Enero
De
un tiempo a esta parte, la obra de Sara Gallardo ha empezado a reeditarse,
tanto la ficcional como la periodística, dándole la oportunidad a los nuevos
lectores de conocer a una altísima escritora cuya pertenencia de clase la
ubicó, durante los contestatarios años 60, en un lugar bastante incómodo para
la crítica.
Enero,
su novela, publicada en 1958, es una muestra, tanto en su factura como
en el tratamiento del tema, de lo que sólo la buena literatura es capaz, que es
la de no envejecer. Su protagonista, Nefer, es la hija menor del puestero de
una estancia y es desde su punto de vista, desde la mirada de la subalternidad
en su doble dimensión: como mujer joven y como desposeída, que la narración del
amor adolescente, obsesivo e irreal por un joven y de la violación y el
casamiento arreglado con otro, se despliega.
Relato
de temática gauchesca, exhibe todo el universo rural en su dimensión
antropológica y lingüística, haciendo de la parquedad y de lo no dicho uno de
sus mayores logros. Las escenas
centrales (la violación, su decisión respecto del embarazo, la conversación con
su padre o la confesión ante el cura) logran la concentración y la delicadeza
de algunas estampas japonesas.
El
miedo, la furia, el desamparo, las ensoñaciones del amor adolescente atraviesan
el cuerpo de Nefer y se tornan una presencia física. Es que en este texto,
cuerpo y afecciones se conjugan conformando las metáforas con las que se
construye la trama (“la angustia le llena las manos sucias de tierra y leche”)
así como los personajes, con su entorno rural y sus tareas se entrelazan
magistralmente.
Su
autora, consciente de que ocupar un lugar en el campo literario es sinónimo de
lucha, elige para la curandera -personaje temido y maldito- el prestigioso
apellido literario de Borges. Quizás un pase de facturas con el mejor lector de
la gauchesca de la literatura argentina al que sólo es posible desplazar,
injuriándolo.
Publicado en diario Perfil, 27/1/2019
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