Lugones
Ustedes,
lectores, son muy jóvenes, pero hubo un tiempo en que Leopoldo Lugones
acaparaba todo el campo intelectual argentino. Entonces llegó Borges y se
propuso desbancarlo. Algunos años después escribió Lugones, un ajuste de cuentas con su maestro, en el que disfrazó de
homenaje lo que quería ser una crítica con la cual corroer el pedestal que la
generación anterior le había construido y lo despidió, magistralmente, de esta
manera: “Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las
pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede
ser incomunicable y atroz, y fue, callado y solo, a buscar, en el crepúsculo de
una isla, la muerte.”
Cuatro
décadas más tarde, Aira, el más borgeano de nuestros escritores, escribe su
propio Lugones, donde relata, en
clave de vodevil, la misma escena, que comienza con un mal paso del poeta, quien,
queriendo sacar el reloj de bolsillo (del bolsillo, agregaría Aira) saca el revólver
que se dispara solo al caer. Y el disparate, ese mecanismo salido de la arena
circense que abre, entre la literalidad y lo metafórico, un universo de
posibilidades, será el modelo de una narración donde las reglas son inventadas
sobre la marcha y las peripecias se encadenan según la lógica de la
acumulación, la solución mágica y el absurdo, minando siglos de verosimilitud
narrativa.
Con
un humor que le saca varias carcajadas al lector, construye personajes salidos
del grotesco que nunca son lo que parecen (una viuda que nunca enviudó, traficante
de papel para una editorial clandestina, un malevo disfrazado de Horacio
Quiroga, dos viejas brujas, madre e hija, que esconden la identidad de dos
integrantes de la policía secreta de Lugones hijo, un pintor japonés que no es
tal, un poeta que se hace pasar por médico, una polaca poseída convertida en
sirena) con los que se burla despiadadamente de un Lugones devenido un
hombrecito derrotado al que el azar -ese dios que preside toda la literatura aireana- le impide acabar con su propia vida. El
disfraz, la máscara, el universo de lo trans y todas las variantes de la
metamorfosis replican la eficacia que el teatro y la magia tienen para Aira,
que, como una “miniatura del mundo”, le permiten reinventarlo, sacando cada vez
“un conejo de la galera”.
Y en el
choque entre la erudición y la vulgaridad (ese zarpazo que anula todas las
distancias) se juega gran parte de una literatura que combina como pocas,
tradiciones populares y cultas y que, frente a la contradicción entre ambas,
elige “el disparo de la realidad: la ficción”. Como lo maravilloso que encuentra
en una anécdota biográfica contada por una señora mayor donde aparecen un oso
amaestrado y una trompeta, y que, como los encuentros fortuitos de la poética
surrealista, se justifica para él por su carácter novelesco.
Y en
el medio de tantas peripecias enloquecidas, personajes inverosímiles (como un
narrador- yacaré salido del bolsillo del poeta) desgranan sus ideas sobre la
creación literaria y la tragedia de descubrir el fraude de ser el más grande
escritor argentino y no reconocerse escritor. Si para Lugones la gauchesca era
lo que la épica, para las incipientes naciones europeas, Aira sostendrá que la
única forma que puede adoptar la literatura argentina es la de la transmutación
y el simulacro, ya que su propia inexistencia quedó grabada en nuestro
imaginario desde que el siglo XIX nos legó su idea de desierto cultural.
Pero
sólo saliéndose de la literatura es como se la puede reconocer, parece
decirnos Aira, creador de lo que podríamos denominar
una “exoliteratura”, aquel espacio
utópico que, como las miniaturas, las maquetas y todas las formas de la puesta en abismo, permite entrar y salir para ir a jugar/narrar, pero sobre todo, observar, como un demiurgo, la propia obra.
Publicado en diario Perfil, 11/10/2020
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