zen, para la cual la antropología, la estética, la historia o la ciencia serán caminos hacia la felicidad.
Todos tenemos ideas más o menos intuitivas acerca del significado de los colores. Theroux las lleva al límite y nos convoca a un viaje hipnótico por la cultura humana. Comienza por el menos primario de los colores, el azul -una palabra que no existe en las lenguas primitivas- que describe como noble y distante; fantasmagórico y crudo. Es el color de la muerte, de lo maravilloso y por esa cosa de la ambivalencia de los signos, el de los principales movimientos culturales del siglo XX, como el “Jinete Azul” o el blues.
Del amarillo, el primer color que prefieren los infantes, sabremos que es tanto el color de la cobardía, los celos, la traición, la ambición (todo el campo semántico de la precaución) como el de la alegría despreocupada y juvenil, de la luz solar. Algo de la risa perturbadora de los personajes de Los Simpson se halla en este color, así como la atracción que desde el Renacimiento produce el cabello dorado de las mujeres y que lo lleva a preguntarse si es por asociación con lo que refulge o con la prostitución, con aquello que las rubias invitarían a que se les haga.
El rojo, el primer color designado en todas las lenguas primitivas, que se encuentra en los pigmentos minerales con que los hombres pintaron sus primeras figuras en las cuevas, es el color de la lucha por la vida en toda sus formas, de la sangre y las guerras, de la idea de libertad que se expresa en algunas banderas o de la agresividad dominante de la insignia nazi y, como a Caperucita, señala a quien lo porta. Los escritores, como los pintores, también tienen su paleta. Homero, Shakespeare, Dickinson o Poe y su horror macabro, son, para este autor, escritores del rojo.

La solemnidad del azul, la perturbación del amarillo y la violencia del rojo, más que de símbolos, nos hablan de la forma en que los colores nos habitan, el tema, en definitiva, de este trabajo que subvierte los límites de la palabra “ensayo”.

Publicado en Otraparte semanal, 26!12/2013