Postdata.
Curiosa historia de la
correspondencia
Este libro es un
amoroso homenaje a una forma de comunicación que llega a su ocaso
después de dos mil años. Una carta de despedida a “la forma
utópica de la conversación … que hace del futuro el único lugar
posible del diálogo” -según leemos en Respiración artificial-
escrita desde la convicción de que una carta es lo único capaz de
revivir a una persona y su mundo. Y por supuesto, lo demuestra.
Desde las
tablillas del siglo I dC encontradas en la Bretaña romana con
invitaciones a cumpleaños y pedidos de vituallas para los soldados,
pasando por las colecciones de cartas del maestro del arte de la
oratoria, Cicerón, a las famosas misivas enviadas por Plinio el
Joven narrando la destrucción de Pompeya y Herculano, aparece la
primera carta de amor que se conserva de la Antigüedad, del mismo
Plinio, a su tercera esposa (“No te imaginas el anhelo de ti que me
posee”) o las enviadas por el futuro emperador Marco Aurelio a su
amado tutor lamentándose de ser el causante de su dolor de rodillas,
el género, junto con el alfabetismo, desaparecen hasta el siglo XII,
cuando se produce la mayor tragedia romántica registrada en formato
epistolar: la historia de Abelardo y Eloísa, que Petrarca
redescubre. Devoto del género al punto de escribir su biografía en
forma de carta: “A la posteridad”, su evidente confianza en el
futuro lo convierte en el mayor de los utópicos.
Los manuales de
escritura epistolar que no dejan de publicarse desde los comienzos,
hablan de la alta formalización de un género (de hecho, las formas
de saludo o la disposición en la página no cambiaron en dos
milenios) que no impidió a sus seguidores reconocerle el poder de
exudar subjetividad, como lo demuestran las cartas enviadas por
Erasmo a su hermano con reclamos afectivos por la falta de respuesta,
la ansiedad erótica de Enrique VIII que trasuntan sus cartas a Ana
Bolena o el carácter concentrado y meláncolico de Emily Dickinson
expresado en su última carta: “Primitas:/ Me reclaman./ Emily”.
Pero también
adquieren la rara capacidad de reemplazar al destinatario, de
convertirse en su sustituto, como lo prueba la relación amorosa que
se construye a lo largo del intercambio epistolar entre un soldado
inglés durante la 2da. Guerra y su futura esposa que el autor de
este trabajo intercala, en forma cronológica, haciéndonos testigos
y voyeurs de la intimidad de dos desconocidos de manera que al
finalizar el libro, lo único que nos interesa es saber cómo acabó
su historia.
Mientras tanto
leemos los chismes de la corte de Luis XIV en la pluma mordaz de Mme.
de Sévigné; la carta más corta de la historia, la que le mandó
Víctor Hugo, preocupado por las ventas de Los Miserables, a
su editor: “?” (a lo que su editor respondió: “!”); la
consternación que el suicidio de Virginia Woolf produjo en su
sociedad, en las cartas de pésame a Leonard Woolf y una clase de
maestría en el arte de la escritura epistolar, la edición de Cartas
de Ted Hughes.
Pero el correo
electrónico arrasó. Hoy los mails se cierran con un “beso” en
singular y se firman con una inicial en minúscula. Una convención
como cualquier otra -sólo que con un corresponsal más abstracto- en
el más convencional de todos los géneros.
Publicado en diario Perfil, 25/4/2015
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