lunes, 29 de julio de 2013

Contra vientos y mareas


Los rieles

Aurora Venturini




“Amable y apacible lector, todo cuanto pasaré a contar es cierto” nos advierte su autora desde las primeras páginas, subrayando lo que la tapa con su foto leyendo un manuscrito, nos había anunciado. Y en esta novela que podríamos calificar de autobiografía explícita, su autora, convertida en una celebridad cuando, pasados los 80 años, ganó el premio de Nueva Novela del diario Página/12, explora, en “el límite de todas las edades”, su descenso personal a los infiernos, cuando sufrió una caída que le dejó los huesos destrozados y su mente al borde de la desintegración. Los largos meses de recuperación que la devolvieron a la vida y a la escritura, son la excusa para hablar de otros infiernos personales, como los años de infancia y adolescencia marcados por el rechazo materno, el fracaso amoroso devastador en los comienzos de la juventud y las varias dictaduras que vivió nuestro país, como telón de fondo de una vida marcada por una subjetividad dolorida y lúcida, figura canónica del artista.

“Hay golpes en la vida/ son pocos pero son” dice la autora citando a Vallejo y resume el tema de su libro, en el que despliega ese estilo tan particular como propio con el que deslumbró a los jurados del concurso, donde resuena, en las frases cortantes, compactas, muchas veces trabadas, toda su praxis poética. Otra de las marcas de autor, la mezcla de lirismo y coloquialismo, forman una trama en la que se exhibe una larga formación académica y clásica con personajes de melodramas dignos de Puig.

El relato de su estadía en el hospital, en el que percibe la muerte del compañero de habitación por el silencio que corta los lamentos (“se iba aquello misterioso para mí”) tiene momentos deslumbrantes como el realismo grotesco de la decadencia de los cuerpos decrépitos de los viejos enfermos que encuentra en los dibujos de Goya. Porque el arte, más precisamente, la imaginación creadora, conforma para la protagonista -como para el personaje de Barton Fink- la salida a todas las catástrofes vividas. Como cuando se reconoce en una de Las Pesadillas de Goya, hundida en la arena con la firma del pintor a sus pies.

Y si encuentra tanto en el paternalismo como en la frialdad de la institución médica las estrategias de control social que la reenvían a los terrores infantiles, decide, con toda la firmeza de una mujer de novena años que se ha enfrentado a varias dictaduras, luchar contra la minusvalía cuando afirma, con frases definitivas: “No es aceptable esta decrepitud. Maldita sea. [...] El miedo turba y causa invalidez. El miedo es. Hay que asesinarlo.”

Muchas son las referencias al campo cultural que la tuvo como protagonista, la generación del 40, a los intelectuales y académicos de su ciudad, La Plata, y a los escritores con los que compartió el exilio y la persecusión durante la revolución libertadora. Y borgeana es su subjetividad lastimada que encuentra en la experiencia del primer amor el punto en el que convergen todos los puntos y su concepción de la lectura, como rieles por donde transitar junto con otros por un espacio infinito.

Y desde ese lugar, el de la lectura, es desde donde parte para contar su historia de desamor, cuando descubre en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, la forma que Rilke encontró de proyectar la angustia en la escritura o cuando descubre en Horacio Quiroga al escritor “de la selva más impenetrable que es el pecho humano”.

Y desde ese lugar al que parece haber llegado, el final de todos los recorridos, aconseja a los jóvenes huir del primer amor y como Odiseo, “ponerse cera en los oídos y vendarse los ojos” porque la escena de sencilla felicidad familiar siempre les estará vedada ya que el único lugar posible para el poeta, les recuerda, es el exilio.

Publicado en diario Perfil 28/7/13

lunes, 22 de julio de 2013

El arte de leer dibujando

Finales




“Ut pictura poesis” se lee en el Arte Poética de Horacio, un tópico que se volvió clásico y que se refería a la filiación que existe entre la literatura y la pintura al describir a la poesía como “pintura que habla” y a la pintura como “poesía muda” con el que el -¿ilustrador?- Pablo Bernasconi parece estar muy de acuerdo y que ejerce desde hace algunos años en las páginas del diario La Nación y en las de varios periódicos del mundo.

Pero además este libro es el producto de una neurosis personal que lo lleva a leer los libros por el final. De eso habla en el prólogo. De una experiencia con los límites (sobre todo, entre los géneros) y de una lectura desviada -y como todo desvío en el arte, productivo- que lo impulsó a hacer un libro con sus propias interpretaciones gráficas sobre 59 clásicos de cuya lectura resultó una imagen que, aclara, lejos de cerrar el sentido o arruinar la sorpresa, genera más preguntas. Que en eso consiste la lectura, en un diálogo que abre el juego a otras preguntas, sostenido en un intenso amor por la literatura y que su trabajo confirma.

Sus dibujos son constructos en los que convive la naturaleza en todas sus formas -lo vegetal, lo mineral, lo animal y lo humano- con el mundo de lo simbólico, de lo artificial y lo maquínico, y se recortan de la página materializándose en una idea. Pero no hay deshumanización en sus criaturas sin rostro, quizás, por el contrario, en su indeterminación, exhiban lo que la literatura, en algunas ocasiones, consigue: crear personajes “inventores de lo humano” como suele definir Harold Bloom a aquellos personajes que, como Hamlet, nos enfrentan, en su humanidad, con ese lugar donde reside la verdad.

Publicado en diario Perfil 21/7/2013

lunes, 1 de julio de 2013

Los caminos de la libertad

El prisionero


Los últimos días del año 1794 es el tiempo en que se desarrolla esta novela, el del desencanto post revolucionario, luego de que la guillotina clausurara el juego político a sangre y filo. Un líder jacobino es enviado a la cárcel de Maubeuge, una fortaleza inexpugnable donde la diferencia entre cautivos y guardias resulta indiscernible, en la que comparten los placeres de la alta cocina francesa con debates sobre teología, filosofía de la historia, geometría no euclideana, política y teoría del ajedrez.
Gran lector de la historia y de las costumbres de Francia, su autor, conocido divulgador del arte del buen comer y beber, despliega en esta novela su singular estilo humorístico con un léxico trabajado por la ironía y el refinamiento del rococó.
Extraña prisión sin cerrojos ni guardias, que aloja al protagonista al cuidado de fogosas campesinas y a un grupo de extravagantes reclusos como Jean de Baudrillard, el “geómetra reversible”, un monárquico renegado, un teósofo esotérico, un sacerdote jesuita adicto a las citas en latín, un cantante lírico andrógino y libertino como el famoso marqués, convertido en un rollizo edípico y confabulador, un ex alcalde corrupto y obeso “por haber privilegiado el deleite por sobre la estética”, forman parte de una trama de conspiraciones y muerte que la partida final de ajedrez, con los jugadores con el rostro oculto por capuchas, teatraliza.

La libertad, uno de los motores de la Revolución Francesa, resulta ser, para el idealista jacobino, tan reversible como el plano de la fortaleza, palabra que mejor expresa el espíritu de un texto en el que los placeres de la carne conviven con los del espíritu. Un verdadero maridaje, diría su autor.

Publicado en diario Perfil 30/6/13