domingo, 19 de enero de 2020

Una historia de fantasmas

Resultado de imagen para la desaparicion de majoranaLa desaparición de Majorana



    Ser físico teórico y además, una de las mentes científicas más brillantes de la historia según un premio nóbel contemporáneo, y anticipar el desarrollo de la más letal de las armas de destrucción masiva debe ser una de las peores torturas que una mente sensible pueda soportar. Tal el caso del físico italiano Ettore Majorana, quien, a comienzos de 1938, después de dejar dos cartas de despedida -una dirigida a un colega de la universidad donde trabajaba y otra, a su familia- tomó su pasaporte y todos sus ahorros y se embarcó en Sicilia rumbo a Palermo, para desaparecer, literalmente, de la faz de la tierra.
    Cuarenta años después, la figura espectral de Majorana encontró en Leonardo Sciascia
(pronúnciese “yaya”), el interlocutor perfecto para volver sobre los pasos de un misterio sin resolver e intentar comprender los motivos que podrían haber empujado a su personaje a una muerte civil, emprendiendo su propia investigación, a contrapelo de la oficial y su proverbial ineficiencia -en particular, la ineficiencia del Estado fascista con el que Majorana convivió.
    Provenientes, ambos, de Sicilia -un lugar donde, según este autor, los misterios son más
frecuentes que las explicaciones lógicas- la aparición de un genio de la física que primereaba a los candidatos al Nóbel en el desarrollo de las teorías que desembocaron en la fisión nuclear, tanto como su desaparición planificada, no hizo más que acrecentar la dimensión mítica de su figura y generar una catarata de versiones sobre su destino final, cuando publicó, por entregas, este texto extraordinario.
    Con los pocos documentos oficiales que encontró (el expediente policial, las dos cartas que dejó, la carta de su madre a Mussolini, la escueta solicitud que redactó para una beca) Sciascia reconstruye el itinerario de este genio precoz a pesar suyo, que eludía las demandas de la vida académica porque “preferiría no hacerlo” y para el cual la ciencia significó el drama ético de saber que, ante el estado de desarrollo de la física, no habría manera de evitar construir la bomba atómica.
    Lo que Sciascia descubre, quizás junto con Majorana, es la naturaleza paradojal de una
disciplina que llevó a aquellos científicos que trabajaban con un cierto margen de libertad, a entregar voluntariamente la bomba atómica a los defensores del “bien”, mientras que aquellos que trabajaban para el “mal”, se negaron a entregarla a Hitler, y encuentra en la figura del colaboracionista, la cifra del sometimiento a una maquinaria de exterminio planificado, que tanto podían ser las cámaras de gas como las ciudades arrasadas por el hongo nuclear.
    En este texto que deslumbra desde la primera página, Sciascia indaga en los claroscuros de un personaje que en lo atractivo del misterio de su desaparición (y en la teatralidad de esa presencia fantasmática) le permite explorar el drama humanitario que significó Hiroshima y politizar la figura del genio-loco o ermitaño. Como un verdadero Dupin, elabora hipótesis, elucubra sobre pistas falsas, encuentra en los documentos frases enigmáticas y se deja llevar, siguiendo las pistas que lo conducen hasta un convento de clausura, donde, en un final epifánico, deja entrever la posibilidad de que ése haya sido el lugar donde Majorana encontró la paz que la década infame le negó.
    Para Forn, su editor, este texto moral sin moraleja es el relato de una tragedia personal que trascendió a su protagonista y que encontró en la pluma exquisita de Sciascia (“unas páginas tan bien escritas, tan llenas de inteligencia y belleza y verdad”) la misma sensibilidad y al elegirlo para su hermosa colección de rescates, pareciera querer decirnos que es la clase de libro que le hubiera gustado escribir.

Publicado en diario Perfil, 19/1/20

La opacidad de lo transparente

Todos los mundos, ninguno

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Los cuentos de esta autora primeriza tienen la inquietante capacidad de llevarnos, a través de una prosa diáfana y serena, por historias cuyos finales, aunque sorpresivos, descubrimos que estuvieron desde el comienzo, agazapados -así como bajo el orden implacable de la sintaxis se esconden las paradojas más impensables- construyendo atmósferas de un tono ligeramente inactual.
Sus personajes, criaturas desesperadas, transitan ese borde poroso donde el objeto de deseo es al mismo tiempo deseo de aniquilación, donde el amor maternal, lentamente, y como en las buenas cocciones, puede convertirse en su reverso monstruoso o alcanzar el punto en que la mirada infantil desnuda lo que no debía ser visto. Algo de ese camino de ida y vuelta, que, como una cinta de Moebius, sorprende a uno de los personajes cuando descubre que “lo más íntimo está fuera, no en lo más profundo de uno.”
En otros relatos, la psicosis será un mundo paralelo donde habitar, en el que las voces
humanas tendrán la extrañeza de un autómata o las letras de las canciones, mensajes que los interpelan directamente, empujándolos al abismo.
Y la historia argentina, que no deja de repetirse, también puede aparecer como un relato de terror que muestra, en su repetición, la farsa, donde un bloque de pasado se abre en el recuerdo de la protagonista y un personaje perdido en la trama de la historia se sobreimprime a la historia presente, como su doble fallido.
Horacio Quiroga, en su famoso decálogo, definía al cuento como “una flecha que,
cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco.” Un consejo que estos cuentos se tomaron, para decirlo literalmente, al pie de la letra.

Publicado en diario Perfil, 12/1/20