A la caza del amor
Una foto de una familia de la
aristocracia rural inglesa alrededor de la tradicional y eterna mesa
del té abre esta deliciosa novela con grandes dosis de autobiografía
de Nancy Mitford, un personaje de la alta sociedad mundana de
entreguerras. Vista con más atención, aparecen algunos detalles
significativos: una pala colgada con restos de sangre seca y pelos de
ocho alemanes salidos de una madriguera durante la 1ra. Guerra
-trofeo del padre de familia- y los ojos desorientados de la madre,
con un bebé en brazos, buscando a la Nanny. La que registra estos
detalles -y tantos otros con tanta perspicacia- es Fanny, la sobrina,
hija de una madre que, absorbida por el frenesí de los “años
locos”, huyó dejándola a cargo de su familia ganándose el apodo
de “la Desbocada”.
Pero la
protagonista indiscutida es Linda, la hija preferida de Lord
Radclett, el colérico pater familia y conspicuo representante de su
clase para el cual, los extranjeros, los jóvenes o los ricos
banqueros, todos aquellos portadores de cambios, son llamados
“costureras”. Y si hay algo que convierte a esta narración en
lograda es la mirada sobre la concepción del mundo que esta clase
sostiene desde muchos siglos antes con la que enfrenta a la ideología
“middle-class” triunfante y que construye anacrónicamente
escenas que parecen salidas de una novela de Jane Austen.
Y si bien el
relato acompaña el crecimiento de esta familia atravesado por los
convulsionados cambios políticos de la primera mitad del siglo, el
momento que privilegia es el de la pre-adolescencia de los primos
Radclett, aquél en que la identidad comienza a asomar imaginándose
producto de la familia equivocada y construye su linaje en los
modelos de perversión que su sociedad le ofrecía como la figura de
Oscar Wilde y deplorando el modelo de maternidad por considerarlo un
“espectáculo horrible”.
Luminoso es el
extenso diálogo mantenido por Lord Radclett con su sobrina sobre la
formación de las mujeres, donde afirma sus ideas acerca de la
inutilidad de la educación más allá de la lengua francesa y la
equitación, opuesta a cualquier idea de provecho burgués. Su juego
preferido, la “cacería de niños”, lo convierte, para la mirada
de los otros, en un villano del gótico, suavizado hasta el grotesco
por su sobrina, quien describe el terror que el rechinar de su
dentadura postiza provocaba en las institutrices, convirtiéndolo en
una suerte de Homero Addams más ácido y realista.
La conciencia de
excepción lleva a los niños a fundar una sociedad secreta, los
“Ísimos”, donde el superlativo marca la pertenencia por
merecimiento. Al grito de guerra: “Vale más un buen corazón que
una corona, y vale más la fe que la sangre normanda” definían al
que consideraban uno de ellos, como el mozo de cuadra y a su peor
enemigo, el guardabosque con sus trampas para animales.
El paso a la
adultez no modifica las ideas forjadas entre los muros medievales de
la ruinosa casa de campo: la excentricidad gobierna sus decisiones
vitales, como la que lleva a Linda a abandonar un marido rico para
seguir los pasos de un periodista junto al cual se convertirá al
comunismo y cuando le toca organizar los grupos de refugiados que
viajarán en barco durante la Guerra Civil Española, le asigna los
camarotes de primera clase a los labradores (el nombre en español
para los campesinos), en recuerdo de su querido perro de la infancia.
O mientras pontifica sobre ideas recientemente adoptadas descubre el
horror de las tareas domésticas que le resultan más peligrosas que
la cacería.
Muy lejos está
esta autora de ser una mera vocera de una clase en extinción: la
Historia moldea su exquisita prosa con la que desnuda el mundo al que
pertenece y al que denunció por traidor cuando el poderío nazi se
impuso. Ojalá este título inaugure la publicación de toda su obra.
Publicado en diario Perfil, 2/2/14
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