domingo, 6 de enero de 2019

El último bajón


Serotonina

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                        Un autor incómodo e imprescindible pareciera ser el lugar que el campo editorial le ha asignado a este premiado y exitoso escritor. Un lugar que no deja de señalarnos todo el malestar que habita en la cultura burguesa y occidental, que ni la dosis máxima del último antidepresivo del mercado puede derrotar. Porque, de lo que no quedan dudas, es que Houellebecq escribe desde ese lugar central, el de la tradición de la novela francesa de ideas del siglo XIX -en las que las explicaciones técnicas y el trabajo artesanal tienen un lugar importante- y el de la narrativa erótica, que, desde el siglo XI, no ha dejado de reproducirse y de la cual es un alto exponente.
            Y el relato de la malograda vida amorosa del narrador comienza con un malentendido en relación a su nombre, Florent, al que considera andrógino, poco definido e inconsistente como su estado anímico y que una prosa al borde de la agramaticalidad -cuyas frases, como los textos bíblicos, se encadenan sin subordinarse a un centro- subraya.
            Con la pulsión ensayística que es su marca de estilo, describe, en los recorridos azarosos del protagonista, el modelo económico español sostenido en la producción de bienes turísticos, la gentrificación de los barrios parisinos elegidos por los bobos (burgueses bohemios) que le hacen constatar que “los años 70 nunca se fueron, sólo se replegaron” y la desaparición de la agricultura convencional (y de los agricultores) a favor de la trasnacionalización y la producción de transgénicos, así como altas dosis de alcohol y nicotina lo llevarán por largas derivas sobre el deseo, el amor, el sexo, la prostitución, incrustando fragmentos de la lírica amorosa y de la narrativa romántica en algunas zonas del texto que, a falta de un término mejor, llamaremos porno.
            Después de recordar los pormenores de una relación fallida con una japonesa libertina, decide abandonar su vida, convertirse en un “desaparecido voluntario” e instalarse en el único hotel parisino donde todavía es posible fumar, para iniciar un descenso a los infiernos, a través del relato de las mujeres a las que amó y a las que, irremediablemente, dejó ir. Cuando el rechazo por el género humano se convierte en fobia a su propio cuerpo, la visita a un psiquiatra le mostrará la única solución de la medicina para evitar el suicidio: un medicamento que le permitirá controlar la desesperación a cambio de perder el deseo sexual.
            Atravesar el 31 de diciembre se convertirá, por lo pronto, en el objetivo supremo y frente a las opciones de encerrarse en un monasterio o rodearse de putas tailandesas como forma de atravesar el hastío y el asco por la civilización, elige una fuga al pasado, hacia los lugares donde conoció la experiencia de ese “ensueño de dos”, como define al amor correspondido. Y como un moribundo (o un narrador) que revive los momentos en los que fue feliz, emprende el relato, junto a un aristócrata rural, de lo inexorablemente perdido, instalado en un castillo del siglo XIII, el entorno perfecto para dos alcohólicos derrotados, que repasarán los viejos buenos tiempos escuchando música progresiva de los 70 y descubrirán que ni el arte ni la belleza son la salvación para quien vive “desprovisto tanto de deseos como de razones para vivir.”
            Los antidepresivos, esa poción mágica de la industria bioquímica que promete derrotar la angustia, sólo pueden ofrecerle el diagnóstico funesto de que, sencillamente, se está muriendo de pena, ya que el deseo es lo único que nos mantiene vivos. Pero también ayudan a soportar la vida. Como afirma el protagonista con la lucidez malsana que da la melancolía: “No crean ni transforman, interpretan.” Casi una definición de su literatura.

Publicado en diario Perfil, el 6/1/19

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