Serotonina
Un autor incómodo e
imprescindible pareciera ser el lugar que el campo editorial le ha asignado a
este premiado y exitoso escritor. Un lugar que no deja de señalarnos todo el
malestar que habita en la cultura burguesa y occidental, que ni la dosis máxima
del último antidepresivo del mercado puede derrotar. Porque, de lo que no
quedan dudas, es que Houellebecq escribe desde ese lugar central, el de la
tradición de la novela francesa de ideas del siglo XIX -en las que las
explicaciones técnicas y el trabajo artesanal tienen un lugar importante- y el
de la narrativa erótica, que, desde el siglo XI, no ha dejado de reproducirse y
de la cual es un alto exponente.
Y el relato de la
malograda vida amorosa del narrador comienza con un malentendido en relación a
su nombre, Florent, al que considera andrógino, poco definido e inconsistente
como su estado anímico y que una prosa al borde de la agramaticalidad -cuyas
frases, como los textos bíblicos, se encadenan sin subordinarse a un centro-
subraya.
Con la pulsión
ensayística que es su marca de estilo, describe, en los recorridos azarosos del
protagonista, el modelo económico español sostenido en la producción de bienes
turísticos, la gentrificación de los barrios parisinos elegidos por los bobos (burgueses bohemios) que le hacen
constatar que “los años 70 nunca se fueron, sólo se replegaron” y la
desaparición de la agricultura convencional (y de los agricultores) a favor de
la trasnacionalización y la producción de transgénicos, así como altas dosis de
alcohol y nicotina lo llevarán por largas derivas sobre el deseo, el amor, el
sexo, la prostitución, incrustando fragmentos de la lírica amorosa y de la
narrativa romántica en algunas zonas del texto que, a falta de un término
mejor, llamaremos porno.
Después de recordar los
pormenores de una relación fallida con una japonesa libertina, decide abandonar
su vida, convertirse en un “desaparecido voluntario” e instalarse en el único
hotel parisino donde todavía es posible fumar, para iniciar un descenso a los
infiernos, a través del relato de las mujeres a las que amó y a las que, irremediablemente,
dejó ir. Cuando el rechazo por el género humano se convierte en fobia a su
propio cuerpo, la visita a un psiquiatra le mostrará la única solución de la
medicina para evitar el suicidio: un medicamento que le permitirá controlar la
desesperación a cambio de perder el deseo sexual.
Atravesar el 31 de
diciembre se convertirá, por lo pronto, en el objetivo supremo y frente a las
opciones de encerrarse en un monasterio o rodearse de putas tailandesas como
forma de atravesar el hastío y el asco por la civilización, elige una fuga al
pasado, hacia los lugares donde conoció la experiencia de ese “ensueño de dos”,
como define al amor correspondido. Y como un moribundo (o un narrador) que
revive los momentos en los que fue feliz, emprende el relato, junto a un
aristócrata rural, de lo inexorablemente perdido, instalado en un castillo del
siglo XIII, el entorno perfecto para dos alcohólicos derrotados, que repasarán
los viejos buenos tiempos escuchando música progresiva de los 70 y descubrirán
que ni el arte ni la belleza son la salvación para quien vive “desprovisto
tanto de deseos como de razones para vivir.”
Los antidepresivos, esa
poción mágica de la industria bioquímica que promete derrotar la angustia, sólo
pueden ofrecerle el diagnóstico funesto de que, sencillamente, se está muriendo
de pena, ya que el deseo es lo único que nos mantiene vivos. Pero también
ayudan a soportar la vida. Como afirma el protagonista con la lucidez malsana
que da la melancolía: “No crean ni transforman, interpretan.” Casi una
definición de su literatura.
Publicado en diario Perfil, el 6/1/19
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