domingo, 17 de noviembre de 2019

Carne trémula


Compendium. Amélie Nothomb

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            La autora de este compendio no necesita presentación. Con una escritura afilada y por momentos gélida, cercana a la de los cuentos de hadas y un humor que desdramatiza y aligera la fascinación que la muerte provoca en sus criaturas, construyó una obra voluminosa (lleva publicadas veintiocho novelas desde su debut en 1992) cuyo centro gravita alrededor de sí misma como figura literaria, un personaje que por momentos bordea el caso psiquiátrico.
            Ionesco, para el cual el lenguaje es todo menos inocente y que constituye uno de los lugares por donde transita la escritura de Nothomb, aseguraba que “La filología lleva al crimen.” Y el lenguaje, en su capacidad de nombrar (y por lo tanto de inaugurar mundos), ocupa el primer plano en la obra de esta autora belga y es el espacio del sufrimiento y del mandato, pero también de la experimentación y el goce. Todo el imaginario infantil se juega en este abordaje que elige la invención y la construcción de escenarios donde una bicicleta no será el como si de un caballo, sino un caballo a secas.
            Y aunque su obra tenga un carácter autorreflexivo subrayado en las tapas de todos sus libros, este compendio incluye los cinco textos autobiográficos en los que el pulso narrativo se mantiene intacto, donde describe su vida itinerante desde un comienzo de excepción como niña-monstruo, pasando por la adolescencia en guerra con el hambre, la entrada en la juventud como amante fugitiva y la vuelta al país de la infancia, Japón, como escritora exitosa.
            Habitante de un exilio permanente, encuentra en la pulsión filológica el lugar donde explorar  el impacto que las palabras provocan en su cuerpo, un cuerpo que sufre de “exagerada porosidad ante el exceso de esplendor”, deslumbrándose ante el “monstruoso refinamiento” de la milenaria cultura china, los relatos de “horrorosa dulzura” que le contaba su aya japonesa, la “belleza desgarradora” de los paisajes nipones, el espectáculo de la nieve como “sublime perfume de frialdad” o el cuerpo perfecto de las niñas que no ha sido deformado por el desarrollo, y que se ofrece en sacrificio seducido por los cantos de sirena de la anorexia, ante la perspectiva de convertirse en cadáver.
            En El sabotaje amoroso, revive su niñez en la China de “la banda de los 4”, en el gueto donde los hijos de los diplomáticos de todo el mundo replicaban, gozosamente, el mapa bélico de Europa. En Estupor y temblores exhibe todo de lo que es capaz el capitalismo nipón para el cual “siempre existe un modo de obedecer” y cuyas mujeres resisten la suma de todas las coacciones imaginables. En Metafísica de los tubos ficcionaliza los primeros años de su vida en Japón -un país donde la primera infancia es considerada la edad sagrada- en el que vivió las peripecias que en su relato devienen legendarias, y el paraíso del que fue expulsada cuando el trabajo de diplomático del padre trasladó la familia a China. Biografía del hambre es el relato del hambre de absoluto que la habitó como un doble de sí misma, de la búsqueda insaciable de la belleza, mientras devora literatura como una poseída hasta el día exacto (el de Santa Amelia) en que decide dejar de comer, hasta que el contacto con su país de origen, Bélgica, le permite reconstruir, en la propia escritura, el cuerpo lastimado. En Ni de Eva ni de Adán, asistimos al encuentro fortuito, casi surrealista, de dos hablantes de diferentes lenguas que apenas se entienden y que se transforma en amor. Y La nostalgia feliz, finalmente, cuenta el retorno al espacio mítico de la infancia para filmar un documental sobre su vida y el tsunami emocional que el reencuentro con su vieja aya le provoca.
Un compendio de belleza trágica es este libro, una figura hiperbólica que define con bastante exactitud su prolífica y concentrada escritura.

Publicado en diario Perfil, 17/11/19

domingo, 29 de septiembre de 2019

El horror, el horror


Malena. Una tragedia argentina

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Marx decía que la historia social no es más que la historia de la lucha de clases y el poder, agregó Foucault, la guerra por otros medios. En el cruce de estas dos fórmulas es donde se producen las grandes tragedias de la historia como la que vivieron las sociedades latinoamericanas durante los años 70.
Y recién terminada la dictadura, el mercado editorial argentino fue tomado por un aluvión de libros que daban cuenta de las atrocidades que nuestro país vivió durante esos años. El boom pasó pero las consecuencias que la dictadura produjo en todos los órdenes siguen presentes y la edición de esta novela es una muestra. Escrita por un funcionario de la Comisión Interamericana de DD.HH de la OEA durante los 70, construye, con los datos de primera mano acumulados durante el tiempo en que fue testigo de estos hechos, un trhiller de una intensidad notable, donde los protagonistas -un capitán del ejército obligado a integrar un grupo de tareas y un intérprete de la Comisión de la OEA recién llegada a la Argentina para investigar la situación de los DD.HH- comparten bastante más que el amor de una mujer, mientras los hechos que conmocionaron a la opinión pública -la bomba puesta en la habitación del jefe de la policía por la compañera de colegio de su hija, la visita de la CIDH y las colas interminables de los familiares de los secuestrados frente a ella o los efectos del plan Cóndor- se suceden, ligeramente distorsionados. El resultado es un texto de ficción que, a cuarenta años de los hechos que le dieron origen, impacta tanto como los que se leyeron pegados a estos mismo hechos. La causa, quizás, esté en el acierto en el punto de vista, que no es el del cronista, ni el de la víctima, ni el del victimario. Una posición que es la del testigo azaroso, aquel que está obligado a ver lo que nadie quiere ver y que, en la reconstrucción de la Buenos Aires de entonces -otro de sus grandes logros- encuentra el tono justo para narrar lo que ya sabíamos, como si lo leyéramos por primera vez.


Publicado por diario Perfil el 29/9/19

domingo, 22 de septiembre de 2019

Tan asombrosa como una rana que habla

Lorrie Moore en el Filba 2019

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            Recién comenzaba el nuevo siglo y los relatos de Lorrie Moore llegaban a la Argentina, fidelizando a sus lectores que, a pesar de algún traspié como la novela Al pie de la escalera, se convirtieron en una cofradía. La misma que hizo que una novela suya que ya tiene un cuarto de siglo, ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, lleve tres ediciones en un solo mes, y que su editorial, Eterna Cadencia, publicara al mismo tiempo A vér qué se puede hacer, una recopilación de reseñas suyas para The New York Review of Books. Es que su autora tiene la rara capacidad de fusionar en sus ficciones alta literatura con un manejo muy sutil de la oralidad y en sus ensayos, discurrir sobre el arte de la escritura y confesar al mismo tiempo el placer culposo por algunos productos culturales, que la disparan al “cielo del kitsch”.
Para quienes no la habían leído antes, ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? es entrar a su literatura por la puerta grande, la de un espacio mítico donde las ranas esconden la promesa de un príncipe y son el símbolo de la voz humana y el canto. Y es el lugar al que vuelve la narradora para contar, a la luz de un presente matrimonial estable y en tensión (un maridaje de amor-odio que los oxímoron reflejan muy bien), los años de amistad absoluta e incondicional entre dos mujercitas, en un pueblo remoto de la frontera con Canadá, durante los 70, y que le permiten explorar la adolescencia femenina en toda su dimensión mágica. “Yo pensé a las ranas, como a las chicas, como seres anfibios. O sea, en una transición del agua hacia la tierra” nos explica.
Narrado en una primera persona plural rabiosa y de pura intensidad, un nosotras que hace de la protagonista y su amiga una pareja de siamesas, recupera, casi proustianamente, un bloque de pasado, en el que las voces y las distintas lenguas que atravesaron su infancia tienen un lugar central. Y los discos y las canciones escuchadas y cantadas -la banda de sonido de los 70 de todo Occidente- ponen en primer plano esa voz que mientras espera ansiosa la mayoría de edad juega a ser aullido, rebuzno, risotada o puro sonido sin reflexión.
            Con un trabajo minucioso con el detalle que se amplía hasta el vértigo -el primer plano del póster de Desiderata, el poema hippie-kitsch de moda en los 70 como metonimia de la habitación de una adolescente- y metáforas sostenidas en comparaciones memorables -“Inhaló y retuvo el humo muy adentro, como el peor secreto del mundo”- logra reconstruir la riqueza de un tiempo en que la familia se convierte en el otro vergonzante, la autoridad, en el espacio de la frustración y una canción, en “la verdad atemporal debajo de la superficie de las cosas.”
            Y la vida resulta impensable por fuera de esa hermandad fundada en la devoción de la protagonista por su amiga, frente a la que se asume como una segunda voz que sostiene por debajo la melodía, dándole cuerpo a su historia en común. Y en ese entramado de voces femeninas, ese “coro de ranas” que es el espacio de la sororidad, infrigir la ley para conseguir el dinero para el aborto de la amiga se convierte en una acción colectiva tan necesaria como incuestionable, y en una escena que se repite a lo largo de la historia en cada grupo de aprendices de mujeres.
Pero si hay algo que aparece como una marca de estilo tanto en sus ficciones como en sus ensayos es un modo particular de captar los sentimientos, materializándolos en imágenes que parecen esculpidas. Aquello que Deleuze definió, pensando en Proust, como un bloque de afecciones y sensaciones que se independizan de quienes las experimentan y adquieren peso propio dentro de la obra. Los sentimientos contradictorios, extremos o desolados de la protagonista, que atraviesan su cuerpo en estado de ebullición -como el rechazo a la madre en las marcas de su decadencia física que le recuerdan su propio futuro- se materializan en imágenes de una potencia abrumadora. “Proust definitivamente ronda sobre “El hospital de las ranas”. Aunque eso le va a pasar a cualquier escritor que hable sobre el tiempo, el pasado, la memoria, la infancia o los caprichos” reconoce la autora, minimizando un tanto el hallazgo.

Como tantos escritores reconocidos en su país de origen, Lorrie Moore es, desde hace varias décadas, profesora universitaria de “escritura creativa”. Algo que resulta difícil de imaginar es cómo logra transmitir el misterio de la creación artística que ella define como un “casamiento de pájaros.”
“Lo que es posible es una suerte de conversación sobre todo, desde la cadencia de una frase en particular hasta el significado de un beso. Todas estas discusiones ayudan a los escritores jóvenes a pensar qué es lo que están haciendo.”
            Comparte con el colectivo de escritores la queja hacia los críticos académicos y prefiere pensar la crítica literaria como una conversación entre un lector y un libro y en su rol de reseñista intenta adoptar la “mirada de un marciano”, extrañada y abierta a la sorpresa. “Simplemente trato de entender algo y ver hacia donde se dirige mi pensamiento.” Sin embargo, de los autores reseñados en A vér qué se puede hacer hay un predominio absoluto de escritores norteamericanos y anglosajones, con una única excepción: Clarice Lispector, que a pesar de la extrañeza que le provoca, la lectura es de una lucidez notoria. La crítica norteamericana pareciera no interesarse por la literatura de otras regiones, aunque ella lo desmienta: “No, creo que Norteamérica está muy interesada en la literatura internacional. Puede ser que haya un asunto con las traducciones, por supuesto, pero tan pronto como algo es traducido se convierte en una colaboración.”
Y si escribir y leer “es la manera que los humanos encontramos de mantenernos interesados en nosotros mismos” sus tramas y sus personajes nos ponen frente a un espejo que nos obliga a reconocernos en esas criaturas tan desamparadas como rabiosamente potentes.

Publicado en diario Perfil, 22/9/19

Viaje al centro del propio universo

https://www.revistaotraparte.com/literatura-argentina/invierno-de-impacto/

domingo, 18 de agosto de 2019

Teoría del pasaje a la verdad

¡Felicidades!


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¡Felicidades! se llama el bar -y los signos de admiración refuerzan el tono tinelliano del nombre- donde por las noches, un personaje al borde del grotesco anima una fiesta eterna y anacrónica a base de música disco y drogas varias. Pero también es el título de la novela en la que su protagonista, Andrés Guerrero -atención con el apellido-, el curador de una muestra por los cien años del nacimiento de Cortázar para el Museo de Bellas Artes, decide patear el tablero de las relaciones públicas en el segmento ABC1, el grupo social al que pertenece -alimentado a base de diseño industrial, consumo cultural y tecnología Apple- y al que va a traicionar.
            Enviado por el museo, junto con la hija de su mejor amigo, a los lugares donde Cortázar vivió, descubre en su cercanía la posibilidad de experimentar, quizás por última vez, el amor absoluto y temerario por esa joven a quien la doxa le recuerda que “podría ser su hija.” Pero la guerra contra el sentido común recién empieza. La gestión cultural -ese terreno resbaloso en el que el arte y el consumo de masas negocian un espacio común- lo llevan a compartir un viaje alucinado donde hará estallar el lenguaje y la comunicación en mil pedazos, cuando decide derribar, con la potencia de un manifiesto, todo lo que enmascara, y en una especie de pragmática psicótica, hablar hasta alcanzar la utopía de un lenguaje verdadero.
            Y el tono melancólico que sobrevuela la novela, alimentado a base de música pop de los 70, altas dosis de carpe diem (ese tópico literario que lamenta la fugacidad de la juventud) y la vuelta al pasado de un autor que se convirtió en modelo de escritor para varias generaciones, se contrapone con la ferocidad con que el narrador decide tirar abajo cada uno de los lugares donde anida el malestar en la cultura burguesa, y que la variada oferta de disciplinas englobadas bajo el onanista nombre de “autoayuda” no hace más que confirmar, mostrando los límites de cualquier solución individual.
Pero esta novela también puede ser leída como un ajuste de cuentas de un escritor (al que por comodidad, podríamos llamar de culto) con la figura de Cortázar, al que define como un ícono pop transformado para muchos en una marca, y con su obra, donde encuentra, en aquellos signos que lo convirtieron en el más europeo de nuestros escritores, la muestra de un incurable provincianismo y, frente a la dimensión lúdica y surrealista de su obra, elige el costado fantástico que hizo de la teoría del pasaje mucho más que una fórmula exitosa.      
Y mientras relee su obra a la luz de los testimonios de los sobrevivientes de la rive gauche latinoamericana, escribe una novela cortazariana contra Cortázar, con personajes que reproducen, con bastante más cinismo, a los intelectuales que pueblan sus novelas, en guerra con los representantes del sentido común, que en alguna de ellas Cortázar llamaba los “lípidos”.
Y las mujeres, ese furibundo objeto de deseo, se convierten en un ejército de dobles fantásticos e incestuosos en una París helada y siempre lluviosa que el narrador recorre, sin rumbo, mientras recupera proustianamente la primera experiencia de lectura de Rayuela cuando tenía veinte años, la misma que identificó a sus miles de jóvenes lectores con Horacio y que nos llevó a todas a querer ser la Maga.
La vuelta de ese viaje incendiado en el que decidió quemar las naves de su acomodada vida familiar y profesional es el comienzo de otro viaje, de derrumbe y de despojo de todo lo que inviste a una persona de credenciales sociales: una familia, amigos, un techo, un lenguaje, y lo encuentra deambulando entre clochards, esta vez, como uno más.
Y el final, doblemente melancólico, con una vuelta a los orígenes y a lo conocido, que lo lleva a descubrir que si existe la felicidad es siempre la de los demás.

Publicado en diario Perfil, 118/8/19

Del otro lado de la crisis

https://www.perfil.com/noticias/cultura/del-otro-lado-de-la-crisis.phtml

domingo, 26 de mayo de 2019

Todo eso que nos sucede a diario y no entendemos

Se realizó en Rosario el Festival de Pensamiento Contemporáneo, autodefinido como anfibio y millennial. Tres días de debates y prácticas en un clima festivo y burlón, donde se tejieron reflexiones, acuerdos y algunos disensos.


Rosario, la ciudad construida por fuera de las estructuras heredadas de la Colonia y que por ese motivo adoptó un perfil laico y progresista que se percibe en los modos de habitarla, fue la sede del Festival de Pensamiento Contemporáneo, que se asumió como anfibio, transversal y por sobre todas las cosas, millennial. Uno de sus principales gestores –junto con el gobierno de Santa Fe– Cristian Alarcón, lo piensa como un espacio donde “soltar amarras respecto de las disciplinas y arrogarse la producción de conocimiento, no para expropiársela a los cientistas sociales, sino para exigir participación en el debate que puede ser transformador.” Dividido en seis temas que funcionaron como disparadores: “cuerpo”, “amores”, “pantallas”, “paisaje”, “tiempo” y “trabajo”, fueron surgiendo, a lo largo de tres días, desde diferentes disciplinas y prácticas y en un clima festivo y burlón, reflexiones, acuerdos y algunos disensos. El cuerpo, el tema de la primera mesa, fue inaugurado, con todo el glamour, por Topacio Fresh, una gestora cultural rosarina, trans y migrante que, bajo la sombra tutelar de Lohanna Berkins, le marcó el tono al debate, al instalar el cuerpo como territorio de disputa política. Los cuerpos que no encajan en una lógica binaria (sexual, estética o de clase), son de los que se ocuparon Nicolás Cuello, activista de la diversidad corporal, al politizar la gordura contra el discurso de la normalidad y la periodista Paula Rodríguez, que en su investigación sobre el fútbol femenino descubrió cómo las identidades en tránsito desafían la supuesta superioridad física del varón. Desde la práctica artística, Nicola Constantino (autora de una serie de trabajos deslumbrantes que tienen al cuerpo propio y a la piel como eje) denunció el cinismo de una sociedad que admite el cuerpo como objeto de consumo y frente al imperativo de vivir, María Moreno reivindicó el derecho al suicidio como práctica contra-hegemónica. “Amores” fue el tema de la segunda mesa y el que levantó la temperatura de la sala, colmada por un público muy joven que aplaudió, exultante, los relatos confesionales de los participantes, quienes coincidieron en la potencia disruptiva del feminismo en los modos de amar. El poliamor fue la excusa para que su principal difusora, Gabriela Wiener, recordara que son los acuerdos y no los mandatos los que permiten experimentar gozosamente estos vínculos y los ubicó dentro del contexto de la tradición latinoamericana de las familias extendidas. La escritora trans Camila Sosa Villada sedujo a la platea desde su sensualidad doliente, al grito de  “¿qué queremos las travestis? ¡que nos deseen!”. Y frente a la constatación de que la lógica hétero se replica en las apps para gays y lesbianas, la mesa concluyó que nada se puede hacer con el amor más que vivirlo. “Pantallas” fue uno de los temas de la segunda jornada y el que despertó las fantasías apocalípticas de ser dominados por la inteligencia artificial y la culpa por el tiempo desperdiciado. Frente a un promedio de doce horas diarias que confiesan pasar frente a las pantallas, todos acuerdan que vivimos atravesados por ellas. Sostienen que la grieta entre quienes provienen de una cultura letrada y los que nacieron en un entorno digital es insalvable y mientras los primeros usan las pantallas para seguir leyendo, los centennials parecen haber abandonado “el mundo de los átomos” para explotar en las redes su yo, hasta lograr sus quince minutos de fama. Y en una vuelta de tuerca, descubren el poder erotizante que la palabra puede alcanzar en las redes. “Paisajes” fue el tema que conectó a los participantes con el territorio de la infancia. Arturo Carrera sostuvo que si la experiencia de la contemporaneidad es entrar en lo oscuro, la poesía puede ser el paisaje de un cielo estrellado y recordó que en su etimología, paisaje remite a país, por lo que hablar de un lugar será siempre marcar un territorio. La llanura –el territorio que fundó nuestra literatura– tendrá, para algunos, la dimensión de la página en blanco, mientras que para otros, la piel será la que condense su idea del paisaje. Coincidiendo en que es una construcción, alguien recordó que frente a las ciudades pestilentes del Renacimiento, la pintura inventó el paisaje bucólico. El tiempo fue el tema que convocó a un físico, un filósofo, una poeta y un músico a intentar una definición que resultó imposible. La música, esa forma perfecta de medir el tiempo, estuvo en el centro de una charla rigurosamente pautada por un reloj que impuso sus reglas. El tiempo del trabajo y el del disfrute, el tiempo muerto de la poesía y el del inconsciente, el tiempo como experiencia interna o como río que deviene fueron algunas de las aproximaciones a una premisa tan fascinante como inasible. El trabajo fue el tema que cerró el festival y el que generó los debates más ríspidos comandados por la periodista Cristina Fallarás, cuya vehemencia española arrancó aplausos vibrantes del público, al sacar al trabajador intelectual del lugar del artista y ubicarlo en el del explotado sin conciencia de clase, en un mundo que convirtió al cuerpo en la oficina del free-lancer. Según sus organizadores, tres mil personas asistieron a unas charlas que no tuvieron “moderadores” sino “provocadores” y que combinaron ideas, intimidad, creación y frivolidad, los componentes del universo millennial para el que fue pensado y puesto en acto.

Publicado en diario Perfil, 26/5/2019


domingo, 12 de mayo de 2019

Entevista a Rébecca Dautremer

Navegar la experiencia retro

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Con una obra muy prolífica y reconocida en diferentes lugares del mundo, la exquisita
ilustradora francesa Rébecca Dautremer vino a la Feria del Libro a presentar Las Ricas Horas de Jacominus Gainsborough, publicado por la editorial Edelvives, esta vez, además, como autora del texto. Un título que, por varias razones, hace referencia a un famoso manuscrito del siglo XV, Las muy ricas horas del duque de Berry, el hombre más rico de su época, de quien se dice que vendió una ciudad para pagarlo. En el caso del conejo Jacominus, sus ricas horas son las de “una vida que vale la pena vivir”.
“Yo le puse ese título como metáfora de la vida de este personaje, y si bien conozco el
manuscrito, no era consciente de la relación con mi libro, pero ahora que me lo dices, lo voy a usar porque queda mucho más inteligente y refinado. Yo lo que quise en verdad es ponerle un título un poco rimbombante para contar una vida simple y sencilla.”
Una larga dedicatoria con instrucciones de lectura invitan a dedicarle mucha atención a una historia con treinta y cuatro personajes, con un léxico elaborado, con un relato, en algunas partes, poco explícito y con personajes muy realistas (todos tienen contradicciones y defectos. La familia del protagonista no es el ideal de los cuentos infantiles) para contar una historia que termina con la muerte natural del protagonista.
¿Eras consciente de la complejidad del libro?
“Yo pienso que podemos hablar a los niños sin quitar las cosas que a los adultos nos parecen complejas. Recuerdo que cuando era niña tenía mucho interés por los asuntos de los adultos: la muerte, el adulterio, las enfermedades. Yo escuchaba detrás de las puertas cuando ellos hablaban y creo que a todos los niños les gusta eso, entonces, ¿por qué no hablar en este libro de la muerte, de las cosas que no podemos cumplir, de las que tenemos que renunciar? Además es una propuesta para compartir entre los hijos y los padres, que habla de la vida, finalmente."
Y si la construcción de los personajes no es típica de los relatos infantiles, a su autora no
parece importarle demasiado. “Yo hago los libros que me gustan y pienso que los niños pueden observar, dedicar mucho tiempo para “navegar” por las imágenes detalladas. Cada doble página es un pequeño mundo, una invitación a dar una vuelta por ese mundo y los niños, hasta los más pequeños, pueden observar, tratar de buscar al pequeño conejito y hablar de diferentes temas que se encuentran en el libro. Yo quería hablar de la muerte o de la discapacidad como algo que pasa en la vida, no quería hacer un libro sobre esos temas.”
La ilustración, como en los manuscritos medievales, tiene un predominio absoluto. Con una estética retro que homenajea a Beatrix Potter y muchas referencias a la historia del arte -un trabajo con la perspectiva que recuerda a De Chirico e imágenes en las que se puede reconocer a Peter Brueghel- bocetos, planos y acuarelas construyen imágenes de una elaboración asombrosa. ¿Loslibros infantiles permiten una mayor libertad en el uso de técnicas y materiales?
“Yo tengo una libertad total para abordar los temas como quiero. Hay que decir que en Francia tenemos mucha libertad para crear y a mí no me importa si el libro lo leen niños o lo leen grandes. A mí no me gusta simplificar, poner colores plenos o formas simples. Cuando era pequeña me gustaban mucho los cuadros de Brueghel y recuerdo haberme pasado mucho tiempo observando detalles de sus cuadros así que, sí, asumo la referencia.”
Pensado en un principio como un libro único, rápidamente el protagonista cobró vida, por lo que su autora añadió cosas que no tenía pensado incluir, junto con muchos, muchísimos detalles. El proyecto fue creciendo y ahora se propone seguir con él pero para hacer otras cosas. “No me gustaría hacer una serie de libros iguales, sino tratar de desarrollar el mundo de Jacominus en diferentes formatos. Por ejemplo, acabo de terminar un libro de papel troquelado, donde cuento un momento de la vida de Jacominus que está poco narrado en el libro, un encuentro con su novia, Dulce.” Y como es mucho más fácil mostrarlo que explicarlo, lo busca en su celular y me lo muestra. Es un pequeño teatro donde se van pasando las hojas y lo que se ve es un trayecto por un espacio único en el que Dulce atraviesa el libro para ir a ver a Jacominus que la espera, al fondo del
libro, en su barco. A medida que se pasan las páginas troqueladas se va atravesando el espacio, plano a plano. Una experiencia de lectura que tiene mucho del prodigio de los comienzos del cine, aunque ella prefiera definirla como teatral.
Y Jacominus, a lo largo de su vida, aprende muchas cosas, pero sobre todo, aprende a percibir, mucho más que a expresar sus sentimientos con palabras. ¿Cuánto de vos, en tanto artista plástica hay en este personaje?
“Creo que hay mucho más de mí en este personaje que en otros libros. Por primera vez me siento muy implicada en un libro y creo que está hecho con mucha sinceridad.”

Publicado en el diario Perfil, 12/5/2019

domingo, 5 de mayo de 2019

Deconstruyendo a Onetti


Teoría de la prosa

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            Hubo un tiempo (y fue hermoso) en el que Ricardo Piglia daba clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. En sus seminarios -laboratorios donde sistematizaba sus hipótesis literarias- se agolpaban lxs alumnxs para escucharlo discurrir sobre escritores que, en buena medida, pasaron a integrar el canon de lo que no podía dejar de leerse desde este lejano sur: Sarmiento, Macedonio Fernández, Borges -“el mejor escritor argentino del siglo XIX”- y Juan Carlos Onetti, al que sumó lo que consideraba el núcleo de la vanguardia literaria moderna: Saer, Puig y Walsh. Junto con sus escritos sobre el género policial, constituyeron el corpus central de una obra crítica que, a lo largo de su vida, siguió el camino trazado por Borges: el del escritor que construye un corpus crítico en paralelo con su obra de ficción en la que, en muchos casos, ficcionaliza sus hipótesis críticas.
            Los últimos meses de su vida, junto con un grupo de investigadores y amigos, organizó el archivo con los papeles de trabajo que enviaría a la Universidad de Princeton, donde se hallaban las clases del seminario que dio sobre Onetti, en las que trabajó hasta último momento, decidido a publicarlas. El resultado es este libro, donde se concentran una de las lecturas más productivas sobre el escritor uruguayo (junto con la de Josefina Ludmer, de fines de los 70), con una indagación teórica sobre la forma nouvelle y el proyecto de enseñar a leer desde el punto de vista de un escritor y no de un crítico -ver cómo un texto está construido en lugar de interpretarlo- en el corazón mismo de la institución formadora de críticos académicos.
            Las nueve clases que lo integran abordan los principales textos de Onetti, en los que llevó el género nouvelle a su forma más depurada. Desde el comienzo de su escritura, con El pozo, de 1939, siguiendo por La vida breve, La cara de la desgracia, La larga historia, Los adioses, Para una tumba sin nombre y Tan triste como ella hasta Cuando entonces, de 1987 exhibe un universo que narrativa y temáticamente se cierra sobre sí mismo, donde están planteadas las líneas de un estilo único -un tono, una atmósfera, unos tópicos, un tipo de espacialidad, hasta la construcción de un territorio imaginario, Santa María- que conforman una de las obras más sólidas y deslumbrantes de nuestra lengua.
            Citando a los autores que teorizaron sobre el género, Piglia sostiene que la nouvelle está ligada a la estructura del secreto que se constituye en el motor de la trama. Relacionado con lo reprimido del psicoanálisis y lo elidido de la lingüística deja sin explicar la causalidad, por lo que su lectura, cercana a una tarea de traducción, no estará dirigida a interpretar sino a entender. Como relato enmarcado, el narrador siempre será alguien que cuenta lo que ve, por lo que mantiene una distancia con respecto a lo narrado y a la vez está implicado. En cuanto a aquello que no se narra ocurrirá siempre en un espacio cerrado: una cabaña, un cuarto o guardado en un mueble al que no casualmente se lo ha llamado “secreter”. Porque la idea que rige la nouvelle es la de que todos tenemos una doble vida ominosa.
            A pesar de la originalidad de una obra que se plantea como inmanente, Piglia la lee en relación con el campo literario rioplatense de los años 40 -Arlt, Borges- y con los precursores del género -Faulkner y Henry James-. Los climas propios de Faulkner y el uso del punto de vista jamesiano son una de las coordenadas que marcan su proyecto literario. De Arlt tomará el concepto de lo contrasocial y su espacio privilegiado, el prostíbulo, y de Borges y la tradición del fantástico, la idea de que lo imaginario puede tomar la realidad.
            Un afán pedagógico recorrió siempre la obra crítica de Piglia. Ojalá que de su prolífico archivo sigan saliendo estas pequeñas joyas.
           
Publicado en diario Perfil, el 5/5/2019