lunes, 11 de marzo de 2013

Las palabras, el tiempo y las cosas


Gongue
de Marcelo Cohen




“Nunca pasa nada. Nunca. Pasa. ¿Nunca?” Lo que comienza siendo una afirmación termina poniéndose en cuestión. De eso parece hablar Gongue, la última y (sorpresivamente corta) novela de Marcelo Cohen, cuyo protagonista, Gabelio Támper, último habitante del Delta Panorámico, esa zona imaginaria ya aparecida en anteriores novelas, tiene la tarea de vigilar los bienes de su patrón que han quedado bajo el agua. Aislado e inmóvil en su puesto de vigía, su trabajo tiene más de misionero que de custodio de una propiedad abandonada por su dueño. Con su cuerpo debilitado, su fuerza se concentra en la mirada panorámica con la que domina un espacio indiferenciado y monocromo: el delta inundado, en un tiempo suspendido e igual a sí mismo.
Pero otra tarea lo ocupa, la de gestionar (palabra con la que designa su trabajo) el gongue, el instrumento heredado de su padre junto con una serie de mandatos inquebrantables, con el que sostiene la ilusión de mantener la cohesión en un mundo que ha sido abandonado “a la buena de Dios” y que él intenta religar.
Si “la modernidad es un ácido que disuelve a los dioses”, el mundo del Delta Panorámico resulta análogo al nuestro en lo que tiene de alienante y ultramediatizado pero parece exigir una lengua propia que en este texto (aunque no solamente) habla de una búsqueda por encontrar el nombre preciso a la cosa y no de un ejercicio de estilo personal. Nombres propios inventados, palabras de portmanteau (formadas con partes que vienen de distintos espacios semánticos) tan valoradas por los surrealistas, neologismos formados con voces extranjeras y rurales, términos arcaizantes, adverbios modificados: toda una translengua en la que resuena el oficio de traductor en el que su autor se destaca y que exhibe una profunda reflexión sobre el lenguaje, donde el futuro y el pasado o la modernidad y la tradición conviven tensando los límites de un mundo que paradójicamente parece inmodificable. “Adoblástice” podrá ser un material para la construcción, el “pantallátor”, la TV y un “blablasero”, un charlatán y su construcción nos habla de la arbitrariedad con que se forman los términos de cualquier lengua y de que es la propia enunciación la que muchas veces los crea.
La “Panconciencia”, ese caldo mental al que podríamos llamar “opinión pública”, será, para este texto, un “pensar las noticias de todos con las palabras de todos paseando por la diversidad abstracta de las opiniones de todos” y por lo tanto, la prueba de la necesidad de restituir el sentido perdido. “Porque no era, … para que nos metiéramos en barullo social del mundo falso que el Custodio se había ausentado de las cosas, sino para que nosotros, … les entráramos a las cosas con la vista y el oído y la lengua de cada uno, y con las palabras de muy específico vivir las gestionáramos.”
Y en ese buscar la palabra precisa, se arma el texto con frases que se ligan en un continuo cadencioso, con la compacidad de la poesía, su ritmo, su respiración, sus figuras, en una escritura en la que resuena el tono de cierta poesía gauchesca, aquella que Borges recupera y que habla de personajes solitarios y concentrados en una geografía desierta e infinita como el agua que todo lo cubre.
Y los objetos, que en este texto cobran una significación especial, se recortan del paisaje indiferenciado. El gongue, el instrumento que el vigía tañe acompasadamente, en una suerte de ritual budista, que lo mantiene unido a sus antepasados y a su tarea, es el objeto de la tradición, mientras que el espejo, objeto del que carece y que encuentra en la mirada de una mujer, es el que lo empuja a salir y a salirse de sí, al cambio.
Muy distinta es la relación que establece con las cosas de su mundo, aquellas que debe custodiar de los saqueadores, cuando descubre que de los bienes, lo que importa es su carácter no humano, el ser bienes de cambio y no de uso, mientras que las cosas de la naturaleza, requieren ser acompañadas, no custodiadas. “Las cosas, Erico, hay que cuidarlas no porque sean de alguien sino porque están solas. Ni del jefe son, ni de nosotros. Son sólo de sí mismas, las pobres.”
“Decir el color del río bajo esta luz de luna demandaría fina agudeza” reflexiona el vigía. Sólo recuperando palabras en desuso o arcaísmos (‘mecacho’, ‘gaznate’, ‘endemientras’, ‘repelus’, ‘claror’, ‘pánfilo’) es decir, sólo con viejas palabras nuevas, se podrán nombrar las cosas de un mundo abandonado bajo una lluvia que parece no tener principio ni fin.
Y si el tiempo no es consistencia donde algo transcurra, sólo la acción, el recuperar el cuerpo olvidado por el hábito y la obediencia a los mandatos heredados, le permitirá al protagonista “dejar que las cosas sean solas” e ir al encuentro de aquella en cuyos ojos pudo encontrar la imagen de su propia humanidad.

Publicado en diario Perfil 10/3/13