lunes, 27 de marzo de 2017

Acorralados en la lucha de clases

Farmacia

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Un día completo de trabajo en una farmacia de turno puede resultar la metáfora perfecta de lo que la lógica productivista ha designado como “recursos humanos”: un laboratorio de relaciones sociales en el que el autor de Farmacia decidió concentrar -o quizás, acorralar- a sus criaturas hasta el límite de lo soportable. Bajo la forma de un sainete realista (pero carente de humor), los personajes de este teatro de operaciones entran y salen atravesando los diferentes espacios, y en el intercambio teatral de parlamentos se juega la trama que terminará derivando hacia un realismo más o menos difuso y un final abierto.
Es el último mes del año 2009, cuando el kirchnerismo comenzaba a mostrar signos de una fatiga que en el espacio clautrofóbico de la farmacia resuenan al ritmo de un teléfono que no para de sonar y de las noticias que se repiten en la pantalla del televisor cada hora -el reclamo de una comunidad qom frente a los Tribunales, el asalto a un negocio con un muerto, los piquetes, el sonido de las sirenas- como imagen y sonido de la trama novelesca.
Y los personajes, atrincherados en este micromundo, parecen no poder escapar de un libreto que funciona como espejo de la ideología -aquello que funda nuestra conciencia a nuestras espaldas- en la que los enredos amorosos, las relaciones de poder al borde del estereotipo, los pequeños y grandes actos de corrupción, las miserias de un racismo naturalizado reproducen hasta el vértigo de un día en la vida que no parece diferenciarse de los que siguen.

Es que ya se sabe, “farmacia” viene de una palabra que significará tanto el remedio como el veneno, algo que suena bastante parecido al trabajo como alienación.

Publicado en diario Perfil, 26/3/2017

lunes, 13 de marzo de 2017

En la penumbra del bosque familiar

Selva Negra

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Poco más de ochenta páginas le alcanzan a esta autora para, mediante un obsesivo merodeo por las innumerables formas en que un devenir se interrumpe trágicamente, interrogar la única experiencia intransferible, la de la muerte de su madre siendo ella una adolescente. Y la muerte, frontera última contra la cual la narración se despliega, es horadada por funestos relatos de accidentes, suicidos, catástrofes, femicidios, asesinatos, enfermedades terminales, sobredosis, en un intento de conjurar ese “maremoto de tristeza de intensidad difícil de imaginar”, mientras concibe un presente junto a su madre reaparecida, como una bella durmiente, veintiocho años después.
Y el condicional es el tiempo en que relata ese reencuentro figurado, para el que no encuentra las palabras con las que retomar un diálogo signado por el malentendido, ese equívoco en que se funda la relación entre una adolescente y su madre. Como una joven Blancanieves de belleza inalcanzable la recuerda su hija, a la manera de una anacrónica princesa fuera de su tiempo, los años sesenta, y ese anacronismo marca a este personaje venido del pasado, al que imagina paseando con ella por el París actual, registrando con la minuciosidad propia de la “máquina de mirar” del objetivismo, en cada detalle, el desafaseje entre ambos tiempos.
Un relato concentrado cuyo título, Selva Negra, condensa y a la vez designa varias cosas: una región del sur de Alemania, una torta de chocolate y crema y un denso y oscuro bosque en Japón, el lugar elegido cada año por decenas de japoneses para suicidarse. Una suerte de bosque encantado poblado de fantasmas, el espacio apropiado para una cita con el más amado y odiado de todos ellos.
Poco más de ochenta páginas le alcanzan a esta autora para, mediante un obsesivo merodeo por las innumerables formas en que un devenir se interrumpe trágicamente, interrogar la única experiencia intransferible, la de la muerte de su madre siendo ella una adolescente. Y la muerte, frontera última contra la cual la narración se despliega, es horadada por funestos relatos de accidentes, suicidos, catástrofes, femicidios, asesinatos, enfermedades terminales, sobredosis, en un intento de conjurar ese “maremoto de tristeza de intensidad difícil de imaginar”, mientras concibe un presente junto a su madre reaparecida, como una bella durmiente, veintiocho años después.
Y el condicional es el tiempo en que relata ese reencuentro figurado, para el que no encuentra las palabras con las que retomar un diálogo signado por el malentendido, ese equívoco en que se funda la relación entre una adolescente y su madre. Como una joven Blancanieves de belleza inalcanzable la recuerda su hija, a la manera de una anacrónica princesa fuera de su tiempo, los años sesenta, y ese anacronismo marca a este personaje venido del pasado, al que imagina paseando con ella por el París actual, registrando con la minuciosidad propia de la “máquina de mirar” del objetivismo, en cada detalle, el desafaseje entre ambos tiempos.

Un relato concentrado cuyo título, Selva Negra, condensa y a la vez designa varias cosas: una región del sur de Alemania, una torta de chocolate y crema y un denso y oscuro bosque en Japón, el lugar elegido cada año por decenas de japoneses para suicidarse. Una suerte de bosque encantado poblado de fantasmas, el espacio apropiado para una cita con el más amado y odiado de todos ellos.

Publicado en diario Perfil, 12/3/2017

lunes, 6 de marzo de 2017

Danza con el destino

El día señalado

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La pequeña Isabelle Dumarchey recibió un día, de parte de una gitana, un augurio inquietante: en un impreciso día de un invierno muy lluvioso moriría de pie, sedienta, o quizás bailando hasta desfallecer. A partir de ese momento sus sueños -para la Antigüedad, el territorio donde se expresan los dioses- comenzarán a dar forma a este presagio y a dotarlo de detalles hasta transformarlo en un pequeño y delicado relato que, como una miniatura, tiene por protagonistas a Isabelle y a la Muerte.
Los años pasan y su vida se puebla de signos que remiten a ese funesto vaticinio al que ella, como una verdadera Sherezade, decide conjurar. Las coincidencias y el azar van tejiendo la trama de este duelo con la Muerte que toma la forma de una coreografía que las exquisitas ilustraciones subrayan con su paleta de claroscuros.
Y si bien no es el terror el género donde este texto se inscribe (que por otro lado, juega con la indefinición genérica ubicándose en el límite entre la literatura infantil-juvenil y los textos para adultos) construye un clima enrarecido que hace de la ambigüedad su condición de posibilidad, proyectándola en varios planos hasta llevar a su protagonista a un estado de desubicación, de pérdida de todas las certezas. Su viaje a la “inacabable, infinita Ciudad de México” en calidad de corresponsal del canal de TV para el que trabaja, para cubrir el paso del huracán Dolores, no hace más que potenciar este desajuste, que la deja, como una imagen fuera de foco, al borde de la desaparición.

Una hermosa historia de fantasmas, finalmente, que homenajea a la tradición cultural mexicana y su culto a la muerte y que lleva, escondido, un homenaje a uno de sus mejores escritores.

Publicado en diario Perfil, 5/3/2017