lunes, 27 de abril de 2015

La cárcel del destino

Pájaro de celda

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Hubo un tiempo en que los temas a tratar en cualquier obra con pretensiones de ser publicada estaban estrictamente diferenciados según el mandato aristotélico (vigente hasta el siglo XVIII por lo menos) por el cual una tragedia tenía que presentar hechos terribles, lamentables y sus personajes debían ser elevados, mientras que la comedia imitaba lo feo y risible de los hombres inferiores. Digamos que la primera trataba de los poderosos y la segunda de los subalternos.
Kurt Vonnegut subvierte con melancólica elegancia estos principios que, aunque perimidos, jamás han dejado de funcionar (y que retornan, una y otra vez, en la cultura de masas), precisamente con un trabajo muy personal con el tono, con el que somete a sus historias a un proceso de decoloración que transforma las mayores tragedias de su siglo o los hechos más impactantes, en una otoñal imagen en sepia, como la que se percibe en las fotos que tomaba la esposa del narrador, sobreviviente de un campo de concentración, como fotógrafa profesional: “Siempre había un lúgubre aire de preguerra en sus fotografías, y no se podía eliminar con ningún retoque. Parecía que la fiesta de boda terminaría en las trincheras o en las cámaras de gas.”
Su protagonista, un personaje indisolublemente ligado a la historia política de los Estados Unidos del siglo pasado desde un puesto menor en la función pública que su paso por Harvard le habilitó, recuerda su vida de burócrata, momentos antes de salir en libertad después de una condena de unos pocos años por su participación lateral en el escándalo que terminó con el gobierno de Nixon, el célebre Watergate.
Pero no es sólo la corrupción el centro de sus humoradas sobre la prestigiosa universidad proveedora del estado de funcionarios calificados, sino la paradoja de un sistema económico que, descubre conversando con un estafador reincidente, se parece inquietantemente al esquema Ponzi, una operación fraudulenta basada en el endeudamiento exponencial, la única explicación posible para él del enriquecimiento vertiginoso de su país, que en los años 30, no podía garantizar a su población las necesidades mínimas y que unas pocas décadas más tarde controlaba el mercado desde una de las mayores corporaciones mundiales.
El largo prólogo del autor que encabeza la novela, comienza con un relato autobiográfico en el que describe aquellos personajes históricos que inspiraron a algunos de los suyos, tomados de la historia del movimiento obrero y sindical norteamericano y su hito mayor, la ejecución, basada en un fraude, de los anarquistas Sacco y Vanzetti. Genios tutelares de esta historia y modelos de una ética que se recupera en el epígrafe -un fragmento de la carta de despedida de Sacco a su hijo de trece años- conforman la contracara de un padre derrotado por la crisis de los años 30, refractario a toda épica. En el cruce de estos dos modelos es donde se inscribe el protagonista de esta novela, un joven universitario y militante comunista devenido delator de su compañero -elegido como marido por su exnovia- en los años duros del macartismo y más tarde cómplice del fraude que terminó con el gobierno de Nixon, que lo convirtió en el “hombrecillo viejo, quebrado y quejumbroso” que recuerda su apocada vida, como la de un personaje secundario enredado en la escena de la política norteamericana del siglo XX.

Con un humor cáustico, aprendido en el mismo escenario donde sus admirados anarquistas llegaron a la conclusión de que “los campos de batalla … eran solo lugares de trabajo atroces y peligrosos”, que la fábrica era la guerra por otros medios, Vonnegut nos regala, una vez más, una historia entramada en el siglo de las mayores calamidades causadas por el ser humano, con una mirada que intenta, a pesar de todo, redimirlo de tanto sufrimiento provocado.

Publicado en diario Perfil, 26/04/2015  

Carta de despedida

Postdata. 
Curiosa historia de la correspondencia


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Este libro es un amoroso homenaje a una forma de comunicación que llega a su ocaso después de dos mil años. Una carta de despedida a “la forma utópica de la conversación … que hace del futuro el único lugar posible del diálogo” -según leemos en Respiración artificial- escrita desde la convicción de que una carta es lo único capaz de revivir a una persona y su mundo. Y por supuesto, lo demuestra.
Desde las tablillas del siglo I dC encontradas en la Bretaña romana con invitaciones a cumpleaños y pedidos de vituallas para los soldados, pasando por las colecciones de cartas del maestro del arte de la oratoria, Cicerón, a las famosas misivas enviadas por Plinio el Joven narrando la destrucción de Pompeya y Herculano, aparece la primera carta de amor que se conserva de la Antigüedad, del mismo Plinio, a su tercera esposa (“No te imaginas el anhelo de ti que me posee”) o las enviadas por el futuro emperador Marco Aurelio a su amado tutor lamentándose de ser el causante de su dolor de rodillas, el género, junto con el alfabetismo, desaparecen hasta el siglo XII, cuando se produce la mayor tragedia romántica registrada en formato epistolar: la historia de Abelardo y Eloísa, que Petrarca redescubre. Devoto del género al punto de escribir su biografía en forma de carta: “A la posteridad”, su evidente confianza en el futuro lo convierte en el mayor de los utópicos.
Los manuales de escritura epistolar que no dejan de publicarse desde los comienzos, hablan de la alta formalización de un género (de hecho, las formas de saludo o la disposición en la página no cambiaron en dos milenios) que no impidió a sus seguidores reconocerle el poder de exudar subjetividad, como lo demuestran las cartas enviadas por Erasmo a su hermano con reclamos afectivos por la falta de respuesta, la ansiedad erótica de Enrique VIII que trasuntan sus cartas a Ana Bolena o el carácter concentrado y meláncolico de Emily Dickinson expresado en su última carta: “Primitas:/ Me reclaman./ Emily”.
Pero también adquieren la rara capacidad de reemplazar al destinatario, de convertirse en su sustituto, como lo prueba la relación amorosa que se construye a lo largo del intercambio epistolar entre un soldado inglés durante la 2da. Guerra y su futura esposa que el autor de este trabajo intercala, en forma cronológica, haciéndonos testigos y voyeurs de la intimidad de dos desconocidos de manera que al finalizar el libro, lo único que nos interesa es saber cómo acabó su historia.
Mientras tanto leemos los chismes de la corte de Luis XIV en la pluma mordaz de Mme. de Sévigné; la carta más corta de la historia, la que le mandó Víctor Hugo, preocupado por las ventas de Los Miserables, a su editor: “?” (a lo que su editor respondió: “!”); la consternación que el suicidio de Virginia Woolf produjo en su sociedad, en las cartas de pésame a Leonard Woolf y una clase de maestría en el arte de la escritura epistolar, la edición de Cartas de Ted Hughes.

Pero el correo electrónico arrasó. Hoy los mails se cierran con un “beso” en singular y se firman con una inicial en minúscula. Una convención como cualquier otra -sólo que con un corresponsal más abstracto- en el más convencional de todos los géneros.

Publicado en diario Perfil, 25/4/2015

lunes, 20 de abril de 2015

Para saber lo que es la soledad

Hombres sin mujeres

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Infinitos son los modos en que los lectores abordan un texto. La sociología, la historia cultural y hasta los estudios de la vida cotidiana no dejan de interesarse por una práctica tan esquiva como múltiple. Y uno de los modos posibles es el prejuicio, que no por malpensante deja de tener su productividad.
La primera operación que el lector con prejuicios realiza es ver si se confirman. Pero si no lo guía la animadversión sino una idea de la literatura que implique un trabajo con sus materiales, seguramente encontrará en estos cuentos de Murakami parte de sus sospechas confirmadas. Pero sólo en parte, porque, si bien su prosa padece de una simplicidad por momentos escolar, pareciera albergar en su linealidad pequeños (y delicados) destellos, formas de la intuición o impresiones acerca del misterio que significan para estos hombres solos las mujeres, o en última instancia, de la imposibilidad de conocer al otro. Como la tensión que percibe en la forma de manejar de las mujeres, en el primer cuento, un actor que acaba de enviudar, y que se convierte en la cifra de lo inexplicable de las infidelidades de su esposa.
El amor, en cualquiera de sus formas, estará condenado al fracaso (y acosado por el límite de la muerte), ya que se aloja en “un órgano independiente” -tal el título de unos de los relatos- ingobernable y caprichoso, aún para el metódico cirujano plástico que lo protagoniza, un amante exitoso que al enamorarse descubre la siniestra experiencia de la pérdida de identidad.

Pero hay un único relato, diferente a todos -y quizás el mejor logrado- en que el amor aparece como una posibilidad y comienza de esta forma: “Cuando despertó, descubrió que se había transformado en Gregor Samsa.” La historia de la metamorfosis más célebre de la literatura (y de la experiencia de la soledad más radical) convertida, por obra de una nueva metamorfosis, en un escenario opresivo y kafkiano donde Samsa al fin encuentra una mujer a su medida.

Publicado en diario Perfil, 19/4/2015

Despedida a Günter Grass

Una carta sin respuesta
John Irving




Entre las muchas despedidas posibles a alguien muy querido está “todo lo que hubiera querido decirle y no pude”. El escritor estadounidense John Irving elige este formato para homenajear al escritor que lo deslumbró cuando leyó El tambor de hojalata a los 19 o 20 años, el momento en que se busca desesperadamente una brújula: Günter Grass. Y fue esta novela su bildungsroman, la que le enseñó que “era posible ser un novelista contemporáneo y un cuentista del siglo XIX al mismo tiempo”, la que lo llevó a ofrecerse como modelo vivo en la academia de arte donde estudiaba sólo porque Oskar Matzerath lo había sido.
Frente al escándalo que produjo en las mentes bienpensantes la revelación de que Grass había sido reclutado por las Waffen SS cuando tenía 17 años, Irving recupera, una vez más, la figura con la que Grass se describió a sí mismo en esa confesión: “el niño de la guerra muy gravemente dañado y por lo tanto inexorablemente en sintonía con la contradicción”. Una muestra de lo que para él era hacerse responsable en un sentido profundo (y no oportunista), como ciudadano alemán, del sufrimiento provocado. Esto es lo que, de haber podido, le habría escrito Irving al que consideraba uno de los mejores escritores de su tiempo.

Publicado en diario Perfil, 18/4/2015

martes, 14 de abril de 2015

Maldita peste

Representación fantástica


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1348 fue el año en que la peste negra arrasó, según se cree, con un tercio de la población europea. En el mismo año, en la progresista ciudad de Florencia y una de las más castigadas, Giovanni Boccaccio escribía una obra anómala en el contexto de su proyecto literario, El Decamerón, que lo convirtió en poco tiempo y para siempre, en uno de los clásicos más leídos y versionados de la literatura.
Casi siete siglos más tarde, Mario Vargas Llosa lo redescubre y construye un texto dramático, según cuenta en el prólogo, a partir de la intuición que de muy joven tuvo de la naturaleza teatral de este texto, en que se narra en forma artificiosa y –hoy diríamos- sensacionalista el hecho histórico que le dio origen: los estragos de la peste bubónica y cómo un grupo de jóvenes aristócratas decide abandonar la ciudad para instalarse en el Valle de las Damas, un castillo rodeado de la más exquisita naturaleza a contarse, en forma ritualizada, cuentos de temática amorosa, con la orden dada a sus sirvientes de que “pasara lo que pasara se abstuvieran de contar nada de lo que sucediese lejos de allí, a menos que aquello que dijesen fuera agradable y divertido”, pasando, como mediante un sortilegio, del relato de lo macabro al relato de lo placentero. Y es en este punto donde Vargas Llosa encuentra en Boccaccio su propia idea de lo que constituye la razón de ser de toda ficción: la fuga de la realidad hacia un territorio hecho de palabras, sueños e imaginación.
Para su mirada modernizadora, Boccaccio descubrió, gracias a la traumática experiencia de la peste -brutal recordatorio de la propia finitud- el cuerpo y sus placeres, que lo llevó a bajar de las alturas donde reinaba junto a Dante y Petrarca, a las calles, en las que la vida de todos pasa a ser protagonista sin especulaciones estéticas. Lo cierto es que Boccaccio fue un escritor fronterizo que se nutrió tanto de la tradición medieval como renacentista. Perteneciente al ámbito mercantil y al de los estudios literarios a los que dedicó gran parte de su vida como traductor y editor de textos clásicos griegos; al mundo cristiano y al pagano; tanto secular como erudito; festivo, burlón y a la vez solemne, su libro más famoso porta las marcas que esta posición bipolar produjo en su escritura.
Y fueron el mercado y la casa familiar los espacios de recepción de este texto del cual su autor renegó dos décadas después de publicado, cuando la madurez lo hizo avergonzarse de una obra por la que efectivamente fue mal juzgado. Es que una de las fuentes clásicas en las que se basó, El arte de amar (un texto “maldito” por el que se cree que su autor, Ovidio, sufrió diez años de exilio) fue leído como un manual cortesano, una suerte de guía clásica del “touch and go” destinado a los que desearan gozar del amor mitigando el sufrimiento que sus flechas provocan, sabiendo que no está dirigido a los esposos, unidos por imperativo de la ley, sino a los amantes, unidos bajo la ley del dios alado.
Y los valores que el texto de Bocaccio sostenía: la Fortuna, el Amor y el Ingenio (los dioses que parecían regir el mundo proto-capitalista que le tocó vivir) no exaltaban precisamente las virtudes civiles, sino que apelaban a aquel lector u oyente dispuesto a entregarse al placer de la ficción, entendida como entretenimiento culto para un público distinguido. Es el mundo de la poesía, de la belleza, de lo femenino como ideal de la cortesía, en oposición al mundo masculino, del trabajo, de los negocios y lo utilitario que el humanista italiano despreciaba desde su concepción del arte poética como un fin en sí mismo.
Si busca una función, será la de compadecer a los afligidos, y convierte a su texto en una suerte de remedio ovidiano contra el Amor tirano, del que las mujeres, sostiene, son sus víctimas principales. Los ejemplos enseñarán y los relatos entretendrán a las féminas encerradas en sus habitaciones (el espacio junto con el confesionario, donde se desarrollan las acciones), imposibilitadas de transitar los espacios públicos, por lo tanto de trabajar, comerciar o estudiar.
Tomó, de la extensa y variada tradición de lo que se llamó “amor cortés”, una de sus formas, el amor grotesco, con el que parodió a la dama del dolce stil novo, como Laura, como Beatrice, distantes en su perfección. Por el contrario, la avidez por el goce es lo que une a estos cuerpos a través de lo que los mantiene vivos: la reproducción y la digestión. Las barrigas redondas y las caras rubicundas de los frailes libertinos (tanto como los maridos cornudos) exhiben el otro lado del amor puro y sublimado.
En un mundo donde la cercanía de la muerte rompe todos los tabúes, la elocuencia, el arte de mentir con eficacia, será su valor insignia. El Decamerón, supremo monumento al hedonismo, así lo entiende y será la mirada en un punto anacrónica (liberal y bien pensante) de Vargas Llosa la que insistirá una y otra vez en lo que estos relatos tienen de ilícito y brutal. En todo caso, nos recuerda, los excesos transcurren sólo en las narraciones y no entre sus personajes, como en aquellos cuentos donde curas y monjas se solazan apelando a una interpretación más que personal de la doctrina cristiana.
Las escenas basadas en los relatos boccaccianos tienen en Sherezade y en la tradición oral su claro antecedente: pensadas como antídoto contra la muerte, apelan al poder de rapto que los buenos narradores, como el flautista de Hamelin, tienen sobre sus oyentes. Porque de lo que se trata, insiste Vargas Llosa, es de emprender la fuga de la realidad, alejarse cada vez más de ella, y en ese camino, sus personajes irán perdiendo su identidad, mutando en diferentes vidas y asumiendo distintos grados de ficcionalización hasta convertirse en seres irreales para los cuales todo está permitido.
Los cinco personajes (el duque Ugolino, la condesa de Santa Croce –creación de aquél-, el propio Boccaccio y Filomena y Pánfilo –los únicos procedentes del Decamerón-) encarnan y relatan esta versión libre de una obra erudita en el trabajo con las fuentes pero pensada como divertimento para sobrevivientes.
Las distintas parejas que aparecerán en estos cuentos de la peste, algunas, salidas de los relatos con que la Antigüedad clásica consolidó nuestra subjetividad –como el mito de Narciso que aparece en la pareja homosexual devenida en pareja incestuosa de hermanos-, otras, de los relatos eróticos orientales, otras más del infierno donde Dante ubicaba a las pecadoras, y algunas, de los relatos ejemplares medievales, hablan de un mundo que se percibía efímero y en el que ningún valor hasta el momento sagrado, lograba tenerse en pie.

Quizás no alcance con leer Los cuentos de la peste para animarse a atravesar una obra tan clásica como distante de nuestro horizonte de lectura, pero lo que sí provoca es, al igual que a su autor, el deseo de ir a verla representada sobre las tablas.

Publicado en diario Página 12, 12/4/2015