lunes, 3 de febrero de 2014

Una clase de cacería

A la caza del amor


Una foto de una familia de la aristocracia rural inglesa alrededor de la tradicional y eterna mesa del té abre esta deliciosa novela con grandes dosis de autobiografía de Nancy Mitford, un personaje de la alta sociedad mundana de entreguerras. Vista con más atención, aparecen algunos detalles significativos: una pala colgada con restos de sangre seca y pelos de ocho alemanes salidos de una madriguera durante la 1ra. Guerra -trofeo del padre de familia- y los ojos desorientados de la madre, con un bebé en brazos, buscando a la Nanny. La que registra estos detalles -y tantos otros con tanta perspicacia- es Fanny, la sobrina, hija de una madre que, absorbida por el frenesí de los “años locos”, huyó dejándola a cargo de su familia ganándose el apodo de “la Desbocada”.
Pero la protagonista indiscutida es Linda, la hija preferida de Lord Radclett, el colérico pater familia y conspicuo representante de su clase para el cual, los extranjeros, los jóvenes o los ricos banqueros, todos aquellos portadores de cambios, son llamados “costureras”. Y si hay algo que convierte a esta narración en lograda es la mirada sobre la concepción del mundo que esta clase sostiene desde muchos siglos antes con la que enfrenta a la ideología “middle-class” triunfante y que construye anacrónicamente escenas que parecen salidas de una novela de Jane Austen.
Y si bien el relato acompaña el crecimiento de esta familia atravesado por los convulsionados cambios políticos de la primera mitad del siglo, el momento que privilegia es el de la pre-adolescencia de los primos Radclett, aquél en que la identidad comienza a asomar imaginándose producto de la familia equivocada y construye su linaje en los modelos de perversión que su sociedad le ofrecía como la figura de Oscar Wilde y deplorando el modelo de maternidad por considerarlo un “espectáculo horrible”.
Luminoso es el extenso diálogo mantenido por Lord Radclett con su sobrina sobre la formación de las mujeres, donde afirma sus ideas acerca de la inutilidad de la educación más allá de la lengua francesa y la equitación, opuesta a cualquier idea de provecho burgués. Su juego preferido, la “cacería de niños”, lo convierte, para la mirada de los otros, en un villano del gótico, suavizado hasta el grotesco por su sobrina, quien describe el terror que el rechinar de su dentadura postiza provocaba en las institutrices, convirtiéndolo en una suerte de Homero Addams más ácido y realista.
La conciencia de excepción lleva a los niños a fundar una sociedad secreta, los “Ísimos”, donde el superlativo marca la pertenencia por merecimiento. Al grito de guerra: “Vale más un buen corazón que una corona, y vale más la fe que la sangre normanda” definían al que consideraban uno de ellos, como el mozo de cuadra y a su peor enemigo, el guardabosque con sus trampas para animales.
El paso a la adultez no modifica las ideas forjadas entre los muros medievales de la ruinosa casa de campo: la excentricidad gobierna sus decisiones vitales, como la que lleva a Linda a abandonar un marido rico para seguir los pasos de un periodista junto al cual se convertirá al comunismo y cuando le toca organizar los grupos de refugiados que viajarán en barco durante la Guerra Civil Española, le asigna los camarotes de primera clase a los labradores (el nombre en español para los campesinos), en recuerdo de su querido perro de la infancia. O mientras pontifica sobre ideas recientemente adoptadas descubre el horror de las tareas domésticas que le resultan más peligrosas que la cacería.

Muy lejos está esta autora de ser una mera vocera de una clase en extinción: la Historia moldea su exquisita prosa con la que desnuda el mundo al que pertenece y al que denunció por traidor cuando el poderío nazi se impuso. Ojalá este título inaugure la publicación de toda su obra.

Publicado en diario Perfil, 2/2/14 

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