domingo, 27 de enero de 2019

El infierno adolescente


Enero

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De un tiempo a esta parte, la obra de Sara Gallardo ha empezado a reeditarse, tanto la ficcional como la periodística, dándole la oportunidad a los nuevos lectores de conocer a una altísima escritora cuya pertenencia de clase la ubicó, durante los contestatarios años 60, en un lugar bastante incómodo para la crítica.
         Enero, su novela, publicada en 1958, es una muestra, tanto en su factura como en el tratamiento del tema, de lo que sólo la buena literatura es capaz, que es la de no envejecer. Su protagonista, Nefer, es la hija menor del puestero de una estancia y es desde su punto de vista, desde la mirada de la subalternidad en su doble dimensión: como mujer joven y como desposeída, que la narración del amor adolescente, obsesivo e irreal por un joven y de la violación y el casamiento arreglado con otro, se despliega.
         Relato de temática gauchesca, exhibe todo el universo rural en su dimensión antropológica y lingüística, haciendo de la parquedad y de lo no dicho uno de sus mayores logros.  Las escenas centrales (la violación, su decisión respecto del embarazo, la conversación con su padre o la confesión ante el cura) logran la concentración y la delicadeza de algunas estampas japonesas.
         El miedo, la furia, el desamparo, las ensoñaciones del amor adolescente atraviesan el cuerpo de Nefer y se tornan una presencia física. Es que en este texto, cuerpo y afecciones se conjugan conformando las metáforas con las que se construye la trama (“la angustia le llena las manos sucias de tierra y leche”) así como los personajes, con su entorno rural y sus tareas se entrelazan magistralmente.
         Su autora, consciente de que ocupar un lugar en el campo literario es sinónimo de lucha, elige para la curandera -personaje temido y maldito- el prestigioso apellido literario de Borges. Quizás un pase de facturas con el mejor lector de la gauchesca de la literatura argentina al que sólo es posible desplazar, injuriándolo.


Publicado en diario Perfil, 27/1/2019

domingo, 20 de enero de 2019

Algo para contar


El escándalo del siglo

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            Que García Márquez fue, antes que todo, un extraordinario cronista, no es ninguna primicia. Una selección de sus textos periodísticos publicados entre 1950 y 1984 nos da una idea de lo que buscaba en las historias que elegía narrar: convertir una historia mínima, marginal o pueblerina en un suceso, poniendo la lupa en el detalle hasta transformarlo en una noticia, es decir, en una historia que le importa a muchos.    Los medios en lo que publicó sus crónicas -desde El Heraldo de Barranquilla, El Espectador de Bogotá, del que fue corresponsal en Europa, las revistas Momento de Caracas y Alternativa de Colombia, su proyecto personal, hasta El País de Madrid- exhiben, además de un recorrido profesional, las marcas de una radicalización política que lo llevó a involucrarse en los procesos de emancipación latinoamericanos.
            Pero es la función poética la que prevalece por sobre cualquier forma de abordar la actualidad, como se puede leer en la crónica, enviada por entregas, del asesinato de una joven italiana, transformada en un vibrante folletín de final incierto; en el relato cinematográfico de la toma del palacio legislativo por un comando del FSLN en Nicaragua; en la figura de Nicolás Guillén leyendo a gritos las noticias de su continente, en las madrugadas del “exilio dorado” de los artistas latinoamericanos en París, durante los años 50; en las estampas de su pueblo natal, Aracataca, “manantial de poesía cuyo nombre de redoblante he oído resonar en medio mundo”, en las que se dejan entrever algunos paisajes de Macondo; en la melancólica y lúcida certeza de que el asesinato de John Lennon terminaba con una época histórica o en la refutación de la denominación de “realismo mágico” a una literatura, para él, menos sorprendente que la prodigiosa y barroca realidad caribeña.
Sus textos periodísticos revelan una mirada capaz de registrar la dimensión mágica (o poética) del mundo, como cuando compra unas tortugas articuladas y descubre que “son de plástico, pero están vivas.”

Publicado en diario Perfil el 20/1/2019  

El combate de la lengua


Entrevista a Jorge Panesi

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En el final de una fructífera carrera como docente universitario, Jorge Panesi reunió, en La seducción de los relatos, algunos artículos sobre literatura y crítica, el centro de una pasión que la enseñanza no hizo más que diseminar. Un título muy barthesiano en el que se destaca una palabra que viene del ámbito de la literatura, “relato”, que ha sido objeto de disputa política y que ha adquirido un sentido peyorativo cuando una parte de la sociedad (o de los medios masivos) la empezó a usar como sinónimo de construcción mentirosa.

¿Es posible una sociedad sin relatos?
Rotundamente no, y como creo que la crítica literaria es una respuesta también al presente -a pesar de que a mí la mal llamada “grieta” me parece una simplificación que nos impide pensar- sentí que debía sentar posición frente a esto. Entonces, entre los presupuestos inmediatos del libro estaba el uso político de la palabra “relato” pero el relato es una condición humana. Es además una forma de memoria y una herramienta poderosa de conocimiento. Siempre cuando tenés un relato tenés una perspectiva y por lo tanto lo que tenés es una posición frente a la verdad, y finalmente, es de eso de lo que se trata.

Según tu planteo, habría un juego de seducción entre la literatura y la política. Por un lado, la literatura y la crítica quisieran tener el alcance que tiene la política pero ¿qué es lo que tiene la literatura que la política desearía tener?
Gracia. Pero la seducción parece ser mutua. La política es inherente a la crítica y a la literatura argentinas que son políticas de cabo a rabo. No hay más que pensar en Sarlo, Ludmer, Viñas o Adolfo Prieto. Hay un interés por intervenir en la política cultural, para empezar. Por otro lado yo he visto programas de TV donde estaban Sarlo o Tomás Abraham, y ver a los periodistas políticos mirar a Sarlo cuando improvisa, con esa cara de arrobo… Entonces me preguntaba ¿qué hay ahí, qué cuenta cuando los intelectuales son llamados a dar una opinión política en los medios?

            Define a la crítica literaria argentina como una máquina de intervención cultural que, lejos de debilitarse con las catástrofes (políticas, militares, económicas), se ha fortalecido, aunque reconoce que no ocupa el espacio que tuvieron revistas como Los libros, Punto de Vista o Sur. “Lo que ocurre es que la crítica universitaria ha permeado todos los escondrijos de la crítica literaria, que además tiene la condición de ser autorreflexiva. Habrá que ver cómo la crítica se mira a sí misma hoy. Lo hace, creo yo, de una manera más dispersa, pero lo hace. Si entrás en internet vas a encontrar infinitos trabajos críticos sobre todos los temas posibles.”

            Siguiendo a Foucault en cuanto a que la interpretación no debe basarse en el modelo de los signos sino en el de la guerra, acerca de la irrupción en el espacio público del lenguaje inclusivo frente al uso del masculino como paradigma alrededor del cual todo el sistema lingüístico se configura, tiene una posición ambivalente. ”Te advierto que en materia de lengua soy muy tradicionalista y creo que lo que se puede cambiar fácilmente es el léxico. Cualquier proceso libertario como es el que lleva adelante esta reivindicación y que puede tener todas mis simpatías políticas, no sé si podrá generar una modificación en el nivel de la morfología. Depende de lo que se alcance en términos de masividad. Yo recibí de un colega un texto con lenguaje inclusivo y obviamente como profesor de castellano que soy, me hacía ruido. Ahora, pienso que en materia de géneros, por más intentos pacificadores que hagamos, siempre habrá conflicto.”

¿Pero esto no es una manera de visibilizarlo?
Yo siento que hay un ataque a la “virginidad” de la lengua y yo reacciono. No sé si por prejuicios o por mi condición de género, cosas que uno no puede evitar. Es que nos han machacado en la cabeza una cultura androcéntrica. Además creo que los cambios lingüísticos vienen de abajo.

Y esto viene de abajo. Viene de los más jóvenes.
Cuando digo de abajo digo del pueblo, pienso en el folklore, en el lunfardo. Esos son los estratos más ricos.             

Los sectores de abajo en términos generacionales también son los que más enriquecen la lengua.
Sin duda. Pero el problema de la lengua es que es un mecanismo automático.

Que es hora de desautomatizar.
Bueno, estamos medio en desacuerdo. Tampoco es que la lengua produzca cambios sobre la realidad.                               

Es un proceso dialéctico.
Lo que hay es un combate y una resistencia desde el cuerpo mismo del lenguaje pero también te estoy hablando de mí. De todas maneras es un proceso muy interesante.

            Para terminar, como no podía ser de otro modo en un libro dedicado a la crítica literaria, aparece Borges, el escritor que considera, continúa generando pensamiento en relación a su obra “en primer lugar, porque tiene la legitimidad que le da el canon. Y además es el tipo que logró trasvasar los valores propios, por lo que su obra tuvo la rara capacidad de no envejecer.”


Publicado en diario Perfil, 20/1/2019

domingo, 6 de enero de 2019

El último bajón


Serotonina

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                        Un autor incómodo e imprescindible pareciera ser el lugar que el campo editorial le ha asignado a este premiado y exitoso escritor. Un lugar que no deja de señalarnos todo el malestar que habita en la cultura burguesa y occidental, que ni la dosis máxima del último antidepresivo del mercado puede derrotar. Porque, de lo que no quedan dudas, es que Houellebecq escribe desde ese lugar central, el de la tradición de la novela francesa de ideas del siglo XIX -en las que las explicaciones técnicas y el trabajo artesanal tienen un lugar importante- y el de la narrativa erótica, que, desde el siglo XI, no ha dejado de reproducirse y de la cual es un alto exponente.
            Y el relato de la malograda vida amorosa del narrador comienza con un malentendido en relación a su nombre, Florent, al que considera andrógino, poco definido e inconsistente como su estado anímico y que una prosa al borde de la agramaticalidad -cuyas frases, como los textos bíblicos, se encadenan sin subordinarse a un centro- subraya.
            Con la pulsión ensayística que es su marca de estilo, describe, en los recorridos azarosos del protagonista, el modelo económico español sostenido en la producción de bienes turísticos, la gentrificación de los barrios parisinos elegidos por los bobos (burgueses bohemios) que le hacen constatar que “los años 70 nunca se fueron, sólo se replegaron” y la desaparición de la agricultura convencional (y de los agricultores) a favor de la trasnacionalización y la producción de transgénicos, así como altas dosis de alcohol y nicotina lo llevarán por largas derivas sobre el deseo, el amor, el sexo, la prostitución, incrustando fragmentos de la lírica amorosa y de la narrativa romántica en algunas zonas del texto que, a falta de un término mejor, llamaremos porno.
            Después de recordar los pormenores de una relación fallida con una japonesa libertina, decide abandonar su vida, convertirse en un “desaparecido voluntario” e instalarse en el único hotel parisino donde todavía es posible fumar, para iniciar un descenso a los infiernos, a través del relato de las mujeres a las que amó y a las que, irremediablemente, dejó ir. Cuando el rechazo por el género humano se convierte en fobia a su propio cuerpo, la visita a un psiquiatra le mostrará la única solución de la medicina para evitar el suicidio: un medicamento que le permitirá controlar la desesperación a cambio de perder el deseo sexual.
            Atravesar el 31 de diciembre se convertirá, por lo pronto, en el objetivo supremo y frente a las opciones de encerrarse en un monasterio o rodearse de putas tailandesas como forma de atravesar el hastío y el asco por la civilización, elige una fuga al pasado, hacia los lugares donde conoció la experiencia de ese “ensueño de dos”, como define al amor correspondido. Y como un moribundo (o un narrador) que revive los momentos en los que fue feliz, emprende el relato, junto a un aristócrata rural, de lo inexorablemente perdido, instalado en un castillo del siglo XIII, el entorno perfecto para dos alcohólicos derrotados, que repasarán los viejos buenos tiempos escuchando música progresiva de los 70 y descubrirán que ni el arte ni la belleza son la salvación para quien vive “desprovisto tanto de deseos como de razones para vivir.”
            Los antidepresivos, esa poción mágica de la industria bioquímica que promete derrotar la angustia, sólo pueden ofrecerle el diagnóstico funesto de que, sencillamente, se está muriendo de pena, ya que el deseo es lo único que nos mantiene vivos. Pero también ayudan a soportar la vida. Como afirma el protagonista con la lucidez malsana que da la melancolía: “No crean ni transforman, interpretan.” Casi una definición de su literatura.

Publicado en diario Perfil, el 6/1/19