Gongue
de Marcelo Cohen
“Nunca
pasa nada. Nunca. Pasa. ¿Nunca?” Lo que comienza siendo una
afirmación termina poniéndose en cuestión. De eso parece hablar
Gongue, la última y (sorpresivamente corta) novela de Marcelo
Cohen, cuyo protagonista, Gabelio Támper, último habitante del
Delta Panorámico, esa zona imaginaria ya aparecida en anteriores
novelas, tiene la tarea de vigilar los bienes de su patrón que han
quedado bajo el agua. Aislado e inmóvil en su puesto de vigía, su
trabajo tiene más de misionero que de custodio de una propiedad
abandonada por su dueño. Con su cuerpo debilitado, su fuerza se
concentra en la mirada panorámica con la que domina un espacio
indiferenciado y monocromo: el delta inundado, en un tiempo
suspendido e igual a sí mismo.
Pero otra tarea lo ocupa, la de
gestionar (palabra con la que designa su trabajo) el gongue, el
instrumento heredado de su padre junto con una serie de mandatos
inquebrantables, con el que sostiene la ilusión de mantener la
cohesión en un mundo que ha sido abandonado “a la buena de Dios”
y que él intenta religar.
Si “la modernidad es un ácido que
disuelve a los dioses”, el mundo del Delta Panorámico resulta
análogo al nuestro en lo que tiene de alienante y ultramediatizado
pero parece exigir una lengua propia que en este texto (aunque no
solamente) habla de una búsqueda por encontrar el nombre preciso a
la cosa y no de un ejercicio de estilo personal. Nombres propios
inventados, palabras de portmanteau (formadas con partes que vienen
de distintos espacios semánticos) tan valoradas por los
surrealistas, neologismos formados con voces extranjeras y rurales,
términos arcaizantes, adverbios modificados: toda una translengua en
la que resuena el oficio de traductor en el que su autor se destaca y
que exhibe una profunda reflexión sobre el lenguaje, donde el futuro
y el pasado o la modernidad y la tradición conviven tensando los
límites de un mundo que paradójicamente parece inmodificable.
“Adoblástice” podrá ser un material para la construcción, el
“pantallátor”, la TV y un “blablasero”, un charlatán y su
construcción nos habla de la arbitrariedad con que se forman los
términos de cualquier lengua y de que es la propia enunciación la
que muchas veces los crea.
La “Panconciencia”, ese caldo
mental al que podríamos llamar “opinión pública”, será, para
este texto, un “pensar las noticias de todos con las palabras de
todos paseando por la diversidad abstracta de las opiniones de todos”
y por lo tanto, la prueba de la necesidad de restituir el sentido
perdido. “Porque no era, … para que nos metiéramos en barullo
social del mundo falso que el Custodio se había ausentado de las
cosas, sino para que nosotros, … les entráramos a las cosas con la
vista y el oído y la lengua de cada uno, y con las palabras de muy
específico vivir las gestionáramos.”
Y en ese buscar la palabra precisa, se
arma el texto con frases que se ligan en un continuo cadencioso, con
la compacidad de la poesía, su ritmo, su respiración, sus figuras,
en una escritura en la que resuena el tono de cierta poesía
gauchesca, aquella que Borges recupera y que habla de personajes
solitarios y concentrados en una geografía desierta e infinita como
el agua que todo lo cubre.
Y los objetos, que en este texto
cobran una significación especial, se recortan del paisaje
indiferenciado. El gongue, el instrumento que el vigía tañe
acompasadamente, en una suerte de ritual budista, que lo mantiene
unido a sus antepasados y a su tarea, es el objeto de la tradición,
mientras que el espejo, objeto del que carece y que encuentra en la
mirada de una mujer, es el que lo empuja a salir y a salirse de sí,
al cambio.
Muy distinta es la relación que
establece con las cosas de su mundo, aquellas que debe custodiar de
los saqueadores, cuando descubre que de los bienes, lo que importa es
su carácter no humano, el ser bienes de cambio y no de uso, mientras
que las cosas de la naturaleza, requieren ser acompañadas, no
custodiadas. “Las cosas, Erico, hay que cuidarlas no porque sean de
alguien sino porque están solas. Ni del jefe son, ni de nosotros.
Son sólo de sí mismas, las pobres.”
“Decir el color del río bajo esta
luz de luna demandaría fina agudeza” reflexiona el vigía. Sólo
recuperando palabras en desuso o arcaísmos (‘mecacho’,
‘gaznate’, ‘endemientras’, ‘repelus’, ‘claror’,
‘pánfilo’) es decir, sólo con viejas palabras nuevas, se podrán
nombrar las cosas de un mundo abandonado bajo una lluvia que parece
no tener principio ni fin.
Y si el tiempo no es consistencia
donde algo transcurra, sólo la acción, el recuperar el cuerpo
olvidado por el hábito y la obediencia a los mandatos heredados, le
permitirá al protagonista “dejar que las cosas sean solas” e ir
al encuentro de aquella en cuyos ojos pudo encontrar la imagen de su
propia humanidad.
Publicado en diario Perfil 10/3/13