domingo, 19 de enero de 2020

La opacidad de lo transparente

Todos los mundos, ninguno

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Los cuentos de esta autora primeriza tienen la inquietante capacidad de llevarnos, a través de una prosa diáfana y serena, por historias cuyos finales, aunque sorpresivos, descubrimos que estuvieron desde el comienzo, agazapados -así como bajo el orden implacable de la sintaxis se esconden las paradojas más impensables- construyendo atmósferas de un tono ligeramente inactual.
Sus personajes, criaturas desesperadas, transitan ese borde poroso donde el objeto de deseo es al mismo tiempo deseo de aniquilación, donde el amor maternal, lentamente, y como en las buenas cocciones, puede convertirse en su reverso monstruoso o alcanzar el punto en que la mirada infantil desnuda lo que no debía ser visto. Algo de ese camino de ida y vuelta, que, como una cinta de Moebius, sorprende a uno de los personajes cuando descubre que “lo más íntimo está fuera, no en lo más profundo de uno.”
En otros relatos, la psicosis será un mundo paralelo donde habitar, en el que las voces
humanas tendrán la extrañeza de un autómata o las letras de las canciones, mensajes que los interpelan directamente, empujándolos al abismo.
Y la historia argentina, que no deja de repetirse, también puede aparecer como un relato de terror que muestra, en su repetición, la farsa, donde un bloque de pasado se abre en el recuerdo de la protagonista y un personaje perdido en la trama de la historia se sobreimprime a la historia presente, como su doble fallido.
Horacio Quiroga, en su famoso decálogo, definía al cuento como “una flecha que,
cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco.” Un consejo que estos cuentos se tomaron, para decirlo literalmente, al pie de la letra.

Publicado en diario Perfil, 12/1/20

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