Medio siglo se cumple el año próximo
de la muerte de Ezequiel Martínez Estrada, un intelectual que “tuvo
la infrecuente costumbre de ser un hombre libre” y la editorial
Interzona, adelantándose a la efeméride, comenzó a publicar
algunos de sus libros, entre ellos, Epistolario con la
correspondencia que mantuvo con Victoria Ocampo y Mensajes,
una recopilación de textos que son una muestra cabal del pensamiento
de un iconoclasta que distinguía independencia de neutralidad y que
exhortó a sus contemporáneos a no confundir los principios con las
tácticas, la moderación con la cordura, ni la fe en los ideales con
las consignas.
En la relación que a lo largo de los
años mantuvieron Martínez Estrada –un hijo de inmigrantes,
empleado y profesor de secundario- y Victoria Ocampo, descendiente de
aquellos que fundaron el país (“mi tía abuela, cuya estancia es
actualmente la ciudad de La Plata”), las diferencias ideológicas y
de clase no obstaculizaron el cariño desinteresado ni el
reconocimiento de los valores en el otro que para sus contemporáneos
pasaron desapercibidos. Como la singularidad que él reconoce en la
escritura de Victoria capaz de conjugar las dos vertientes de las que
se nutrió, la americana y la europea.
Pero las diferencias no se limitan al
origen social. Si para Victoria Ocampo, todas las fatigas de la
dirección de la revista Sur se vieron recompensadas por el
privilegio de “haber pasado la vida haciendo exactamente lo que me
gustaba hacer”, Martínez Estrada padeció en su cuerpo y en su
salud los estragos de una posición vital que lo ubicó en el lugar
de crítico implacable de su país y que lo apartó de toda forma de
sociabilidad mundana en las que ella descollaba. Basta leer el
autorretrato escrito a pedido de ella, donde se reconoce como una
“madriguera de complejos” y en la que describe su afición en la
infancia por las herrerías, quizás el lugar donde adquirió ese
estilo contundente y definitivo, como el hierro cuando sale de la
fragua, que “a cada martillazo aumentaba la oscuridad”, para
construir una obra que se pensó a sí misma como una denuncia de los
invariantes históricos, económicos y sociales que percibió en el
Facundo y en las Bases de Alberdi.
Hablar “de desierto a desierto” es
la base sobre la que la amistad entre estos dos personajes
excéntricos en relación a su mundo se afirmó, instalándose, con
esta metáfora, en una larga tradición cultural que viene del
liberalismo, de leer a la Argentina en términos de páramo cultural.
La distancia social se lee en la prosa
enérgica de Victoria cuando intercede en el cuidado de la salud de
su amigo, gracias a las relaciones que la vinculaban con lo más
selecto de la sociedad. O cuando describe los problemas que el
trabajo de traducción le generan, con un dejo de tilinguería -sobre
todo por la fascinación un tanto ingenua que le provoca la
literatura inglesa- que nos hablan, sin embargo, de su convicción
auténtica sobre la importancia de la cultura libresca.
En tanto, las diferencias políticas
no se hicieron esperar: el golpe del 55 contra el gobierno peronista
encontró a Martínez Estrada, una vez más, enfrentado a la mayoría
de los escritores de Sur, incluida su directora, quien decidió
no publicar una carta pública de este último, criticando a aquellos
que apoyaron la revolución libertadora, demostrando que su falta de
complacencia incluía a su protectora, a pesar del cariño y la
devoción que le profesaba y que lo llevó a ubicarla en la misma
serie que Sarmiento y Groussac en cuanto a su proyección cultural.
Su exilio voluntario en México y
luego en Cuba no hizo más que predisponer a sus pares en su contra,
quienes lo acusaron de “profeta del odio” y anti-patriota por
haber mostrado en su Radiografía de la pampa, “la imagen
inevitablemente sombría del esqueleto, las vísceras y las glándulas
del país”. Su escritura “en carne viva” como la definió
Victoria, exhibe todo el dolor de una lucidez enceguecedora que hacía
arder aquello que miraba.
Como cuando ubica, en uno de los
textos de 1944 reunidos en Mensajes, al nazismo como
enfermedad propia de la era industrial y sostiene la necesidad de
reconstruir la conciencia de todos, que es el lugar, sostiene, donde
la guerra se ganó.
En el Día del Escritor, fustiga a sus
pares por ser “asalariados del fisco” en lugar de señalar, como
Zola en J´accuse, los abusos del poder de turno,
recordándoles que las mejores obras de la literatura argentina
nacieron de proscriptos. Porque escribir, para él, es escribir
contra algo y dejar en los lectores un fermento de insubordinación
para evitar la ceguera que lleva a celebrar como una muestra de
democracia lo que no es más que opresión enmascarada.
No dejar de sorprender la actualidad
de los planteos de este auténtico “maestro” para sus alumnos del
Colegio Nacional, que como Walter Benjamin, busca en el pasado
-cuando señala como faros a Moreno, Monteagudo, Echeverría,
Sarmiento y a Alberdi- los modos de iluminar el futuro.
Publicado en diario Perfil, 8/12/13