¡Felicidades!
se llama el bar -y los signos de admiración refuerzan el tono tinelliano del
nombre- donde por las noches, un personaje al borde del grotesco anima una
fiesta eterna y anacrónica a base de música disco y drogas varias. Pero también
es el título de la novela en la que su protagonista, Andrés Guerrero -atención
con el apellido-, el curador de una muestra por los cien años del nacimiento de
Cortázar para el Museo de Bellas Artes, decide patear el tablero de las
relaciones públicas en el segmento ABC1, el grupo social al que pertenece
-alimentado a base de diseño industrial, consumo cultural y tecnología Apple- y
al que va a traicionar.
Enviado por el museo, junto con la
hija de su mejor amigo, a los lugares donde Cortázar vivió, descubre en su
cercanía la posibilidad de experimentar, quizás por última vez, el amor
absoluto y temerario por esa joven a quien la doxa le recuerda que “podría ser
su hija.” Pero la guerra contra el sentido común recién empieza. La gestión
cultural -ese terreno resbaloso en el que el arte y el consumo de masas
negocian un espacio común- lo llevan a compartir un viaje alucinado donde hará
estallar el lenguaje y la comunicación en mil pedazos, cuando decide derribar,
con la potencia de un manifiesto, todo lo que enmascara, y en una especie de
pragmática psicótica, hablar hasta alcanzar la utopía de un lenguaje verdadero.
Y el tono melancólico que sobrevuela
la novela, alimentado a base de música pop de los 70, altas dosis de carpe diem (ese tópico literario que
lamenta la fugacidad de la juventud) y la vuelta al pasado de un autor que se
convirtió en modelo de escritor para varias generaciones, se contrapone con la
ferocidad con que el narrador decide tirar abajo cada uno de los lugares donde
anida el malestar en la cultura burguesa, y que la variada oferta de
disciplinas englobadas bajo el onanista nombre de “autoayuda” no hace más que
confirmar, mostrando los límites de cualquier solución individual.
Pero esta novela también puede ser leída como un
ajuste de cuentas de un escritor (al que por comodidad, podríamos llamar de
culto) con la figura de Cortázar, al que define como un ícono pop transformado
para muchos en una marca, y con su obra, donde encuentra, en aquellos signos
que lo convirtieron en el más europeo de nuestros escritores, la muestra de un
incurable provincianismo y, frente a la dimensión lúdica y surrealista de su
obra, elige el costado fantástico que hizo de la teoría del pasaje mucho más
que una fórmula exitosa.
Y mientras relee su obra a la luz de los testimonios
de los sobrevivientes de la rive gauche
latinoamericana, escribe una novela cortazariana contra Cortázar, con
personajes que reproducen, con bastante más cinismo, a los intelectuales que
pueblan sus novelas, en guerra con los representantes del sentido común, que en
alguna de ellas Cortázar llamaba los “lípidos”.
Y las mujeres, ese furibundo objeto de deseo, se
convierten en un ejército de dobles fantásticos e incestuosos en una París
helada y siempre lluviosa que el narrador recorre, sin rumbo, mientras recupera
proustianamente la primera experiencia de lectura de Rayuela cuando tenía veinte años, la misma que identificó a sus
miles de jóvenes lectores con Horacio y que nos llevó a todas a querer ser la
Maga.
La vuelta de ese viaje incendiado en el que decidió
quemar las naves de su acomodada vida familiar y profesional es el comienzo de
otro viaje, de derrumbe y de despojo de todo lo que inviste a una persona de
credenciales sociales: una familia, amigos, un techo, un lenguaje, y lo
encuentra deambulando entre clochards,
esta vez, como uno más.
Y el final, doblemente melancólico, con una vuelta a
los orígenes y a lo conocido, que lo lleva a descubrir que si existe la
felicidad es siempre la de los demás.
Publicado en diario Perfil, 118/8/19
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