domingo, 11 de octubre de 2020

Pequeño manual de exoliteratura

Lugones

 


            Ustedes, lectores, son muy jóvenes, pero hubo un tiempo en que Leopoldo Lugones acaparaba todo el campo intelectual argentino. Entonces llegó Borges y se propuso desbancarlo. Algunos años después escribió Lugones, un ajuste de cuentas con su maestro, en el que disfrazó de homenaje lo que quería ser una crítica con la cual corroer el pedestal que la generación anterior le había construido y lo despidió, magistralmente, de esta manera: “Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte.”

            Cuatro décadas más tarde, Aira, el más borgeano de nuestros escritores, escribe su propio Lugones, donde relata, en clave de vodevil, la misma escena, que comienza con un mal paso del poeta, quien, queriendo sacar el reloj de bolsillo (del bolsillo, agregaría Aira) saca el revólver que se dispara solo al caer. Y el disparate, ese mecanismo salido de la arena circense que abre, entre la literalidad y lo metafórico, un universo de posibilidades, será el modelo de una narración donde las reglas son inventadas sobre la marcha y las peripecias se encadenan según la lógica de la acumulación, la solución mágica y el absurdo, minando siglos de verosimilitud narrativa.

            Con un humor que le saca varias carcajadas al lector, construye personajes salidos del grotesco que nunca son lo que parecen (una viuda que nunca enviudó, traficante de papel para una editorial clandestina, un malevo disfrazado de Horacio Quiroga, dos viejas brujas, madre e hija, que esconden la identidad de dos integrantes de la policía secreta de Lugones hijo, un pintor japonés que no es tal, un poeta que se hace pasar por médico, una polaca poseída convertida en sirena) con los que se burla despiadadamente de un Lugones devenido un hombrecito derrotado al que el azar -ese dios que preside toda la literatura aireana-  le impide acabar con su propia vida. El disfraz, la máscara, el universo de lo trans y todas las variantes de la metamorfosis replican la eficacia que el teatro y la magia tienen para Aira, que, como una “miniatura del mundo”, le permiten reinventarlo, sacando cada vez “un conejo de la galera”.

            Y en el choque entre la erudición y la vulgaridad (ese zarpazo que anula todas las distancias) se juega gran parte de una literatura que combina como pocas, tradiciones populares y cultas y que, frente a la contradicción entre ambas, elige “el disparo de la realidad: la ficción”. Como lo maravilloso que encuentra en una anécdota biográfica contada por una señora mayor donde aparecen un oso amaestrado y una trompeta, y que, como los encuentros fortuitos de la poética surrealista, se justifica para él por su carácter novelesco.

            Y en el medio de tantas peripecias enloquecidas, personajes inverosímiles (como un narrador- yacaré salido del bolsillo del poeta) desgranan sus ideas sobre la creación literaria y la tragedia de descubrir el fraude de ser el más grande escritor argentino y no reconocerse escritor. Si para Lugones la gauchesca era lo que la épica, para las incipientes naciones europeas, Aira sostendrá que la única forma que puede adoptar la literatura argentina es la de la transmutación y el simulacro, ya que su propia inexistencia quedó grabada en nuestro imaginario desde que el siglo XIX nos legó su idea de desierto cultural.

            Pero sólo saliéndose de la literatura es como se la puede reconocer, parece

decirnos Aira, creador de lo que podríamos denominar una “exoliteratura”, aquel espacio

utópico que, como las miniaturas, las maquetas y todas las formas de la puesta en abismo, permite entrar y salir para ir a jugar/narrar, pero sobre todo, observar, como un demiurgo, la propia obra.

Publicado en diario Perfil, 11/10/2020